Camino al centenario (2): La misión del Opus Dei en la meditación personal y en la predicación de san Josemaría

Este segundo artículo de la serie de preparación al centenario trata de profundizar en la finalidad y en la misión del Opus Dei a partir de la meditación personal y de las enseñanzas de su fundador.

Una nieta abraza a su abuela.

Tras años de barruntos, oraciones y esperanzas, el 2 de octubre de 1928 san Josemaría vio lo que Dios le pedía. La fuerza sobrenatural de aquel momento llenó toda su vida, iluminando su camino de una manera profunda y determinante, sin anular en absoluto su libertad, sino más bien confirmándola en la misión que aceptó con plena entrega. Hasta entonces –así lo decía– no sabía lo que Dios quería de él. Ahora, por fin, comprende que Dios le pide que difunda un modo de entender la búsqueda de la santidad en el mundo, un modo que privilegie la vida ordinaria y el trabajo humano, que promueva el compromiso apostólico y coherente de los laicos. Declarará que este mensaje, del que a partir de entonces se siente portador, es tan antiguo y tan nuevo como el Evangelio.

«Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé –estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática– di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los Ángeles (...). Recopilé con alguna unidad las notas sueltas, que hasta entonces venía tomando» (Apuntes íntimos, n. 306).

Cuando san Josemaría vio esa voluntad de Dios, buscó si ya existía una fundación dedicada a esa misión o si, en cambio, tenía que emprenderla él. También le requirió tiempo discernir quiénes debían integrarla: si solo varones o también mujeres, si incluiría sacerdotes y de qué manera, con qué estructura canónica y con qué tipo de compromiso. Podría decirse, quizá exagerando un poco, que el 2 de octubre de 1928 san Josemaría decidió firmemente ser del Opus Dei y ser Opus Dei, sin saber todavía, en todos sus detalles, qué era el Opus Dei. Fue un tiempo de gestación, comparable al de una madre que lleva en su seno una criatura nueva, a la que ama y con la que dialoga, pero cuyo rostro y color de ojos aún no ha visto.

Entender poco a poco en qué consistía este camino, cuál era el rostro de la nueva criatura que venía al mundo, y hablar con Dios de ella no es otra cosa que la misma vida interior de san Josemaría en aquellos años. El Opus Dei va tomando cuerpo en su vida espiritual, en su relación con Dios, en su oración y mortificación. Comienza a delinear sus fines, señalando también de vez en cuando los medios para alcanzarlos. Profundizar en la misión del Opus Dei, e identificar así su carisma, significa conocer y poner en relación entre ellas las distintas finalidades que san Josemaría medita y comenta. Esto solo puede hacerse adentrándose en la vida íntima del fundador, con respeto y gratitud a Dios. Este es el itinerario delineado por la secuencia de sus Apuntes íntimos, testimonios de su diálogo personal con el Señor, sobre cuyo trasfondo se van configurando costumbres, iniciativas, estilos de vida.

Reconciliar la tierra con Dios

Los apuntes disponibles en los que por primera vez parecen definirse los objetivos de una nueva fundación datan de 1931. San Josemaría menciona la idea de extender el Reino de Cristo en todos los ambientes, dando gloria a Dios y cooperando en la salvación de las almas, probablemente en continuidad con la encíclica de Pío XI Quas primas (1925).

«“Christum regnare volumus”, “Deo omnis gloria”, “Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam”.Con estas tres frases quedan suficientemente indicados los tres fines de la Obra: Reinado efectivo de Cristo, toda la gloria de Dios, almas» (Apuntes íntimos, n. 171).

«Fines. –Que Cristo reine, con efectivo reinado en la sociedad. Regnare Christum volumus. –Buscar toda la gloria de Dios. Deo omnis gloria. –Santificarse y salvar almas: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam» (Apuntes íntimos, n. 206).

Más que una extensión geográfica del Reino –aunque esto también está presente en cada nueva iniciativa que comienza–, el fundador parece particularmente interesado en una extensión que abarque todas las circunstancias de la vida y a todas las profesiones. Se trata de una misión destinada a alcanzar todos los ámbitos de la existencia humana, especialmente la vida cotidiana y el trabajo. Este es precisamente el contenido de la locución divina –una particular revelación de Dios– del 7 de agosto de 1931:

«Ahora comprenderemos la emoción de aquel pobre sacerdote, que tiempo atrás sintió dentro de su alma esta locución divina: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12,32); cuando seré levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré a mí. A la vez, vio con claridad la significación que el Señor, en aquel momento, quería dar a esas palabras de la Escritura: hay que poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. Entendió claramente que, con el trabajo ordinario en todas las tareas del mundo, era necesario reconciliar la tierra con Dios, de modo que lo profano –aun siendo profano– se convirtiese en sagrado, en consagrado a Dios, fin último de todas las cosas» (Carta 3, n. 2).

