Martes, 3 de septiembre Yakarta
Recepción oficial
Miércoles, 4 de septiembre
Jueves, 5 de septiembre de 2024
—Encuentro interreligioso en la mezquita "Istiqlal”
—Encuentro con asistentes de realidades benéficas
—Santa Misa en el estadio “Gelora Bung Karno”
Sábado, 7 de septiembre de 2024 Port Moresby
—Reunión con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático en la APEC Haus
—Visita a los niños de "Ministerio de Calle" y "Servicios de Callan"
Domingo 8 de septiembre de 2024 Port Moresby - Vanimo
—Santa Misa en el estadio “Sir John Guise”
Lunes 9 de septiembre de 2024 Port Moresby - Dili
Encuentro con los jóvenes en el estadio “Sir John Guise”
Reunión con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático en el salón del Palacio Presidencial
Martes, 10 de septiembre de 2024 Dili
Encuentro con los obispos, los sacerdotes, los diáconos, los consagrados, las consagradas, los seminaristas y los catequistas en la Catedral de la Inmaculada concepción
Santa Misa en la explanada de Tasitolu
Miércoles, 11 de septiembre de 2024 Dili - Singapur
Encuentro con los jóvenes en el “Centro de Convenções”
Jueves, 12 de septiembre de 2024 Singapur
Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático en el teatro del Centro Cultural Universitario de la “National University of Singapore”
Santa Misa en el estadio nacional del “Singapore Sports Hub”
Viernes 13 de septiembre de 2024 Singapur - Roma
Encuentro interreligioso con jóvenes en el “Colegio Católico Junior”
Miércoles, 4 de septiembre
Reunión con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático en el salón "Istana Negara" del Palacio Presidencial
Señor Presidente,
distinguidas autoridades,
eminentísimos señores Cardenales,
señores Obispos,
distinguidos Representantes de las comunidades religiosas y de las diversas religiones,
ilustres representantes de la sociedad civil,
miembros del Cuerpo diplomático:
Le agradezco cordialmente a usted, señor Presidente, la grata invitación a visitar el país, así como sus amables palabras de saludo. Deseo expresar al Presidente electo mis más cordiales deseos de una fructífera labor al servicio de Indonesia, extenso archipiélago de miles y miles de islas bañadas por el mar que comunica Asia con Oceanía.
Casi se podría afirmar que, al igual que el océano es el elemento natural que une todas las islas indonesias, así el respeto mutuo de las particularidades culturales, étnicas, lingüísticas y religiosas específicas, de todos los grupos humanos que componen Indonesia, es el hilo conductor indispensable que hace que el pueblo indonesio se mantenga unido y se sienta orgulloso.
Vuestro lema nacional “Bhinneka tunggal ika” (“Unidad en la diversidad”, que literalmente significa “Muchos, pero uno”) pone de manifiesto esta realidad multiforme de pueblos que son diversos, pero firmemente integrados en una sola nación. Y muestra también que, al igual que la gran biodiversidad presente en este archipiélago es fuente de riqueza y esplendor, análogamente, las diferencias específicas contribuyen a formar un magnífico mosaico, en el que cada pieza es un elemento insustituible en la composición de una obra original y preciosa. Y este es vuestro tesoro, es vuestra mayor riqueza.
La armonía en el respeto a las diferencias se logra cuando cada opinión particular tiene en cuenta las necesidades que son comunes y cuando cada etnia y confesión religiosa actúa con espíritu de fraternidad, persiguiendo el noble objetivo de servir al bien de todos. El ser conscientes de que se está participando en una historia compartida en la que cada uno brinda su propia contribución, y donde la solidaridad de cada cual hacia el conjunto es fundamental, ayuda a identificar las soluciones adecuadas, a evitar la polarización de las diferencias y a transformar la confrontación en colaboración eficaz.
Este sabio y delicado equilibrio entre la multiplicidad de culturas, las diferentes visiones ideológicas y las razones que fundamentan la unidad, debe ser defendido continuamente contra cualquier desajuste. Se trata de un trabajo artesanal, repito, un trabajo artesanal que corresponde a todos, pero de manera especial a la tarea que realiza la política, cuando se propone como fin la armonía, la equidad, el respeto de los derechos fundamentales de los seres humanos, el desarrollo sostenible, la solidaridad y la consecución de la paz, tanto en el seno de la sociedad como en la relación con los demás pueblos y naciones. Y aquí reside la grandeza de la política. Ya lo dijo un sabio, que la política es la forma más elevada de la caridad. Esto es maravilloso.
A fin de favorecer una armonía pacífica y constructiva que garantice la paz y unifique los esfuerzos para vencer los desequilibrios y bolsas de miseria que aún persisten en algunas zonas, la Iglesia desea incrementar el diálogo interreligioso. De este modo, se podrán eliminar los prejuicios y se fomentará un clima de respeto y de confianza mutua, factores imprescindibles para afrontar los retos comunes, entre los cuales, el de contrastar el extremismo y la intolerancia, que —tergiversando la religión— intentan imponerse sirviéndose del engaño y la violencia. En cambio, la cercanía, el escuchar la opinión de los demás, eso crea la fraternidad de una nación. Y eso es algo muy bonito, muy hermoso.
La Iglesia católica se pone al servicio del bien común y desea fortalecer la cooperación con las instituciones públicas y otras organizaciones de la sociedad civil, pero nunca haciendo proselitismo, nunca; sino que respeta la fe de cada persona. Y con esto estimula la formación de un tejido social más equilibrado y garantizar una distribución más eficiente y equitativa de la asistencia social.
Permítanme ahora hacer una alusión al Preámbulo de vuestra Constitución de 1945, que ofrece valiosas indicaciones sobre la dirección del camino que ha elegido la Indonesia democrática e independiente. Esta es una historia muy bella; cuando uno la lee, percibe que fue escogida por todos.
En sólo unas pocas líneas, el Preámbulo hace referencia dos veces a Dios Todopoderoso y a la necesidad de que su bendición descienda sobre el naciente Estado de Indonesia. Del mismo modo, el texto de introducción a vuestra Ley Fundamental alude dos veces a la justicia social, auspiciando que se instaure un orden internacional fundamentado en ella, como uno de los principales objetivos a alcanzar en beneficio de todo el pueblo indonesio.
Unidad en la multiplicidad, justicia social, bendición divina son, pues, los principios fundamentales destinados a inspirar y guiar los programas específicos, son como la estructura de soporte, la base sólida sobre la cual construir la casa. ¿Y cómo no notar que estos principios se corresponden muy bien con el lema de mi visita a Indonesia: “Fe, fraternidad y compasión”?
Sin embargo, lamentablemente existen en el mundo actual algunas tendencias que obstaculizan el desarrollo de la fraternidad universal (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 9). En diversas regiones vemos surgir conflictos violentos, que a menudo son el resultado de la falta de respeto mutuo, del deseo intolerante de hacer prevalecer a toda costa los propios intereses, la propia posición o la propia visión parcial de la historia, aunque eso suponga un sufrimiento interminable para comunidades enteras y dé lugar a auténticas guerras sangrientas.
A veces también surgen tensiones violentas en el interior de los mismos estados, porque los que detentan el poder quieren uniformarlo todo, imponiendo su visión incluso en asuntos cuya decisión debería dejarse a la autonomía de cada individuo o de los grupos.
Por otra parte, a pesar de las persuasivas declaraciones políticas, hay muchas situaciones en las que falta un efectivo compromiso, de amplias miras, para construir la justicia social. Como consecuencia, una parte considerable de la humanidad queda relegada al margen, desprovista de los medios adecuados para una existencia digna, y sin defensas para afrontar los graves y crecientes desequilibrios sociales causantes de graves conflictos. ¿Y cómo resuelven esto?, mediante una legislación de muerte, es decir, limitando la natalidad, limitando la mayor riqueza que tiene un país, que son los nacimientos. En vuestro país, en cambio, hay familias de tres, cuatro y hasta cinco hijos que salen adelante. Y esto se nota en la media de edad del país. Sigan así. Es un ejemplo para todas las naciones. Tal vez esto resulte curioso, pero algunas familias prefieren tener un gato o un perro pequeño, y no un niño. Esto no está bien.
En otros contextos, además, las personas consideran que pueden o deben prescindir de la búsqueda de la bendición de Dios, juzgándola superflua para el ser humano y para la sociedad civil, se piensa que estos deberían promoverse con sus propias fuerzas, sin embargo, al hacerlo se encuentran a menudo con la frustración y el fracaso. Y a la inversa, hay casos en los que la fe en Dios se coloca continuamente en primer plano, pero a menudo, lamentablemente para ser manipulada y servir no para construir la paz, la comunión, el diálogo, el respeto, la colaboración y la fraternidad, para construir el país, sino para fomentar las divisiones y el odio.
