Detente y adora: La visita al Santísimo

Esta práctica es una profunda expresión de fe y amor hacia Cristo en la Eucaristía. En medio del ajetreo cotidiano, nos ofrece una oportunidad de encontrarnos personalmente con Dios, descansar en su presencia y hallar en él consuelo y guía para nuestra vida diaria.

A san Josemaría le gustaba recordar cómo los ángeles participan en la adoración continua de Cristo, especialmente en su presencia sacramental. Este pensamiento le estimulaba a unirse a ese culto a través de algunas devociones eucarísticas; una de ellas es la visita al Santísimo.

Desde los primeros siglos, los cristianos han buscado modos de expresar su fe a través de prácticas de piedad aparte de los sacramentos, como la veneración de reliquias, sepulcros de mártires y lugares sagrados. Aunque las especies eucarísticas siempre han sido honradas incluso más allá de la celebración, no se convirtieron en objeto de veneración particular fuera de la Misa hasta principios del segundo milenio, en la liturgia romana. En este contexto, el Concilio Lateranense IV (1215) reafirmó la doctrina de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, condenó las enseñanzas de Berengario de Tours –quien negaba esta presencia– y subrayó la necesidad de adorar a Cristo en el Santísimo Sacramento.

Algunas órdenes religiosas, en particular los cistercienses, fomentaron esta devoción, y teólogos como santo Tomás de Aquino ayudaron a desarrollar la doctrina de la presencia real del Señor en la Eucaristía. Surgieron innovaciones litúrgicas que profundizaron la piedad eucarística, como la elevación de la hostia tras la consagración, la reserva eucarística y la práctica de la comunión espiritual, manifestaciones del creciente deseo de honrar al Santísimo.

Con la institución de la fiesta del Corpus Christi, celebrada por primera vez en Lieja en 1246 y extendida a toda la Iglesia mediante la bula Transiturus de hoc mundo del Papa Urbano IV, surgieron los primeros testimonios de la práctica de la visita al Santísimo. En este periodo, las beguinas, un grupo de mujeres que vivían en celdas construidas alrededor del ábside de la iglesia, con una abertura hacia el altar, seguían la regla de recitar de rodillas el saludo al Santísimo al levantarse, desde sus celdas. A lo largo de los siglos, la devoción hacia la Eucaristía se fortaleció, en parte gracias a la reserva del Santísimo en iglesias y capillas, lo que facilitaba el acceso de los fieles. El Concilio de Trento reafirmó la práctica de la adoración eucarística y promovió el culto al Santísimo Sacramento.

Los primeros sagrarios

«El sagrario (tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la Misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas» [1].

En esa toma de conciencia, tuvieron un papel importante las llamadas cofradías del Santísimo Sacramento, que garantizaban la reserva eucarística en las iglesias. Se extendieron por toda Europa durante la Baja Edad Media, con una notable proliferación en Italia, y se encargaron de promover la participación activa de los fieles en la adoración eucarística, destacándose por su apoyo a las procesiones del Corpus. En este marco, los barnabitas y san Antonio María Zaccaria tuvieron un papel relevante en la promoción del culto eucarístico, especialmente en la organización de las exposiciones del Santísimo.

Más adelante, surgió la devoción de las cuarenta horas, que, como su nombre indica, consistía en la exposición continua del Santísimo Sacramento durante ese tiempo, e invitaba a la meditación de la pasión de Cristo y a la oración de intercesión y desagravio. Comenzada en Milán y promovida por figuras como Carlos Borromeo, se expandió por Europa y fue consolidada en 1592 por el Papa Clemente VIII al instituir la Adoración Perpetua en Roma, contribuyendo así a la práctica de la visita al Santísimo.

La adoración de la criatura al Creador

Cuando los Magos llegaron a Belén, san Mateo relata: «Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). Este gesto manifiesta la actitud propia del ser humano que, al reconocerse criatura, se postra ante su Creador [2]. Adorar es más que un acto exterior; es una entrega del cuerpo y del alma, un reconocimiento profundo de nuestra total dependencia de Dios, ante quien nos inclinamos con respeto y sumisión absolutos, conscientes de que nuestra existencia solo tiene sentido en él [3].