Con el paso de los años y la progresiva redacción de las Cartas, las Instrucciones y otros textos, que habrían de servir de base a buena parte de su predicación, san Josemaría dejó a sus hijos el legado espiritual e intelectual de una nueva y consolidada fundación. De este modo, se fueron explicando mejor los fines del Opus Dei. Son numerosos los textos en los que emplea el verbo suscitar, atribuyéndolo a la acción de Dios. Es el amor misericordioso de Dios el que ha suscitado el Opus Dei, y lo ha hecho con fines precisos: estos objetivos constituyen el marco de su misión.

¿Hay una idea central que pueda resumir estos fines? Sin duda la hay, y quizá se podría expresar afirmando que el Señor suscitó la Obra para que los cristianos corrientes pudieran conciliar su condición laical de ciudadanos del mundo con una búsqueda de la santidad y de una vida espiritual que no les pidiera abandonar el mundo y sus dinámicas, resolviendo así una especie de conflicto que muchos percibían, y que todavía hoy persiste. Dicho de otro modo, Dios suscitó la Obra para que, abriendo los caminos divinos de la tierra, todos pudieran aspirar a la santidad, a la plenitud de la filiación divina, a través de la vida ordinaria, entendida precisamente como el lugar del trabajo ordinario de cada uno.

«Al suscitar el Señor su Obra en la tierra, ha venido a resolver de raíz ese conflicto, diciendo a muchos laicos que es precisamente en el mundo, en el ejercicio de su trabajo profesional o de su oficio –en cualquier quehacer humano–, en el cumplimiento de sus deberes de estado, donde han de santificarse y ayudar a santificarse a los demás; dándoles para eso una ascética, un espíritu plenamente secular, unos medios no ya adaptados sino específicos para su situación» (Carta 23, n. 18).

«Al suscitar en estos años su Obra, el Señor ha querido que nunca más se desconozca o se olvide la verdad de que todos deben santificarse, y de que a la mayoría de los cristianos les corresponde santificarse en el mundo, en el trabajo ordinario» (Carta 3, n. 2).

«El Opus Dei ha abierto todos los caminos divinos de la tierra a todos los hombres –porque ha hecho ver que todas las tareas nobles pueden ser ocasión de un encuentro con Dios, convirtiendo así los humanos quehaceres en trabajos divinos–» (Instrucción, mayo 1935/ 14-IX-1950, n. 1).

Son estos los objetivos que constituyen el marco de la misión del Opus Dei y hacen de ella un fermento dentro de la Iglesia y de la vida de los hombres. De manera especial, este fermento no es otra cosa que la vida cristiana de los laicos que transforman desde dentro, con su trabajo, las realidades terrenas, como años después señalará el Concilio Vaticano II (cfr. Lumen gentium, n. 31). Así, la nueva fundación recuerda lo que tal vez se había olvidado, aviva lo que estaba tibio y enciende lo que se había apagado, colaborando en la Iglesia y en su misma misión para abrir nuevos horizontes, despertar entusiasmo y transmitir paz y alegría.

Con el fin de conocer cómo la identidad y la misión de la nueva fundación tomaban forma en la meditación personal de san Josemaría, algunos autores[1] han destacado la importancia de las afirmaciones del fundador de la Obra cuando se presentan introducidas con particular solemnidad por frases programáticas como: «El Señor ha suscitado su Obra para...»; «Hemos venido a recordar que...»; «Desde el 2 de octubre de 1928...», etc. No son declaraciones circunstanciales, o meramente ilustrativas, sino que pertenecen al núcleo del mensaje predicado y, por tanto, al núcleo de la misión recibida por Dios.

«Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa −homo peccator sum (Lc 5,8), decimos con Pedro−, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio» (Carta 1, n. 2).

«Es necesario repetir una y otra vez que Jesús no se dirigió a un grupo de privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor universal de Dios. Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio» (Es Cristo que pasa, n. 110).

En tales citas programáticas, el papel del trabajo de los comunes fieles cristianos siempre aparece, directa o indirectamente, como un lugar de encuentro con Dios, como una oportunidad para el ejercicio de las virtudes, como una ocasión para el apostolado y el buen ejemplo; en sustancia, el trabajo aparece como aquello que hace posible la búsqueda de la santidad en medio del mundo.