Hermanos y hermanas, de cara a estas sombras, es grato observar cómo la filosofía que inspira la organización del Estado indonesio manifiesta sabiduría y equilibrio. A este respecto, hago mías las palabras que san Juan Pablo II pronunció durante su visita a este mismo palacio, en 1989. Entre otras cosas, afirmó: «En el reconocimiento de la presencia de una legítima pluralidad, en el respeto a los Derechos Humanos y políticos de todos los ciudadanos, y en el apoyo al crecimiento de la unidad nacional basada en la tolerancia y respeto a los demás, colocáis los cimientos de la justa y pacífica sociedad que los indonesios desean para sí mismos y quieren legar a sus hijos» (Discurso al Presidente de la República de Indonesia, Yakarta, 9 octubre 1989).
En el curso de los acontecimientos históricos, incluso si a veces los principios inspiradores, antes recordados, no siempre han tenido la fuerza de imponerse en todas las circunstancias, siguen siendo válidos y confiables, como un faro que nos indica la dirección que hay que tomar y nos advierte acerca de los errores más peligrosos que hay que evitar.
Señor Presidente, señoras y señores, deseo que todos, en su quehacer cotidiano, sepan inspirarse en estos principios y hacerlos efectivos en el desempeño ordinario de sus respectivas funciones, porque opus justitiae pax, la paz es fruto de la justicia. La concordia, en efecto, se alcanza cuando cada uno se compromete, no sólo en función de sus propios intereses y de su propia visión, sino con vistas al bien de todos, para construir puentes, para favorecer los acuerdos y crear sinergias, para aunar esfuerzos y derrotar toda forma de miseria moral, económica y social, y para promover la paz y la concordia.
Queridos hermanos y hermanas, continúen por este camino, que es bueno y acertado, y que así trae la bendición a todo el pueblo: que Dios bendiga a Indonesia con la paz, para un futuro lleno de esperanza. ¡Y que Dios los bendiga a todos!
Encuentro con los obispos, los sacerdotes, los diáconos, con los y las consagradas, seminaristas y catequistas en la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción
Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.
Aquí hay cardenales, obispos, sacerdotes, religiosas, laicos y niños, pero todos somos hermanos y hermanas. Los títulos del Papa, el cardenal y el obispo no son tan importantes, todos somos hermanos y hermanas. Cada uno tiene su propia tarea para hacer crecer al pueblo de Dios.
Saludo al cardenal, a los obispos, a los sacerdotes y diáconos, a las consagradas y consagrados, a los seminaristas y a los catequistas presentes. Agradezco al Presidente de la Conferencia Episcopal sus palabras, así como también a los hermanos y hermanas que han compartido sus testimonios con nosotros.
Como ya se ha mencionado, el lema elegido para esta Visita apostólica es “Fe, fraternidad, compasión”. Pienso que son tres virtudes que expresan bien tanto vuestro camino de Iglesia como vuestro carácter en cuanto pueblo, étnica y culturalmente bien diversificado, pero al mismo tiempo caracterizado por una innata tendencia hacia la unidad y la convivencia pacífica, como testimonian los principios tradicionales de la Pancasila. Por eso, quisiera reflexionar con ustedes sobre estas tres palabras.
La primera es fe. Indonesia es un país grande, con abundantes recursos naturales, sobre todo en flora, fauna, recursos energéticos y materia prima, entre otros. Si se considera superficialmente, una gran riqueza como esta podría convertirse en motivo de orgullo o arrogancia, pero, si la vemos con una mente y un corazón abiertos, esta riqueza puede en cambio recordarnos a Dios, su presencia en el cosmos y en nuestra vida, como nos enseña la Sagrada Escritura (cf. Gn 1; Si 42,15-43,33). Es el Señor, en efecto, quien nos da todo esto. No hay un centímetro del maravilloso territorio indonesio, ni un instante de la vida de cada uno de sus millones de habitantes que no sea don suyo, signo de su amor gratuito y providente de Padre. Y mirar todo esto con humildes ojos de hijos nos ayuda a creer, a reconocernos pequeños y amados (cf. Sal 8), y a cultivar sentimientos de gratitud y responsabilidad.
Agnes nos ha hablado de esto, a propósito de nuestra relación con la creación y con los hermanos, especialmente los más necesitados, a vivir con un estilo personal y comunitario caracterizado por el respeto, el civismo y la humanidad; con sobriedad y caridad franciscana.
Después de la fe, la segunda palabra del lema es fraternidad. Una poetisa del siglo pasado usó una expresión muy hermosa para describir esta actitud; escribió que ser hermanos quiere decir amarse reconociéndose «diferentes cual dos gotas de agua»[1]. Y es justo así. No hay dos gotas de agua iguales, ni hay dos hermanos, ni siquiera gemelos, completamente idénticos. Vivir la fraternidad, entonces, significa acogerse mutuamente reconociéndose iguales en la diversidad.
También esto es un valor estimado en la tradición de la Iglesia indonesia, y se manifiesta en la apertura con la que esta se relaciona con las diferentes realidades que la componen y la rodean, tanto en el ámbito cultural, étnico, social y religioso, como valorando el aporte de todos y ofreciendo generosamente el suyo en cada contexto. Este aspecto es importante, porque anunciar el Evangelio no significa imponer o contraponer la propia fe a la de los demás, sino dar y compartir la alegría del encuentro con Cristo (cf. 1 P 3,15-17), siempre con gran respeto y afecto fraterno por cada persona. Y en esto los invito a mantenerse siempre así: abiertos y amigos de todos —“tomados de la mano”, como dijo don Maxi— profetas de comunión en un mundo donde, sin embargo, parecería que crece cada vez más la tendencia a dividirse, imponerse y provocarse mutuamente (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67).
Y sobre este punto, quiero decirles algo: ¿saben quién es el ser más divisor del mundo? El gran divisor, el que siempre divide, pero es Jesús quien une. El diablo es el que divide, así que ¡cuidado!
Es importante que intentemos llegar a todos, como nos recordó sor Rina, con el deseo de poder traducir en Bahasa Indonesia, no sólo los textos de la Palabra de Dios, sino también las enseñanzas de la Iglesia, para que lleguen al mayor número de personas posible. Y lo señaló también Nicholas, describiendo la misión del catequista con la imagen de un “puente” que une. Esto me llamó la atención, y me hizo pensar en el maravilloso espectáculo que sería, en el gran archipiélago indonesio, la presencia de miles de “puentes del corazón” que unen a todas las islas, y aún más, en millones de esos “puentes” que unen a todas las personas que las habitan. Hay otra hermosa imagen de la fraternidad: un bordado inmenso de hilos de amor que atraviesan el mar, superan las barreras y abrazan todo tipo de diversidad, haciendo de todos «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). ¡Es el lenguaje del corazón, no lo olviden!
Y llegamos a la tercera palabra: compasión, que está muy vinculada con la fraternidad. Como sabemos, en efecto, la compasión no consiste en dar limosna a hermanos y hermanas necesitados mirándolos de arriba hacia abajo, desde la “torre” de las propias seguridades y privilegios, sino al contrario, en hacernos cercanos unos a otros, despojándonos de todo lo que puede impedir inclinarnos para entrar realmente en contacto con quien está caído, y así levantarlo y .. y devolverle la esperanza (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 70). Y no sólo eso, significa además abrazar sus sueños y sus deseos de redención y de justicia, ocuparnos de ellos, ser sus promotores y cooperadores, involucrando también a los demás, extendiendo la “red” y las fronteras en un gran dinamismo comunicativo de caridad (cf. ibíd., 203). Esto no significa ser comunista, sino que significa caridad, significa amor.
Hay quienes le temen a la compasión, porque la consideran una debilidad. En cambio, exaltan, como si fuera una virtud, la astucia de los que sirven a sus propios intereses, manteniéndose distantes de los demás, sin dejarse “tocar” por nada ni por nadie, creyendo que así son más lúcidos y libres para lograr sus objetivos.
Recuerdo con tristeza a una persona muy rica de Buenos Aires, que siempre tenía el hábito de acumular, y acumular, cada vez más dinero. Murió dejando una gran herencia. La gente bromeaba diciendo: "Pobre hombre, ¡no le pudieron cerrar el ataúd!". Quería llevarse todo, pero no se llevó nada. Puede hacernos reír, pero no olviden que ¡el diablo entra por los bolsillos, siempre! Aferrarse a las riquezas como seguridad es una manera incorrecta de ver la realidad. Lo que mueve al mundo no son los cálculos del interés propio, que generalmente terminan destruyendo la creación y dividiendo a las comunidades, sino la caridad ofrecida a los demás. Esto es lo que nos hace avanzar: la caridad que se da a sí misma. La compasión no nubla la verdadera visión de la vida. Al contrario, nos hace ver mejor las cosas, a la luz del amor, y verlas con más claridad con los ojos del corazón. Me gustaría repetirlo: por favor, ¡cuidado, y no olviden que el diablo entra por los bolsillos!
