Una vistosa comitiva acaba de llegar a Jerusalén. Los forasteros recorren sus callejuelas mientras contemplan el ajetreo de la ciudad. Probablemente a sus oídos habían llegado las hazañas que el pueblo judío había realizado. Y ahora estos misteriosos personajes pueden ver con sus propios ojos los símbolos de esta localidad: la muralla y el templo. Ellos, sin embargo, no han venido hasta aquí por curiosidad. Han recorrido cientos de kilómetros porque quieren adorar al rey de los judíos que acaba de nacer. Por eso se dirigen al lugar donde creen que lo hallarán: el palacio real.
«Vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle» (Mt 2,2). Con estas palabras se presentaron en el palacio. Quizá imaginaban que su presencia ahí sería de lo más normal. Si acababa de nacer aquel al que se esperaba desde hacía tanto tiempo, era lógico que la gente viniese a conocerlo. Sin embargo, «al oír esto, el rey Herodes se inquietó, y con él toda Jerusalén» (Mt 2,3). La noticia corrió de boca en boca. La visita de estos exóticos extranjeros causó una pequeña conmoción. De ahí que Herodes decidiera reunir a los sacerdotes y escribas del pueblo para intentar entender lo que estaba sucediendo.
A Herodes no le interesaba ese supuesto rey. Él había conseguido hacerse con el poder bajo la supervisión de Octavio Augusto porque le proporcionaba seguridad e impuestos. Cualquier sobresalto podría amenazar su continuidad. Por eso su prioridad era que las cosas siguieran como estaban. Aquellas promesas de Dios recogidas por los profetas estaban bien para afianzar la identidad nacional de los judíos, siempre que se mantuvieran como lejanas o inconcretas. Pero Cristo trastocó sus planes. Y reconocerle como rey implicaba un riesgo, dejar atrás la seguridad de los propios razonamientos y aceptar «los imprevistos que no aparecen en el mapa de una vida tranquila. Jesús se deja encontrar por quien lo busca, pero para buscarlo hay que moverse, salir. No esperar; arriesgar. No quedarse quieto; avanzar. Jesús es exigente: a quien lo busca, le propone que deje el sillón de las comodidades mundanas y el calor agradable de sus estufas» [1]. Supone, en definitiva, ponerse en camino, como hicieron los magos.
Una visión esperanzada del mundo
Los escribas y sacerdotes no dudaron en afirmar que el Cristo nacería en Belén, pues así había dicho el profeta Miqueas: «Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel» (Mi 5,1). Estos hombres conocían muy bien las escrituras. Sabían con exactitud todas las referencias relacionadas con el Mesías. Probablemente en sus propias vidas habrían meditado con frecuencia sobre su llegada. Algunos, anhelando que fuese cuanto antes; otros, quizá con cierta desilusión, pues esperaban que les hubiese salvado de caer bajo la dominación romana.
Sin embargo, a pesar de tener tan cerca las profecías cumplidas, los sabios de Israel de ese momento no saben reconocerlas. Han tenido que llegar esos extranjeros para hacerles ver que el rey de los judíos ya había nacido. Acostumbrados a ser el objeto de predilección de Dios, depositario de su grandeza, han visto que ha sido un pueblo gentil quien les ha comunicado la Buena Nueva que llevaban aguardando desde hacía siglos. «Caminarán los pueblos a tu luz –había dicho Isaías–, los reyes al esplendor de tu aurora» (Is 60,3). Las profecías se estaban cumpliendo al pie de la letra, pero la ceguera de sus corazones les impidió acoger el anuncio de aquellos forasteros.
Estos magos no pertenecían al pueblo de Israel. Venían de Oriente, es decir, de más allá del Imperio romano. Quizá eran persas, hombres dedicados a la astronomía y a las ciencias. Aparentemente, eran las personas menos indicadas para proclamar la llegada del Mesías. Dios no se había revelado a ellos, como sí había hecho con Israel. Pero los planes del Señor eran mucho más grandes de lo que aquellos escribas podían imaginar. El nuevo pueblo de Dios ya no estaría circunscrito a una nación, sino que ofrecería la salvación a todas las gentes. Ya no habría ninguna barrera que separe a los hombres. «A los hijos del extranjero que se adhieran al Señor para servirlo –había profetizado Isaías– (...), les haré entrar en mi monte santo, les daré alegría en mi casa de oración» (Is 56,6-7).
Tener una visión esperanzada del mundo lleva a descubrir lo bueno que tiene toda sociedad; a mirar con optimismo los valores de una cultura. «Todas las cosas son vuestras –dirá san Pablo–, vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1Cor 3,22-23). Ante esta realidad «nos alegramos con las alegrías de los demás, disfrutamos de todas las cosas buenas que nos rodean y nos sentimos interpelados por los desafíos de nuestro tiempo» [2]. Y precisamente el fundamento de esa visión esperanzada es el Dios al que buscan los magos; «pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto» [3].
Somos lo que deseamos
«Entonces, Herodes, llamando en secreto a los magos, se informó cuidadosamente por ellos del tiempo en que había aparecido la estrella; y les envió a Belén, diciéndoles: “Id e informaos bien acerca del niño; y cuando lo encontréis, avisadme para que también yo vaya a adorarle”» (Mt 2,7-8). Aunque las intenciones de Herodes no fueran las más rectas, sus indicaciones encendieron nuevamente los corazones de los magos: ya sabían cómo continuar su camino.
Ellos no se habían conformado con la vida cómoda que tenían en su tierra, quizá con muchas rentas y un alto prestigio social; eran «buscadores de Dios» [4]. Por eso es probable que se desilusionaran cuando llegaron a Jerusalén y no sabían cómo proseguir. Pero en cuanto descubrieron la ruta que les llevaba al rey, volvieron a sentir una alegría que les confería fuerzas para reemprender el viaje.
