Queridos hermanos y hermanas:
En nuestra reflexión sobre las bienaventuranzas, hoy consideramos la segunda: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados», que nos indica una actitud fundamental en la espiritualidad cristiana: el dolor interior que nos abre a una relación nueva con el Señor y con el prójimo.
Según las Sagradas Escrituras, este llanto tiene dos aspectos. El primero es la aflicción causada por la muerte o el sufrimiento de alguien a quien amamos. El segundo es un llanto por el dolor de nuestros pecados, provocado por haber ofendido a Dios y al prójimo.
El primer significado se refiere al luto, que siempre es amargo, doloroso, y que paradójicamente puede ayudarnos a tomar conciencia de la vida, del valor sagrado e insustituible de toda persona y de la brevedad del tiempo.
El segundo sentido indica el llanto por el mal que hemos ocasionado, por el mal que yo hice, por el bien que no hice y por la deslealtad a la relación con Dios y con los demás; es un llanto por no haber correspondido al amor incondicional del Señor hacia nosotros, por no haber correspondido al bien que no quisimos hacer, por no haber querido a los demás. El dolor por haber ofendido y herido a quien amamos es lo que llamamos el sentido del pecado, que es don Dios y obra del Espíritu Santo.
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