A este respecto, me parece que el portal de esta catedral, en su arquitectura, resume muy bien lo que hemos dicho, en clave mariana. Este, en efecto, está sostenido, en el centro del arco ojival, por una columna sobre la que está colocada una estatua de la Virgen María. Nos muestra así a la Madre de Dios ante todo como modelo de fe, mientras simbólicamente sostiene, con su pequeño “sí” (cf. Lc 1,38), todo el edificio de la Iglesia. Su cuerpo frágil, apoyado en la columna, en la roca que es Cristo, parece llevar con Él sobre sí el peso de toda la construcción, como diciendo que esta obra, fruto del trabajo y del ingenio del hombre, no puede sostenerse sola. María aparece luego como imagen de fraternidad, en el gesto de acoger, en medio del pórtico principal, a todos los que quieren entrar. Y, por último, María es también icono de compasión, en su velar y proteger al pueblo de Dios que, con las alegrías y los dolores, las fatigas y las esperanzas, se congrega en la casa del Padre.
Queridos hermanos y hermanas, me gustaría concluir esta reflexión retomando lo que san Juan Pablo II manifestó al visitar este lugar hace algunas décadas, dirigiéndose precisamente a los sacerdotes y religiosos. Citaba el versículo del salmo: «Laetentur insulae multae» – «Regocíjense las islas incontables» (Sal 96,1) e invitaba a sus oyentes a hacerlo «testimoniando la alegría de la Resurrección y dando la [...] vida, de modo que también las islas más lejanas puedan “regocijarse” escuchando el Evangelio, del que vosotros sois predicadores, maestros y testigos» (Encuentro con los obispos, el clero y los religiosos de Indonesia, Yakarta, 10 de octubre de 1989).
Yo también renuevo esta exhortación, y los animo a seguir su misión fortalecidos en la fe, abiertos a todos en la fraternidad y cercanos a cada uno en la compasión. Fuertes en la fe, abiertos para acoger a todos. ¡Qué hermosa es aquella parábola del Evangelio en la que los invitados a la boda no querían acudir! ¿Qué hizo el Señor? ¿Se amargó? No, envió a sus servidores y les dijo que fueran a los cruces de los caminos para invitar a todos. Con ese mismo estilo tan hermoso, sigan adelante con fraternidad, con compasión y con unidad. Pienso en las muchas islas de aquí, tantas islas, y el Señor les dice a ustedes, buenas personas, “a todos, a todos”. De hecho, el Señor dice “¡buenos y malos!”, ¡a todos!
Renuevo esta exhortación y los animo a continuar su misión: fuertes en la fe, abiertos a todos en la fraternidad y cercanos a los demás en la compasión. Fe, fraternidad y compasión. Les dejo estas tres palabras, y ustedes podrán reflexionar más tarde sobre ellas. Fe, fraternidad y compasión. Los bendigo y les agradezco por tantas cosas buenas que hacen cada día en todas estas hermosas islas. Rezaré por ustedes y les pido, por favor, que recen por mí. Tengan cuidado con una cosa: ¡recen por, no en contra! ¡Gracias!
Jueves, 5 de septiembre de 2024
Encuentro interreligioso en la mezquita "Istiqlal”
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Me siento feliz de estar aquí, junto con todos ustedes, en la mezquita más grande de Asia. Saludo al Gran Imán y le agradezco las palabras que me ha dirigido, recordando que este lugar de culto y de oración es también “una gran casa para la humanidad”, en la que cada uno puede entrar para hacer una pausa consigo mismo, dar espacio a ese anhelo de infinito que lleva en el corazón, buscar el encuentro con lo divino y experimentar la alegría de la amistad con los demás.
Me agrada recordar que esta mezquita fue diseñada por el arquitecto Friedrich Silaban, que era cristiano y ganó el concurso. Esto prueba que en la historia de esta nación y de la cultura que aquí se respira, la mezquita, como también los demás lugares de culto, son espacios de diálogo, de respeto recíproco, de convivencia armoniosa entre las religiones y las diferentes sensibilidades espirituales. Este es un gran regalo, que están llamados a cultivar cada día, para que la experiencia religiosa sea punto de referencia para una sociedad fraterna y pacífica y nunca motivo de incomprensión y de choque.
A este respecto cabe mencionar la construcción de un túnel subterráneo ―el túnel de la amistad―, que comunica la Mezquita Istiqlal con la Catedral de Santa María de la Asunción. Se trata de un signo elocuente, que permite que estos dos grandes lugares de culto estén no sólo “uno frente al otro”, sino también “comunicados” entre sí. En efecto, este pasaje permite un encuentro, un diálogo, una posibilidad real de «descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos […], de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad,en una caravana solidaria, en una santa peregrinación» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 87). Los animo a continuar por este camino: que todos, todos juntos, cultivando cada uno la propia espiritualidad y practicando la propia religión, podamos caminar en la búsqueda de Dios y contribuir a construir sociedades abiertas, cimentadas en el respeto recíproco y en el amor mutuo, capaces de aislar las rigideces, los fundamentalismos y los extremismos, que son siempre peligrosos y nunca justificables.
En esta perspectiva, simbolizada por el túnel subterráneo, quisiera dejarles dos consignas, para impulsar el camino de la unidad y de la armonía que ya han iniciado.
La primera es ver siempre en profundidad, porque solamente así se puede encontrar lo que une, más allá de las diferencias. En efecto, mientras en la superficie se encuentran las áreas de la mezquita y de la catedral, bien delimitadas y frecuentadas por sus respectivos feligreses, bajo la tierra, a lo largo del túnel, esas mismas personas diferentes se encuentran y pueden acceder al mundo religioso de los otros. Esta imagen nos recuerda algo importante: que los aspectos visibles de las religiones ―los ritos, las prácticas, etc.― son un patrimonio tradicional que hay que proteger y respetar; pero lo que está “debajo”, lo que corre bajo tierra, como el “túnel de la amistad”, podríamos decir la raíz común de todas las sensibilidades religiosas es una sola: la búsqueda del encuentro con lo divino, la sed de infinito que el Altísimo ha puesto en nuestro corazón, la búsqueda de una alegría más grande y de una vida más fuerte que la muerte, que anima el viaje de nuestras vidas y nos impulsa a salir de nosotros mismos para ir al encuentro de Dios. Recordemos esto: mirando en profundidad, percibiendo lo que fluye en lo más íntimo de nuestra vida, el deseo de plenitud que vive en lo más profundo de nuestro corazón, descubrimos que todos somos hermanos, todos peregrinos, todos en camino hacia Dios, más allá de lo que nos diferencia.
La segunda invitación es cuidar las relaciones. El túnel fue construido de una parte a la otra para crear una conexión entre dos lugares diferentes y alejados. Esto es lo que hace el pasaje subterráneo: conecta, crea un enlace. A veces pensamos que el encuentro entre las religiones se trate de una cuestión que tiene que ver sólo con buscar, a toda costa, puntos en común entre las diferentes doctrinas y confesiones religiosas. En realidad, puede pasar que un planteamiento de ese tipo termine por dividirnos, porque las doctrinas y los dogmas de cada experiencia religiosa son diferentes. Lo que realmente nos acerca es crear una conexión entre nuestras diferencias, ocuparnos de cultivar lazos de amistad, de atención, de reciprocidad. Son relaciones en las que cada uno se abre al otro, en los que nos comprometemos a buscar juntos la verdad, aprendiendo de la tradición religiosa del otro; ayudándonos en las necesidades humanas y espirituales. Son vínculos que nos permiten trabajar juntos, caminar unidos en la consecución de algún objetivo, en la defensa de la dignidad del hombre, en la lucha contra la pobreza, en la promoción de la paz. La unidad nace de los vínculos personales de amistad, del respeto recíproco, de la defensa mutua de los espacios y las ideas ajenas. Ojalá que puedan siempre cuidar de ello.
Queridos hermanos y hermanas, “promover la armonía religiosa para el bien de la humanidad” es la inspiración que estamos invitados a seguir y que le da también título a la Declaración conjunta preparada para esta ocasión. En ella asumimos con responsabilidad las grandes, y algunas veces, dramáticas crisis que amenazan el futuro de la humanidad, particularmente las guerras y conflictos, desafortunadamente alimentados también por las instrumentalizaciones religiosas; pero también la crisis medioambiental, que se ha convertido en un obstáculo para el crecimiento y la convivencia de los pueblos. Y ante este escenario, es importante que los valores comunes a todas las tradiciones religiosas se promuevan y se refuercen, ayudando a la sociedad a «erradicar la cultura de la violencia y de la indiferencia» (Declaración conjunta de Istiqlal) y a promover la reconciliación y la paz.