El deseo que abrigaban de adorar a quien daba sentido a sus vidas era mayor que el de disfrutar de sus seguridades. Fue ese impulso interior lo que les llevó a recorrer cientos de kilómetros y atravesar territorios desconocidos. «Porque Dios nos ha hecho así: amasados de deseo; orientados, como los magos, hacia las estrellas. Podemos decir, sin exagerar, que nosotros somos lo que deseamos. Porque son los deseos los que ensanchan nuestra mirada e impulsan la vida a ir más allá: más allá de las barreras de la rutina, más allá de una vida embotada en el consumo, más allá de una fe repetitiva y cansada, más allá del miedo de arriesgarnos, de comprometernos por los demás y por el bien» [5].
Los magos estaban decididos a hallar a aquel rey costara lo que costase. Tenían «la convicción de que ni el desierto, ni las tempestades, ni la tranquilidad de los oasis» [6] les impedirían llegar a encontrar a Jesús. «No querían solamente saber. Querían reconocer la verdad sobre nosotros, y sobre Dios y el mundo. Su peregrinación exterior era expresión de su estar interiormente en camino, de la peregrinación interior de sus corazones» [7]. Por eso, «al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10). No habían sido testigos de los portentos del Señor que se narran en el Antiguo Testamento. Tampoco habían visto los milagros que años más tarde los contemporáneos de Jesús presenciarían. Les bastó la estrella para llenarse de alegría. Amaban al Dios desconocido aun cuando no lo habían visto. Al fin y al cabo era lo que deseaban desde que habían dejado atrás sus hogares.
Un acto de justicia
«Entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre, y postrándose le adoraron» (Mt 2,11). Aquellos hombres sabios se arrodillaron ante un recién nacido. Ahí, en el pesebre, se encontraba el rey. Ya no tenían que buscarlo entre las constelaciones del firmamento: lo tenían delante, cercano, hecho niño.
Todo lo que habían vivido las últimas semanas –la ilusión al ver la estrella, la fatiga del viaje, las dudas al llegar a Jerusalén– adquiría su sentido ante la presencia de ese rey. El deseo por conocer a Dios, que les hizo dejar su hogar, les llevó a la adoración. Experimentaron cómo Jesús había sanado sus anhelos más profundos. Quizá tiempo atrás sus vidas giraban en torno a la satisfacción de otras necesidades más inmediatas: el prestigio social, la riqueza, la comodidad… Pero en ese instante descubrieron que lo único importante es dar gloria a Dios. «Nuestro tesoro –decía san Josemaría– está aquí, reclinado en un pesebre; es Cristo y en él se han de centrar todos nuestros amores, porque donde está nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón (cfr. Lc 12,34)» [8].
Los magos, que ya han entrado en esa lógica vital que va más allá de las necesidades primarias, le ofrecieron sus dones: oro, incienso y mirra. Probablemente a María y José les habría resultado más útil otro tipo de presentes; algo que sirviera para combatir el frío o alimentar al niño. En aquel momento no tenían urgencia de incienso y mirra, y quizá tampoco el oro podía ayudarles inmediatamente. Sin embargo, «estos dones tienen un significado profundo: son un acto de justicia. De hecho, según la mentalidad vigente en aquel tiempo en Oriente, representan el reconocimiento de una persona como Dios y rey: es decir, son un acto de sumisión. Quieren decir que desde aquel momento los donadores pertenecen al soberano y reconocen su autoridad» [9].
María se sorprende al ver entrar bajo su techo esa comitiva. Acostumbrada a meditar en su corazón lo que le ocurre, quizá le viene a la mente aquella profecía: «Entonces, mirarás y te pondrás radiante, palpitará y se ensanchará tu corazón, pues la abundancia del amor se volcará sobre ti, llegará a ti la riqueza de las naciones. Te cubrirá una multitud de camellos, dromedarios de Madián y Efá, todos vendrán de Sabá cargados de oro e incienso, y pregonando alabanzas al Señor» (Is 60, 5-6). Ella, que en Belén no es más que una mujer nazarena, aquella que tuvo que dar a luz en un establo, ve cómo se postran esos sabios y miran a su hijo. Siente palpitar su corazón inmaculado viendo, por primera vez, a hombres paganos, venidos de lejos, adorar a su hijo como Dios verdadero.
Un silencio intenso llena la pequeña estancia. Solo, quizá, los alegres sonidos de la criatura que ella sostiene rompen ese silencio, y enamoran más profundamente el corazón de los magos. No esperaban esto, pero la luz de la fe les abre los ojos. No tienen palabras ni conceptos para explicar que ese niño que les mira, que juguetea con los dedos de su madre, es su Rey, su Dios. Pero es así. Y le adoran.
Ellos, que son buscadores de Dios, acostumbrados a entreverlo en el cielo y en la creación, ahora tienen ante sí a la sabiduría divina, misteriosa, escondida. Y la tienen hecha hombre. La Sabiduría les mira, les hace pucheros y les sonríe. Tal vez, en las manos de su madre, el más atrevido de ellos, inclinándose, deja un beso. Y por vez primera un corazón reza con estas palabras: Sedes Sapientiae!
[1]. Francisco, Homilía, 6-I-2018.
[2]. Del Padre, 19-III-2022, n. 7.
[3]. Benedicto XVI, Encíclica Spe salvi, n. 31.
[4]. Benedicto XVI, Homilía, 6-I-2013.
[5]. Francisco, Homilía, 6-I-2022.
[6]. Es Cristo que pasa, n. 32.
[7]. Benedicto XVI, Homilía, 6-I-2013.
[8]. Es Cristo que pasa, n. 35.
[9]. Benedicto XVI, Homilía, 6-I-2010.