Adoctrina
ahora el Maestro a sus discípulos: les ha abierto la inteligencia, para que
entiendan las Escrituras y les toma por testigos de su vida y de sus milagros,
de su pasión y muerte, y de la gloria de su resurrección. (Luc., XXIV, 45 y
48.)
Después los lleva camino de Betania, levanta las manos y los bendice. —Y,
mientras, se va separando de ellos y se eleva al cielo (Luc., XXIV, 50), hasta
que le ocultó una nube. (Act., I, 9.)
Se fue Jesús con el Padre. —Dos Angeles de blancas vestiduras se aproximan a
nosotros y nos dicen: Varones de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? (Act.,
I, 11.)
Pedro y los demás vuelven a Jerusalén —cum gaudio magno— con gran
alegría. (Luc., XXIV, 52.) —Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el
homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los Angeles y de
todas las legiones de los bienaventurados de la Gloria.
Pero, tú y yo sentimos la orfandad: estamos tristes, y vamos a consolarnos con
María.
Santo Rosario, 2º Misterio de Gloria.
La fiesta de
la Ascensión del Señor nos sugiere también otra realidad; el Cristo que nos
anima a esta tarea en el mundo, nos espera en el Cielo. En otras palabras: la
vida en la tierra, que amamos, no es lo definitivo; pues
no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura
ciudad inmutable (Heb 13, 14).
Cuidemos, sin embargo, de no interpretar la Palabra de Dios en los límites de
estrechos horizontes. El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras
caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere
felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra
felicidad, que sólo El puede colmar enteramente.
En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de
la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a
Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a
día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de
vida, sencilla y fuerte en la que se funden y compenetran todas nuestras
acciones.
Cristo nos espera. Vivamos ya como ciudadanos del
cielo (Phi 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio
de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de
la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios. Perseveremos
en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta en número y en santidad
este ejército cristiano de paz, este pueblo de corredención. Seamos almas
contemplativas, con diálogo constante, tratando al Señor a todas horas; desde
el primer pensamiento del día al último de la noche, poniendo de continuo
nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a El por Nuestra Madre
Santa María y, por El, al Padre y al Espíritu Santo.
Si, a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un
amargo regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los Apóstoles:
entonces tornaron a Jerusalén... y oraban unánimemente... con María, la Madre
de Jesús (Act 1, 12-14).
Es Cristo que pasa, 126