Les agradezco este camino común que llevan adelante. Indonesia es un gran país, un mosaico de culturas, etnias y tradiciones religiosas; una riquísima diversidad que se refleja también en la variedad del ecosistema y del ambiente circundante. Y si es cierto que poseen la mina de oro más grande del mundo, sepan que el tesoro más valioso es la voluntad de que las diferencias no sean motivo de conflicto, sino que se encuentren armónicamente en la concordia y el respeto recíproco. La armonía, es esto que hacen ustedes. No pierdan este don. No vayan a perder nunca esta riqueza tan grande, es más, cultívenla y transmítanla sobre todo a los jóvenes. Que nadie ceda al atractivo del integrismo y de la violencia; que, en cambio, todos estén fascinados con el sueño de una sociedad y de una humanidad libre, fraterna y pacífica.
Gracias, gracias por su sonrisa gentil, que esplende siempre en sus rostros, y que es signo de vuestra belleza y apertura interior. Que Dios les conceda este don. Con su ayuda y su bendición vayan adelante, Bhinneka Tunggal Ika, unidos en la diversidad. Gracias.
Encuentro con asistentes de realidades benéficas
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Estoy muy contento de encontrarme con ustedes. Los saludo a todos, y en particular al Presidente de la Conferencia Episcopal de Indonesia, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido. Agradezco también a Mimi y a Andrew por los testimonios que nos han compartido.
Me parece muy bien que los obispos indonesios hayan elegido celebrar el centenario de su Conferencia nacional junto con ustedes. Gracias, gracias. Les agradezco esta elección. Gracias señor Presidente, se ve que tu espíritu cartujo nos ayuda a realizar estas cosas.
Ustedes son pequeñas estrellas luminosas en el cielo de este archipiélago, ustedes que son los miembros más valiosos de esta Iglesia, sus “tesoros”, como enseñaba el diácono y mártir san Lorenzo desde los primeros siglos del cristianismo. A este propósito, quiero señalar que comparto plenamente lo que ha dicho Mimi: Dios “ha creado los seres humanos con capacidades únicas para enriquecer la diversidad de nuestro mundo” -lo has hecho muy bien Mimi, gracias-. Y ella misma nos lo ha demostrado, hablándonos de Jesús de un modo maravilloso, llamándolo “nuestro faro de esperanza”. Gracias por esto.
Afrontar juntos las dificultades, dar cada uno lo mejor de sí es un aporte irrepetible que nos enriquece y nos ayuda a descubrir, día a día, cuánto vale nuestro estar juntos en el mundo, en la Iglesia y en la familia. Nos lo ha recordado Andrew, a quien además felicitamos por su participación en los juegos paralímpicos. ¡Muy bien! Démosle un gran aplauso a Andrew.
Y otro aplauso también para todos nosotros, que estamos llamados a ser, unidos, “campeones del amor” en las grandes “olimpíadas” de la vida. Un aplauso a todos nosotros.
Queridos amigos, todos necesitamos de los demás, y esto no es algo malo; al contrario, nos ayuda a entender cada vez mejor que el amor es lo más importante de nuestra existencia (cf. 1 Co 13,13) y a darnos cuenta de cuántas personas buenas nos rodean.
Nos recuerda, además, cuánto nos quiere el Señor, a todos, más allá de cualquier límite y dificultad (cf. Rm 8,35-39). Cada uno de nosotros es único a sus ojos, a los ojos del Señor, y Él no nos olvida nunca. Nunca, recordémoslo, para tener viva la esperanza y para que de nuestra parte no falte el compromiso para hacer de la propia vida un don para los demás, sin desfallecer jamás (cf. Jn 15,12-13).
Gracias. Gracias por este encuentro y por lo que hacen, todos juntos. Los bendigo y rezo por ustedes. Y también ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias. Hoy quisiera felicitar a esa mamá que no pudo venir, está en cama. Pero como hoy cumple 87 años, le enviamos nuestras felicitaciones desde aquí, todos juntos.
Santa Misa en el estadio “Gelora Bung Karno”
El encuentro con Jesús nos llama a vivir dos actitudes fundamentales, que nos hacen capaces de llegar a ser sus discípulos. La primera actitud es escuchar la Palabra y la segunda es vivir la Palabra. Primero escucharla, porque todo nace de la escucha, de abrirse a Él, de acoger el don precioso de su amistad. Pero después es importante vivir la Palabra recibida, para no ser oyentes superficiales que se engañan a sí mismos (cf. St 1,22), para no arriesgarnos a escuchar sólo con los oídos sin que la semilla de la Palabra llegue al corazón y cambie nuestro modo de pensar, de sentir y de actuar, y esto no es bueno. La Palabra que se nos da y que escuchamos tiene que hacerse vida, transformar la vida, encarnarse en nuestra vida.
Estas dos actitudes esenciales: escuchar la Palabra y vivir la Palabra, podemos contemplarlas en el Evangelio que se acaba de proclamar.
En primer lugar, escuchar la Palabra. El evangelista narra que mucha gente acudía a Jesús y que «la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios» (Lc 5,1). Lo buscaban, tenían hambre y sed de la Palabra del Señor y la oyeron resonar en las palabras de Jesús. Por eso, esta escena, que se repite tantas veces en el Evangelio, nos dice que el corazón del hombre está siempre en búsqueda de una verdad que sea capaz de alimentar y saciar su deseo de felicidad, que no podemos conformarnos sólo con las palabras humanas, con los criterios de este mundo o con sus juicios mundanos. Necesitamos siempre una luz que venga de lo alto para iluminar nuestro camino, un agua viva que pueda calmar la sed de los desiertos del alma, un consuelo que no defrauda porque proviene del cielo y no de las cosas efímeras del mundo. En medio del aturdimiento y la vanidad de las palabras humanas, hermanos y hermanas, necesitamos la Palabra de Dios, la única que sirve de brújula en nuestro camino, la única que, frente a tantas heridas y pérdidas, es capaz de devolvernos al significado auténtico de la vida.
Hermanos y hermanas, no olvidemos esto: la primera tarea del discípulo —todos nosotros somos discípulos— no es la de vestir el hábito de una religiosidad exteriormente perfecta, ni de hacer cosas extraordinarias o dedicarse a grandes proyectos. No. Por el contrario, la primera tarea, el primer paso, consiste en saber ponerse a la escucha de la única Palabra que salva, la de Jesús, como podemos ver en el episodio del Evangelio cuando el Maestro sube a la barca de Pedro para distanciarse un poco de la orilla y así poder predicar mejor a la gente (cf. Lc 5,3). Nuestra vida de fe comienza cuando acogemos humildemente a Jesús en la barca de nuestra existencia, cuando le hacemos un espacio, cuando nos ponemos a la escucha de su Palabra y dejamos que esta nos interpele, nos agite y nos cambie.
Asimismo, hermanos y hermanas, la Palabra del Señor nos pide que la encarnemos concretamente en nosotros, por eso estamos llamados a vivir la Palabra. Sólo repetir la Palabra, sin vivirla, nos convierte en pagayos. Sí, la decimos, pero no la entendemos, no la vivimos. En efecto, después de que Jesús terminó de predicar a la multitud desde la barca, se dirigió a Pedro y lo exhortó a asumir el riesgo de apostar por esa Palabra: «Navega mar adentro, y echen las redes» (Lc 5,4). La Palabra del Señor no puede permanecer como una bonita idea abstracta, o suscitar sólo la emoción del momento, más bien nos pide que cambiemos nuestra mirada, que nos dejemos transformar el corazón a imagen del de Cristo; la Palabra nos llama a echar con valentía las redes del Evangelio en medio del mar del mundo, “corriendo el riesgo”, sí, corriendo el riesgo de vivir el amor que Él nos ha enseñado y ha vivido primero. También a nosotros, hermanos y hermanas, con la fuerza abrasante de su Palabra, el Señor nos pide ir mar adentro, alejándonos de las orillas pantanosas de los malos hábitos, de los miedos y de las mediocridades, para atrevernos a emprender una nueva vida. Al diablo le gusta la mediocridad, porque se introduce en nosotros y nos arruina.
Por supuesto, nunca faltan los obstáculos y las excusas para decir que no. Pero fijémonos en la actitud de Pedro: había pasado una noche difícil en la cual no había pescado nada, estaba enfadado, estaba cansado, estaba decepcionado; sin embargo, en vez de quedarse paralizado en ese vacío y bloqueado por su fracaso, dice: «Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes» (Lc 5,5). Si tú lo dices, echaré las redes. Y entonces sucede lo insólito, el milagro de una barca que se llena de pescados a tal grado que casi se hunde (cf. Lc 5,7).