«Al suscitar en estos años su Obra, el Señor ha querido que nunca más se desconozca o se olvide la verdad de que todos deben santificarse, y de que a la mayoría de los cristianos les corresponde santificarse en el mundo, en el trabajo ordinario. Por eso, mientras haya hombres en la tierra, existirá la Obra. Siempre se producirá este fenómeno: que haya personas de todas las profesiones y oficios, que busquen la santidad en su estado, en esa profesión o en ese oficio suyo, siendo almas contemplativas en medio de la calle» (Carta 3, n. 92).

Gracias a estas luces, san Josemaría parece contemplar, como una gran tarea a realizar, el objetivo de ordenar el mundo a Dios; más aún, de reordenarlo, porque está sometido al pecado de Adán y a nuestros pecados. Lo ve como un objetivo realista, no utópico, como una meta elevada y futura, pero ciertamente capaz de motivar y sostener un real compromiso de vida.

«Esto es realizable, no es un sueño inútil. ¡Si los hombres nos decidiésemos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12,32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! [...] Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Solo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención» (Es Cristo que pasa, n, 183).

La misión del Opus Dei entra así directamente, y no de manera oblicua, en la misión de la Iglesia de Jesucristo, levadura en medio de los pueblos para que el Reino de Dios, ya presente pero todavía no realizado plenamente, se extienda por toda la tierra. Esta es precisamente la misión del Hijo, eternizada en la historia por el Espíritu y confiada a su Iglesia: recapitular, reconciliar, reordenar todas las cosas, devolviendo el mundo al Padre, en el Hijo, por el Espíritu. Una visión explícitamente transmitida por san Pablo y san Juan, pero presente en todo el Nuevo Testamento y preparada por el Antiguo.

«Quiere el Señor que seamos nosotros, los cristianos –porque tenemos la responsabilidad sobrenatural de cooperar con el poder de Dios, ya que Él así lo ha dispuesto en su misericordia infinita–, quienes procuremos restablecer el orden quebrantado y devolver a las estructuras temporales, en todas las naciones, su función natural de instrumento para el progreso de la humanidad, y su función sobrenatural de medio para llegar a Dios, para la Redención: venit enim Filius hominis –y nosotros hemos de seguir los vestigios del Señor– salvare quod perierat (Mt 18,11)» (Carta 12, n. 19).

Misión particular dentro de una misión general

Una vez concebida la misión del Opus Dei como participación en la misión del Hijo de recapitular y reconciliar todas las cosas –especialmente a través del trabajo, quiciode la propia santidad–, se comprende que san Josemaría insistiera en su predicación –guiado por una inspiración divina– en ciertos puntos esenciales. Entre otros, el sentido de la filiación divina, sin la cual esta participación no sería posible; después, la importancia del Bautismo, por la dignidad que otorga y las tareas a las que capacita, en cuanto sacramento que sella esta filiación en el Espíritu; luego, la centralidad de la santa Misa, donde el Hijo obra la reconciliación del mundo con Dios, realizada de una vez por todas en la cruz; y la humildad, como condición indispensable para reinar con Cristo en el servicio, porque la lógica de la redención consiste en cancelar la prevaricación orgullosa de Adán con la obediencia del humilde Siervo de Yahvé.

La finalidad de la nueva fundación posee una necesaria dimensión apostólica, porque es parte del dinamismo de la misión del Hijo, que el Espíritu Santo prolonga en la historia y en la Iglesia. Se comprende entonces por qué san Josemaría insistió tanto, desde el primer momento, en la tarea de evangelización que se exigía a los miembros que se incorporaban a la Obra y en la responsabilidad que ello comportaba: todos están llamados a ser apóstoles.

La misión del Opus Dei se configura así como una misión particular dentro de la misión general de la Iglesia. La Obra coopera en la misión confiada a toda la Iglesia –hacer realidad el Reino, llamando a todos los hombres y mujeres a la santidad– mediante una luz particular: hacer que esta llamada pueda realizarse en el contexto del trabajo y de las actividades ordinarias, y que la realización del Reino se lleve a cabo a través de esta tarea.