Hermanos y hermanas, frente a las numerosas ocupaciones de nuestra vida cotidiana; ante la llamada, que todos sentimos, de construir una sociedad más justa, de avanzar en el camino de la paz y del diálogo —este camino que aquí en Indonesia se ha propuesto desde hace tiempo—, a veces podemos sentirnos insuficientes, sentir el peso de tanto compromiso que no siempre da los frutos esperados o de nuestros errores que parecen frenar el camino. Pero con la misma humildad y la misma fe de Pedro, también a nosotros se nos pide que no permanezcamos encerrados en nuestros fracasos. Esto es algo muy feo, porque los fracasos nos abruman y nos pueden hacer sus prisioneros. No, por favor, no permanezcamos prisioneros de nuestros fracasos. En vez de permanecer con nuestra mirada fija en nuestras redes vacías, miremos a Jesús y confiemos en Él. No mires tus redes vacías, mira a Jesús, mira a Jesús. Él te hará caminar, Él te guiará, confía en Él. Siempre podemos arriesgarnos a ir mar adentro y volver a echar las redes, aun cuando hayamos pasado a través de la noche del fracaso, a través del tiempo de la desilusión en el cual no hayamos sacado nada. Ahora, haré un pequeño momento de silencio y cada uno de ustedes piense en sus propios fracasos. [pausa] Y mirando estos fracasos, arriesguémonos, sigamos adelante con la valentía de la Palabra de Dios.
Santa Teresa de Calcuta, cuya memoria hoy celebramos, que incansablemente cuidó a los más pobres y se hizo promotora de la paz y del diálogo, decía: “Cuando no tengamos nada que dar, demos ese nada. Y recuerda: aunque no tengas nada que cosechar, no te canses nunca de sembrar”. Hermano y hermana, no te canses jamás de sembrar, porque esto es vida.
Esto, hermanos y hermanas, quisiera decírselo también a ustedes, a esta nación, a este maravilloso y variado archipiélago, no se cansen de zarpar no se cansen de echar las redes, no se cansen de soñar no se cansen de soñar y de seguir construyendo una civilización de paz. Atrévanse siempre a soñar en la fraternidad, la cual es un verdadero tesoro entre ustedes. Con la Palabra del Señor, los animo a sembrar amor, a recorrer confiados el camino del diálogo, a seguir manifestando vuestra bondad y amabilidad con la sonrisa típica que los caracteriza ¿Les han dicho que son un pueblo sonriente? Por favor, no pierdan la sonrisa y sigan adelante. Y sean constructores de paz. Sean constructores de esperanza.
Este es el deseo expresado recientemente por los obispos del país, y es el deseo que yo también quiero dirigir a todo el pueblo indonesio: caminen juntos por el bien de la sociedad y de la Iglesia. Sean constructores de esperanza. Escúchenme bien, sean constructores de esperanza. Esa esperanza del Evangelio que no defrauda (cf. Rm 5,5), que nunca defrauda y que nos abre a la alegría que no tiene fin. Muchas gracias.
AGRADECIMIENTO al final de la Santa Misa
Agradezco al cardenal Ignatius, como también al Presidente de la Conferencia Episcopal y a los demás pastores de la Iglesia en Indonesia, que junto con los presbíteros y diáconos sirven al pueblo santo de Dios en este gran país. Le doy las gracias a las religiosas, a los religiosos y a todos los voluntarios; y con mucho afecto a los ancianos, a los enfermos y a cuantos sufren, que han ofrecido sus oraciones. ¡Gracias!
Mi visita en medio de ustedes llega a su fin y quiero expresar mi gozosa gratitud por la exquisita acogida que me han brindado. La renuevo al señor Presidente de la República, que hoy está aquí presente, a las demás autoridades civiles y a las fuerzas del orden, y la hago extensiva a todo el pueblo indonesio.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles se dice que el día de Pentecostés hubo una gran algarabía en Jerusalén. Y todos predicaban el Evangelio con gran entusiasmo. Queridos hermanos y hermanas, ¡hagan lío!, ¡hagan lío!
El Señor los bendiga. ¡Gracias!
Sábado, 7 de septiembre de 2024 Port Moresby
Reunión con las autoridades, la sociedad civil y el cuerpo diplomático en la APEC Haus
Señor Gobernador General,
señor Primer Ministro,
distinguidos representantes de la sociedad civil,
señores embajadores,
señores y señoras:
Me siento contento de estar hoy aquí con ustedes y de poder visitar Papúa Nueva Guinea. Agradezco al Gobernador General sus cordiales palabras de bienvenida y a todos ustedes por la cálida acogida que me han brindado. Dirijo mi saludo a todos los habitantes del país, deseándoles paz y prosperidad. Y expreso desde ahora mi gratitud a las autoridades por la ayuda que prestan a muchas actividades de la Iglesia, en un espíritu de mutua colaboración para el bien común.
En vuestra patria —un archipiélago con cientos de islas— se hablan más de ochocientas lenguas, correspondientes a otros tantos grupos étnicos. Esto pone de relieve una extraordinaria riqueza cultural y humana, y les confieso que se trata de un aspecto que me cautiva mucho, también a nivel espiritual, porque imagino que esta enorme variedad sea un desafío para el Espíritu Santo, que crea la armonía de las diferencias.
Así pues, vuestro país, además de islas y lenguas, también es rico en recursos de la tierra y de las aguas. Estos bienes están destinados por Dios a toda la colectividad y, aunque para su explotación sea necesario recurrir a competencias más amplias y a grandes empresas internacionales, es justo que se tenga debidamente en cuenta en la distribución de los ingresos y la utilización de la mano de obra las necesidades de las poblaciones locales, de manera que se produzca una mejora efectiva de sus condiciones de vida.
Esta riqueza ambiental y cultural representa, al mismo tiempo, una gran responsabilidad, porque compromete a todos, gobernantes y ciudadanos juntos, a favorecer todas las iniciativas oportunas para valorizar los recursos naturales y los recursos humanos, de tal modo que se pueda dar vida a un desarrollo sostenible y equitativo, que promueva el bienestar de todos, sin excluir a nadie, a través de programas concretamente ejecutables y mediante la cooperación internacional, en un marco de respeto recíproco y con acuerdos beneficiosos para todos.
La condición necesaria para lograr dichos resultados duraderos es la estabilidad de las instituciones, que se ve favorecida por la concordia sobre determinados puntos esenciales entre las diferentes concepciones y sensibilidades presentes en la sociedad. Aumentar la solidez institucional y construir un consenso sobre las metas fundamentales es, de hecho, un requisito previo para el desarrollo integral y solidario, que también exige una visión a largo plazo y un clima de cooperación entre todos, sin detrimento de la distinción de los roles y en la diferencia de las opiniones.
Hago votos, en particular, por el cese de las agresiones tribales, que desgraciadamente causan muchas víctimas, no permiten vivir en paz y obstaculizan el desarrollo. Por ello, apelo al sentido de responsabilidad de todos para que se detenga la espiral de violencia y se emprenda decididamente el camino que conduce a una cooperación fructífera, en beneficio de todos los habitantes del país.
En el clima generado por estas actitudes, la cuestión del status de la isla de Bougainville también podrá encontrar una solución definitiva, evitando el resurgimiento de antiguas tensiones.
Consolidando la concordia sobre los cimientos de la sociedad civil y con la disponibilidad de cada uno a sacrificar algo de las propias posiciones en beneficio del bien de todos, será posible poner en marcha las fuerzas esenciales para mejorar la infraestructura, para abordar las necesidades sanitarias y educativas de la población y aumentar las oportunidades de trabajo digno.
Sin embargo ―aunque a veces lo olvidamos―, el ser humano, además de lo indispensable para vivir, necesita tener una gran esperanza en el corazón, que lo ayude a vivir bien, le dé el gusto y la fortaleza para acometer proyectos de amplio alcance y le permita elevar la mirada hacia lo alto y hacia horizontes más extensos.
Sin esta tregua del alma, la abundancia de bienes materiales no es suficiente para dar vida a una sociedad vital y serena, trabajadora y alegre; al contrario, hace que se cierre sobre sí misma. La aridez del corazón le hace perder el rumbo y olvidar la recta escala de valores, le quita impulso y la bloquea ―como pasa en algunas sociedades opulentas―, hasta el punto que la hace perder la esperanza en el porvenir y no encuentra más las razones para transmitir la vida.
Por esta razón, es necesario orientar el espíritu hacia realidades más grandes; es preciso que nuestros comportamientos estén sustentados por una fuerza interior que los proteja del riesgo de corromperse y de perder, a lo largo del camino, la capacidad de reconocer el significado del propio actuar y de realizarlo con dedicación y constancia.
Los valores del espíritu influencian en gran medida la construcción de la ciudad terrena y de todas las realidades temporales, infunden un alma ―por así decirlo―, inspiran y fortalecen todo proyecto. Nos lo recuerda también el logo y el lema de mi visita a Papúa Nueva Guinea. El lema expresa todo con una sola palabra: “Pray” – “Rezar”. Quizá algunos, demasiado observantes de lo “políticamente correcto”, puedan sorprenderse por esta elección, pero en realidad se equivocan, porque un pueblo que reza tiene futuro, sacando fuerza y esperanza de lo alto. Y también el emblema del ave del paraíso, en el logotipo del viaje, es símbolo de libertad, de esa libertad que nada ni nadie puede sofocar porque es interior, y está custodiada por Dios, que es amor y quiere que sus hijos sean libres.
A todos los que se profesan cristianos ―que son la gran mayoría de vuestro pueblo― los exhorto vivamente a que no reduzcan jamás la fe a una observancia de ritos y preceptos, sino a que ésta consista en el amor, en amar y seguir a Jesucristo, y pueda convertirse en cultura vivida, inspirando las mentes y las acciones, transformándose en un faro de luz que ilumine el trayecto. De este modo, la fe podrá ayudar a la sociedad entera a crecer y encontrar soluciones, buenas y eficaces, a sus grandes desafíos.
Ilustres señoras y señores, he venido aquí para animar a los fieles católicos a que prosigan su camino y a confirmarlos en la fe. He venido a alegrarme con ellos por los progresos que están haciendo y a compartir sus dificultades; estoy aquí, como diría san Pablo, para «aumentarles el gozo» (2 Co 1,24).
Felicito a las comunidades cristianas por las obras de caridad que llevan a cabo en el país, y las exhorto a buscar siempre la cooperación con las instituciones públicas y con todas las personas de buena voluntad, empezando por los hermanos y hermanas pertenecientes a otras confesiones cristianas y a otras religiones, por el bien común de todos los ciudadanos de Papúa Nueva Guinea.
El luminoso testimonio del beato Pedro To Rot ―como dijo san Juan Pablo II durante la misa de su beatificación―, “nos enseña a ponernos generosamente al servicio de los demás para que la sociedad se desarrolle en honestidad y justicia, en armonía y solidaridad” (cf. Homilía, Puerto Moresby, 17 enero 1995). Que su ejemplo, junto con el del beato Juan Mazzucconi, del P.I.M.E., y el de todos los misioneros que han anunciado el Evangelio en esta tierra vuestra, les den fuerza y esperanza.
Que san Miguel Arcángel, patrono de Papúa Nueva Guinea, vele siempre por ustedes y los defienda de todo peligro, proteja a las autoridades y a todos los ciudadanos de este país.
Excelencia, usted ha hablado de las mujeres. No olvidemos que son ellas las que llevan adelante un país. Las mujeres tienen la fuerza de dar vida, construir, hacer crecer un país. No olvidemos a las mujeres, que están en primer lugar en del desarrollo humano y espiritual.
Excelencia, señoras y señores:
Comienzo mi visita entre ustedes con alegría. Les doy las gracias por haberme abierto las puertas de su hermoso país, tan lejos de Roma y, sin embargo, tan cerca del corazón de la Iglesia católica. Porque en el corazón de la Iglesia está el amor de Jesucristo, que en la cruz abrazó a todos los hombres. Su Evangelio es para todos los pueblos, no está atado a ningún poder terrenal, sino que es libre para poder fecundar todas las culturas y hacer crecer en el mundo el Reino de Dios. El Evangelio se incultura y las culturas tienen que ser evangelizadas. Que este Reino de Dios encuentre plena acogida en esta tierra, para que todos los pueblos de Papúa Nueva Guinea, con la variedad de sus tradiciones, convivan en armonía y den al mundo un signo de fraternidad. Muchas gracias.
Visita a los niños de "Ministerio de Calle" y "Servicios de Callan"
Felicitaciones a todos ustedes que cantaron y bailaron. ¡Lo hacen muy bien!
Queridas hermanas y hermanos, buenas tardes.
Saludo a Su Eminencia, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido. Agradezco también a la superiora de la comunidad, a la directora, a los laicos y religiosos, y a todos los presentes, especialmente a ustedes, niños, que son estupendos.
Me alegra encontrarme con ustedes y compartir este momento festivo. Agradezco también a sus compañeros, que me han hecho dos preguntas difíciles.
Uno de ellos me ha preguntado: “¿Por qué no soy como los demás?”. En verdad, la única respuesta que encuentro a esta pregunta es: “porque ninguno de nosotros es como los demás, porque todos somos únicos delante de Dios”. Por eso, no sólo reafirmo que “hay esperanza para todos” —como se ha dicho— sino que agrego también que cada uno de nosotros tiene un papel y una misión en el mundo que nadie más puede llevar a cabo, y aunque esto trae consigo penurias, al mismo tiempo produce mucha alegría, de un modo distinto para cada uno.La paz y el gozo son para todos.
Ciertamente todos tenemos límites, hay cosas que sabemos hacer mejor y otras que en cambio nos cuestan o que no somos capaces de hacer nunca, sin embargo, esto no determina nuestra felicidad. Es más bien el amor que ponemos en todo lo que hacemos, damos o recibimos. Dar amor, siempre, acoger con los brazos abiertos el amor que recibimos de las personas que nos quieren. Esto es lo más bonito y lo más importante de nuestra vida, en cualquier condición y para cualquier persona, incluso para el Papa, ¿lo sabían? Nuestra alegría no depende de nada más, nuestra alegría depende del amor.
Y esto nos lleva a la otra pregunta: “¿Cómo podemos hacer más hermoso y feliz nuestro mundo?”. Desde luego que con la misma “receta”, aprendiendo día a día a amar a Dios y a los demás con todo el corazón y procurando aprender —incluso en la escuela— todo lo que podamos, para así hacerlo de la mejor manera, estudiando y esforzándonos al máximo en cada oportunidad que se nos presenta para crecer, mejorar y perfeccionar nuestros talentos y capacidades.
¿Alguna vez han visto cómo se prepara un gato cuando tiene que hacer un gran salto? Primero se concentra y apunta todos sus esfuerzos y músculos en la dirección correcta. Y quizá lo hace tan rápido que ni siquiera lo notamos, pero lo hace. Y así también nosotros debemos concentrar todas nuestras fuerzas dirigiéndolas hacia una meta, que es el amor a Jesús —y, en Él, a todos los hermanos y hermanas que encontramos en el camino—, para luego con impulso colmar todo y a todos con nuestro afecto. En este sentido, ninguno de nosotros es “una carga” —como han dicho—, todos somos hermosos regalos de Dios, un tesoro los unos para los otros.
Gracias, niños, muchas gracias por este encuentro y gracias a todos ustedes, que aquí trabajan juntos con amor. Conserven esta luz siempre encendida como signo de esperanza, no sólo para ustedes, sino para todos aquellos con quienes se encuentran e incluso para nuestro mundo, a veces tan egoísta y preocupado por las cosas banales. Mantengan encendida la luz del amor y, por favor, recen también por mí.
Encuentro con los obispos de Papúa Nueva guinea y de las Islas Salomón, sacerdotes, diáconos, los consagrados, las consagradas, los seminaristas y catequistas en el Santuario de María Auxiliadora
Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.
Los saludo a todos con afecto, a los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y catequistas. Agradezco las palabras del Presidente de la Conferencia Episcopal, así como los testimonios de James, Gracia, sor Lorena y don Emmanuel.
Estoy contento de estar aquí, en esta hermosa iglesia salesiana. Los salesianos saben hacer bien las cosas. ¡Los felicito! Este es un Santuario diocesano dedicado a María, Auxilio de los cristianos; María Auxiliadora —yo fui bautizado en una parroquia de María Auxiliadora en Buenos Aires—, un título tan querido por san Juan Bosco; o María Helpim, como ustedes cariñosamente la invocan aquí. Cuando, en 1844, la Virgen inspiró a don Bosco la construcción de una iglesia en su honor, en Turín, le hizo esta promesa: “Aquí está mi casa, desde aquí saldrá mi gloria”. La Virgen le prometió que, si tenía el arrojo de empezar a construir aquel santuario, le sobrevendrían gracias abundantes. Y así sucedió: la iglesia se construyó y es estupenda, ¡aunque es más linda la de Buenos Aires!, y esta iglesia se ha convertido en un centro de irradiación del Evangelio, de formación de los jóvenes y de caridad; en un punto de referencia para muchas personas.
Así pues, este hermoso santuario en el que nos encontramos, inspirado en esa historia, puede ser un símbolo también para nosotros, sobre todo si hacemos referencia a tres aspectos de nuestro camino cristiano y misionero, como lo han resaltado los testimonios que hemos escuchado: la valentía de empezar, la belleza de existir y la esperanza de crecer.
Primero, la valentía de empezar. Los constructores de esta iglesia comenzaron la obra haciendo un gran acto de fe, que dio sus frutos, pero que sólo fue posible gracias a otros muchos inicios valientes de sus predecesores. Los misioneros llegaron a este país a mediados del siglo XIX y los primeros pasos de su labor no fueron fáciles; de hecho, algunos intentos fracasaron. A pesar de eso no se rindieron, sino que con gran fe y celo apostólico continuaron predicando el Evangelio y sirviendo a sus hermanos y hermanas, recomenzando muchas veces a partir de los fracasos y pasando por muchos sacrificios.