«Hijas e hijos míos –como parte de la providencia de Dios en el cuidado de su Iglesia Santa y en la conservación del espíritu del Evangelio–, desde el 2 de octubre de 1928, ha encomendado el Señor al Opus Dei la tarea de hacer bien patente, de recordar a todas las almas, con el ejemplo de vuestra vida y con la palabra, que existe una llamada universal a la perfección cristiana y que es posible seguirla. [...] Dios quiere servirse de vuestra santidad personal, buscada según el espíritu de la Obra, para enseñar a todos, de una manera peculiar y sencilla, lo que ya vosotros bien sabéis: que todos los fieles, incorporados a Cristo por el bautismo, están llamados a buscar la plenitud de vida cristiana. El Señor nos quiere instrumentos suyos, para recordar prácticamente –viviéndolo también– que la llamada a la santidad es universal en concreto y no exclusiva de unos pocos, ni de un estado de vida determinado, ni condicionada en general por el abandono del mundo: que cualquier trabajo, cualquier profesión, puede ser camino de santidad y medio de apostolado» (Carta 6, nn. 25-26).

Incluso dentro de la misión de promover la espiritualidad de los laicos, que ciertamente es tarea de toda la Iglesia y no solo del Opus Dei, la nueva fundación inspirada por Dios conserva su misión particular, que gira de nuevo en torno al trabajo santificador y santificado.

«Dentro de la espiritualidad laical, la peculiar fisonomía espiritual, ascética, de la Obra aporta una idea, hijos míos, que es importante destacar. Os he dicho infinidad de veces, desde 1928, que el trabajo es para nosotros el eje, alrededor del cual ha de girar todo nuestro empeño por lograr la perfección cristiana. Al buscar en medio del mundo la perfección cristiana, cada uno de nosotros ha de buscar también necesariamente la perfección humana, en su propia labor profesional. Y, a la vez, ese trabajo profesional es eje alrededor del cual gira todo nuestro empeño apostólico» (Carta 31, n. 10).

Al tratarse de una misión particular dentro de una misión general, quienes participen en esta nueva fundación emplean los medios con los que la Iglesia cuida la vida cristiana de sus hijos, y que lógicamente también otras realidades eclesiales predican y practican: vida de oración, recepción frecuente de los sacramentos, celo evangelizador, promoción de la familia cristiana, difusión de las enseñanzas del Magisterio, etc. Estos medios –necesarios para vivir y actuar en la Iglesia– no hacen superflua la misión peculiar del Opus Dei. Aunque son esenciales para la salvación, el Opus Dei añade un enfoque particular: se esfuerza por orientar esos medios hacia la santificación de sus miembros a través de su trabajo, haciendo de ellos apóstoles que procuran dirigir las estructuras terrenas hacia Dios. Aunque en principio todos los fieles bautizados están llamados a cumplir esta misión en medio del mundo, la tarea particular del Opus Dei es iluminar este camino, encendiendo en ellos la luz que permita recorrerlo. Esta es la imagen querida por san Josemaría: la del farol apagado, colocado en medio de la calle, que vuelve a alumbrar como debe hacer.

Dicho de otro modo, para promover medios ya habituales para la santificación de la vida cristiana no habría necesidad de suscitar el Opus Dei. Estos medios también están presentes en el Opus Dei, pero, como tales, no justificarían su misión. Para realizarla es necesario que, junto a estos medios, se proporcione una formación espiritual, intelectual y apostólica adecuada a transformar el mundo y reconciliarlo con Dios a través del trabajo y de las tareas ordinarias, para poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas, cumpliendo el deber de cada momento y siendo testimonios del Señor (cfr. Es Cristo que pasa, n. 183). Poner en práctica los medios de vida cristiana sin comprometerse a todo lo anterior no sería suficiente para ser parte de la nueva Obra a la que san Josemaría quiso dar comienzo. Por eso, muchas de sus enseñanzas se centraban en la idea de que para ser del Opus Dei no basta con ser bueno, sino que es preciso esforzarse por trabajar bien.

«El trabajo profesional –sea el que sea– se convierte en un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos. Por eso suelo repetir a los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío –un buen cristiano–, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor; y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que –inmersos en las realidades temporales– estamos decididos a tratar a Dios» (Amigos de Dios, n. 61).

A lo largo de los siguientes artículos veremos cómo esta especificidad, que identifica la misión del Opus Dei en la Iglesia, estaba y está presente en el carisma otorgado por Dios a san Josemaría, y desarrollaremos también cómo él entendía el concepto de trabajo ordinario, con sus innumerables aplicaciones en la vida cotidiana.


[1] Cfr. Antonio Aranda, El hecho teológico y pastoral del Opus Dei, Eunsa, 2021.