Así nos lo recuerdan estos vitrales —que ahora no se ven porque es de noche—, a través de los cuales la luz del sol nos sonríe en los rostros de los santos y beatos: mujeres y hombres de todas las procedencias, vinculados a la historia de vuestra comunidad, como Pedro Chanel; Juan Mazzucconi y Pedro To Rot, mártires de Nueva Guinea; y luego Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, María de la Cruz MacKillop, María Goretti, Laura Vicuña, Ceferino Namuncurá, Francisco de Sales, Juan Bosco y María Dominga Mazzarello. Todos hermanos y hermanas que, de distintas maneras y en tiempos diferentes, comenzando y recomenzando tantas veces obras y caminos, han contribuido a llevar el Evangelio entre ustedes, con una riqueza multicolor de carismas, animados por el mismo Espíritu y por la misma caridad de Cristo (cf. 1 Co 12,4-7; 2 Co 5,14). Gracias a ellos, a sus “salidas” y “recomienzos”,—los misioneros son mujeres y hombres “en salida”, y cuando regresan “vuelven a salir”. Esta es la vida del misionero, salir y volver a salir—, es gracias a ellos que estamos aquí y, aun a pesar de los desafíos que no faltan hoy en día, seguimos adelante, sin miedo, —no estoy seguro que sea siempre sin miedo—, sabiendo que no estamos solos, porque es el Señor quien actúa en nosotros y con nosotros (cf. Ga 2,20), haciéndonos —como a ellos— instrumentos de su gracia (cf. 1 P 4,10). Esta es nuestra vocación, ser instrumentos.
En este sentido, y a la luz de lo que hemos escuchado, quisiera indicarles un rumbo importante hacia el cual dirigir sus “salidas”: el de las periferias de este país. Me refiero en concreto a las personas de los sectores más desfavorecidos de las poblaciones urbanas, así como a aquellas que viven en las zonas más remotas y abandonadas, donde a menudo falta lo indispensable. Pienso también en las personas marginadas y heridas, tanto moral como físicamente, a causa de los prejuicios y las supersticiones, en ocasiones, hasta el punto de arriesgar la propia vida, como nos lo recordaban James y sor Lorena. La Iglesia quiere estar particularmente cercana a estos hermanos y hermanas, porque en ellos, Jesús está presente de un modo especial (cf. Mt 25,31-40), y donde está Él —nuestra cabeza— allí estamos también nosotros, que pertenecemos al mismo cuerpo, «[el cual] recibe unidad y cohesión, gracias a los ligamentos que lo vivifican y a la acción armoniosa de todos los miembros» (Ef 4,16).Y por favor, no olviden: ¡cercanía, cercanía! Ustedes saben que las tres actitudes más bellas son la cercanía, la compasión y la ternura. Si una consagrada o un consagrado, un sacerdote, un obispo, los diáconos no son cercanos, no son compasivos y no son tiernos, no tienen el Espíritu de Jesús. No olviden esto: cercanía, compasión, ternura.
Y esto nos conduce al segundo aspecto, la belleza de existir. Esta se puede ver simbolizada en las conchas de kina con las que está decorado el presbiterio de esta iglesia, y que son signo de prosperidad. Las conchas nos recuerdan que, aquí, el tesoro más hermoso a los ojos del Padre somos nosotros, acurrucados en torno a Jesús, bajo el manto de María y unidos espiritualmente a todos los hermanos y hermanas que el Señor nos ha confiado y que no han podido venir; todos animados por el deseo de que el mundo entero conozca el Evangelio y de compartir con nosotros la fuerza y la luz.
James preguntó cómo se transmite el entusiasmo de la misión a los jóvenes. No creo que haya “técnicas” para esto. Sin embargo, una forma comprobada es la de cultivar y compartir con ellos nuestra alegría de ser Iglesia (cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de Inauguración de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, Aparecida, 13 mayo 2007), de ser un hogar acogedor hecho de piedras vivas, escogidas y preciosas, colocadas por el Señor unas junto a otras y cimentadas por su amor (cf. 1 P 2,4-5). Así pues, como nos lo ha recordado Grace al evocar la experiencia del Sínodo, si nos estimamos y nos respetamos unos a otros, y si nos ponemos al servicio de los demás, podemos mostrarles a ellos, y a cualquier persona que nos encontremos, lo hermoso que es seguir juntos a Jesús y anunciar su Evangelio.
La belleza de existir, por tanto, no se experimenta tanto en los grandes acontecimientos y momentos de éxito, sino más bien en la lealtad y el amor con que nos esforzamos por crecer juntos cada día.
Y así llegamos al tercer y último aspecto, la esperanza de crecer. En esta iglesia encontramos una interesante “catequesis en imágenes” del paso del Mar Rojo, con las figuras de Abraham, Isaac y Moisés: patriarcas fecundos por la fe, que por haber creído recibieron como don una descendencia numerosa (cf. Gn 15,5; 26,3-5; Ex 32,7-14). Y este es un signo importante, porque también a nosotros nos anima hoy a confiar en la fecundidad de nuestro apostolado, a seguir sembrando pequeñas semillas de bien en los surcos del mundo. Parecen acciones minúsculas, como un granito de mostaza, pero si tenemos confianza y no nos cansamos de esparcirlas, brotarán por la gracia de Dios, darán una cosecha abundante (cf. Mt 13,3-9) y producirán árboles capaces de dar cobijo a las aves del cielo (cf. Mc 4,30-32). Lo dice san Pablo, cuando nos recuerda que el crecimiento de lo que sembramos no es obra nuestra, sino del Señor (cf. 1 Co 3,7), y nos lo enseña nuestra Madre la Iglesia, al enfatizar que, incluso a través de nuestros esfuerzos, es Dios «quien hace que su Reino venga a la tierra» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 42). Por consiguiente, sigamos evangelizando, con paciencia, sin dejarnos desanimar por las dificultades y las incomprensiones, ni siquiera cuando éstas surjan donde menos quisiéramos encontrarlas; por ejemplo, en la familia, como hemos escuchado.
Queridos hermanos y hermanas, agradezcamos juntos al Señor por la forma en que se va arraigando y difundiendo el Evangelio en Papúa Nueva Guinea y en las Islas Salomón. Sigan así su misión, como testigos de la valentía, la belleza y la esperanza. No se olviden del estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. ¡Sigamos siempre adelante con este estilo del Señor! Les doy las gracias por lo que hacen, los bendigo a todos de corazón y les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí, porque lo necesito. ¡Gracias!
Domingo 8 de septiembre de 2024 Port Moresby - Vanimo
Santa Misa en el estadio “Sir John Guise”
Las primeras palabras que nos dirige hoy el Señor son: «¡Sean fuertes, no teman!» (Is 35,4). El profeta Isaías lo dice a todos aquellos que tienen el corazón quebrantado. De este modo, anima e invita a su pueblo para que, aún en medio de las dificultades y los sufrimientos, levante la mirada hacia un horizonte de esperanza y de futuro. Les dice que Dios viene a salvar, que Él vendrá y en aquel día «se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos» (Is 35,5).
Esta profecía se realiza en Jesús. En el relato de san Marcos, particularmente, se ponen en evidencia dos cosas: la lejanía del sordomudo y la cercanía de Jesús.
La lejanía del sordomudo. Este hombre se encontraba en una zona geográfica que, en el lenguaje actual, llamaríamos “periferia”. El territorio de la Decápolis se situaba al otro lado del Jordán y lejos de Jerusalén, que era el centro religioso. Pero ese hombre sordomudo experimentaba además otro tipo de lejanía; se encontraba lejos de Dios, estaba lejos de los hombres porque no tenía la posibilidad de comunicarse. Era sordo y por eso no podía escuchar a los demás, era mudo y a causa de ello no podía hablar con nadie. Este hombre era un marginado del mundo, estaba aislado, era un prisionero de su sordera y de su mudez y, por lo tanto, no podía abrirse para comunicarse con los demás.
Ahora bien, podemos leer esta condición de sordomudez en otro sentido, pues pudiera ocurrirnos que nos encontremos apartados de la comunión y de la amistad con Dios y con los hermanos cuando, más que los oídos y la lengua, sea el corazón el que esté obstruido. Existe una sordera interior y un mutismo del corazón que dependen de todo aquello que nos encierra en nosotros mismos, que nos cierra a Dios, nos cierra a los demás: el egoísmo, la indiferencia, el miedo a arriesgarse e involucrarse, el resentimiento, el odio, y la lista podría continuar. Todo esto nos aleja de Dios, nos aleja de los hermanos y también de nosotros mismos; y nos aleja de la alegría de vivir.
Hermanos y hermanas, ante esta lejanía, Dios responde con lo puesto, con la cercanía de Jesús. En su Hijo, Dios nos quiere mostrar sobre todo esto: que Él es el Dios cercano, el Dios compasivo, que cuida nuestra vida, que supera toda distancia. Y en el pasaje del Evangelio, en efecto, vemos cómo Jesús se dirige a esos territorios de las periferias saliendo de Judea para encontrarse con los paganos (cf. Mc 7,31).
Con su cercanía, Jesús sana la sordera, sana la mudez del hombre; en efecto, cuando nos sentimos alejados, y decidimos distanciarnos —de Dios, de los hermanos y de quienes son diferentes a nosotros—, entonces nos encerramos, nos atrincheramos en nosotros mismos y terminamos girando sólo entorno a nuestro yo, nos hacemos sordos a la Palabra de Dios y al grito del prójimo y, por lo tanto, incapaces de dialogar con Dios y con el prójimo.
Y ustedes hermanos y hermanas, que habitan en esta tierra tan lejana, tal vez tienen la impresión de estar separados, separados del Señor, separados de los hombres, y esto no es así, no: ¡ustedes están unidos, unidos en el Espíritu Santo, unidos en el Señor! Y el Señor dice a cada uno de ustedes: “Ábrete”. Esto es lo más importante: abrirse a Dios, abrirse a los hermanos, abrirse al Evangelio y hacer de él la brújula de nuestra vida.
También a ustedes hoy les dice el Señor: “¡Ánimo, no temas, pueblo papú! ¡Ábrete! Ábrete a la alegría del Evangelio, ábrete al encuentro con Dios, ábrete al amor de los hermanos”. Que ninguno de ustedes permanezca sordo y mudo frente a esta invitación. En este camino los acompaña el beato Juan Mazzucconi que, entre tantos inconvenientes y hostilidades, trajo a Cristo en medio de ustedes, para que ninguno quedara sordo frente al alegre mensaje de salvación, y a todos se les pudiera soltar la lengua para cantar el amor de Dios. Que así sea, hoy, también para ustedes.
Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Antes de concluir esta celebración, nos dirigimos a la Virgen María con la oración del Ángelus. A ella le encomiendo el camino de la Iglesia en Papúa Nueva Guinea y en las Islas Salomón. Que María, Auxilio de los cristianos —María Helpim— los acompañe y los proteja siempre; que fortalezca la unión de las familias; que haga hermosos y valientes los sueños de los jóvenes; que sostenga y consuele a los ancianos; que conforte a los enfermos y a los que sufren.
Y desde esta tierra tan bendecida por el Creador, quisiera invocar junto a ustedes, por intercesión de María Santísima, el don de la paz para todos los pueblos. En particular, lo pido para esta gran región del mundo entre Asia, Oceanía y el Océano Pacífico. Paz, paz para las naciones y también para la creación. No al armamentismo ni a la explotación de la casa común. Sí al encuentro entre los pueblos y las culturas; sí a la armonía del hombre con las criaturas.
María Helpim, Reina de la paz, ayúdanos a convertirnos a los designios de Dios, que son designios de paz y de justicia para la gran familia humana.
En este domingo, que es la fiesta litúrgica de la Natividad de María, nuestro pensamiento va al santuario de Lourdes, que por desgracia ha sido afectado por una inundación.
Encuentro con los fieles de la diócesis de Vanimo en la explanada frente a la Catedral de la Santa Cruz
Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.
Le agradezco al señor obispo las palabras que me ha dirigido. Saludo a las autoridades, a los sacerdotes, a las religiosas y religiosos, a los misioneros, a los catequistas, a los jóvenes, a los fieles ―algunos venidos desde muy lejos― y a ustedes, queridos niños. Le doy las gracias a María Joseph, Steven, sor Jaisha Joseph, David y María por lo que nos han compartido. Estoy contento de encontrarme en esta tierra maravillosa, tierra joven y misionera.
Como hemos escuchado, desde mediados del siglo XIX la misión en estas tierras nunca se ha interrumpido. Religiosas, religiosos, catequistas y misioneros laicos nunca han dejado de predicar la Palabra de Dios y de ofrecer ayuda a los hermanos en la atención pastoral, en la instrucción, en la asistencia médica y en muchos ámbitos más, debiendo afrontar no pocas dificultades, para ser instrumentos “de paz y de amor” para todos, como nos dijo sor Jaisha Joseph.
De esta manera, las escuelas, los hospitales y los centros misioneros testimonian alrededor nuestro que Cristo vino a traer salvación para todos, para que cada uno florezca en toda su belleza en beneficio del bien común (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 182).
Ustedes aquí son “expertos” de belleza porque están rodeados de ella. Viven en una tierra magnífica, rica en una gran variedad de plantas y aves, donde uno se queda con la boca abierta ante los colores, sonidos y olores, y el grandioso espectáculo de una naturaleza rebosante de vida, que evoca la imagen del Edén.
Sin embargo, esta riqueza se las confía el Señor como un signo y un instrumento, para que ustedes también puedan vivir así, unidos en armonía con Él y con los hermanos, respetando la casa común y cuidándose mutuamente (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, 1 septiembre 2019).
Mirando a nuestro alrededor, vemos cuán dulce es el panorama de la naturaleza. Pero volviendo a nosotros mismos, nos damos cuenta de que hay un espectáculo aún más hermoso: el de lo que crece en nosotros cuando nos amamos mutuamente, como nos lo han testimoniado David y María, hablando de su camino de esposos, en el sacramento del matrimonio. Y nuestra misión es precisamente ésta: difundir por doquier, mediante el amor de Dios y de nuestros hermanos, la belleza del Evangelio de Cristo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 120).
Hemos escuchado cómo algunos de ustedes, para hacer esto, afrontan largos viajes, para llegar incluso a las comunidades más lejanas, a veces dejando sus casas, como nos contó Steven. Llevan a cabo algo muy lindo, y es importante que no se queden solos, sino que toda la comunidad los apoye, para que puedan cumplir su mandato con serenidad, sobre todo cuando tienen que conciliar las exigencias de la misión con las responsabilidades familiares.
Sin embargo, también podemos ayudarles de otra manera, y es que cada uno de nosotros promueva el anuncio misionero allí donde vive (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 23), es decir, en la casa, en la escuela, en los ambientes de trabajo; para que, en todas partes, en la selva, en las aldeas o en los pueblos, a la belleza del paisaje corresponda la belleza de una comunidad en la que las personas se aman, como nos enseñó Jesús cuando dijo: «En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,35; cf. Mt 22,35-40).
Formaremos así, cada vez más, como una gran orquesta ―como tanto le gusta a María Joseph, nuestra violinista―, capaz, con sus notas, de acabar con las rivalidades, de vencer las divisiones ―personales, familiares y tribales―, de expulsar del corazón de las personas el miedo, la superstición y la magia; de terminar con los comportamientos destructivos como la violencia, la infidelidad, la explotación, el consumo de alcohol y drogas ―males que aprisionan y hacen infelices a tantos hermanos y hermanas, también aquí―.
No lo olvidemos: el amor es más fuerte que todo esto y su belleza puede sanar al mundo, porque tiene sus raíces en Dios (cf. Catequesis, 9 septiembre 2020). Por ello, debemos difundirlo y defenderlo, aun cuando hacerlo pueda costarnos alguna incomprensión, alguna oposición. Nos lo ha testimoniado, con sus palabras y su ejemplo, el beato Pedro To Rot ―esposo, padre, catequista y mártir de esta tierra―, que entregó su propia vida por defender la unidad de la familia de aquello que quería socavarle sus cimientos.
Queridos amigos: muchos turistas, después de haber visitado vuestro país, regresan a sus casas diciendo que han visto “el paraíso”. Se refieren, sobre todo, a los atractivos paisajísticos y medioambientales de los que han disfrutado. Sin embargo, sabemos, como hemos dicho, que el mayor tesoro no es ese. Hay otro, más bello y fascinante, que se encuentra en vuestros corazones y que se manifiesta en la caridad con la que se aman.
Este es el regalo más valioso que pueden compartir y dar a conocer a todos, haciendo famosa a Papúa Nueva Guinea no sólo por su variedad de flora y fauna, sus encantadoras playas y su mar cristalino, sino también y sobre todo por las personas buenas que allí se encuentran; y se lo digo especialmente a ustedes, niños, con vuestras sonrisas contagiosas y vuestra alegría desbordante, que fluye en todas direcciones. Ustedes son la imagen más hermosa que quienes parten de aquí pueden llevarse y conservar en el corazón.
Los animo, pues, a embellecer cada vez más esta tierra venturosa con vuestra presencia de Iglesia que ama. Los bendigo y rezo por ustedes. Y les pido, por favor, que también ustedes recen por mí. Gracias.