Don Javier Echevarría lo expresaba diciendo que «caemos en adoración; actitud necesaria, porque solo así manifestamos adecuadamente que creemos que la Eucaristía es Cristo verdadera, real y sustancialmente presente con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad» [4]. También san Josemaría invitaba a tener esa disposición: «Agiganta tu fe en la sagrada Eucaristía. –¡Pásmate ante esa realidad inefable!: tenemos a Dios con nosotros, podemos recibirle cada día y, si queremos, hablamos íntimamente con él, como se habla con el amigo, como se habla con el hermano, como se habla con el padre, como se habla con el Amor» [5].

Algunos gestos nos ayudan a manifestar también con el cuerpo la adoración. Uno de ellos es «la genuflexión, que se hace doblando la rodilla derecha hasta la tierra, significa adoración; y por eso se reserva para el Santísimo Sacramento» [6]. Benedicto XVI lo señalaba diciendo que «la genuflexión ante el Santísimo Sacramento o el ponerse de rodillas durante la oración expresan precisamente la actitud de adoración ante Dios, también con el cuerpo. De ahí la importancia de no realizar este gesto por costumbre o de prisa, sino con profunda consciencia. Cuando nos arrodillamos ante el Señor confesamos nuestra fe en él, reconocemos que él es el único Señor de nuestra vida» [7].

Hoy en día, puede parecer que el hombre haya perdido el sentido de la adoración, la necesidad del culto en silencio. Sin embargo, el Papa Francisco comenta que «la Eucaristía es la respuesta de Dios al hambre más profunda del corazón humano, al hambre de vida verdadera: en ella Cristo mismo está realmente en medio de nosotros para nutrirnos, consolarnos y sostenernos en el camino» [8]. En el pan eucarístico encontramos lo que a fin de cuentas busca nuestro corazón pero que solo Dios puede dar: un amor incondicional que sacia plenamente nuestro deseo de amar y ser amado. En la adoración eucarística, podemos inclinarnos sobre el pecho del Señor, como el discípulo amado, y dejarnos abrazar por él. Porque al quedarse con nosotros en la Eucaristía, Dios demuestra que «no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, segunda persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones» [9].

La primera de las devociones

San Alfonso María de Ligorio recomendaba entre los cristianos la práctica de la visita al Santísimo Sacramento: «Entre todas las devociones, esta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros» [10]. Otros santos también han destacado como ejemplos de almas enamoradas del Señor en la Eucaristía. El Cura de Ars solía decir que si supiéramos lo que es el buen Jesús en el tabernáculo, no podríamos separarnos de él.

Un ejemplo más cercano en el tiempo es el de san Manuel González, un obispo que era conocido por promover la devoción eucarística de los sagrarios abandonados, hasta el punto de que pidió ser enterrado junto a un sagrario, «para que mis huesos, después de muerto, como mi lengua y mi pluma en vida, estén siempre diciendo a los que pasen: ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!» [11]. San Josemaría quiso recoger en un punto de Caminoel ruego que hacía don Manuel a unos sacerdotes que acababan de recibir la ordenación de sus manos: «“¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien!”, decía, entre lágrimas, un anciano prelado a los nuevos sacerdotes que acababa de ordenar. –“¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para clamar de este modo al oído y al corazón de muchos cristianos, de muchos!”» [12].

La costumbre de la visita también ha sido fomentada por el magisterio de los últimos papas. San Juan XXIII, al evocar precisamente la piedad eucarística del Cura de Ars, decía que «nada puede sustituir a la oración silenciosa y prolongada ante el altar. La adoración de Jesús, nuestro Dios; la acción de gracias, la reparación por nuestras culpas y por las de los hombres, la súplica por tantas intenciones que le están encomendadas, elevan (...) a un mayor amor hacia el Divino Maestro» [13]. San Juan Pablo II escribe: «¿Cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, hehecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» [14].

San Josemaría animaba a hacer de la Eucaristía el centro de la propia vida: «Lucha para conseguir que el santo sacrificio del altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...» [15]. Y hablaba a menudo de la necesidad de verla como un refugio donde el alma encuentra consuelo y fortaleza. La visita al Santísimo es, en cierto modo, un reflejo de ese deseo: un encuentro personal con Dios en medio de la jornada. A veces basta acercarse al sagrario unos instantes –incluso con la imaginación– para decirle al Señor que le amamos y que confiamos en él.

El fundador de la Obra cultivó esta devoción desde su juventud. En el seminario de Zaragoza, el horario incluía una breve visita al Santísimo en la iglesia después de comer, como acción de gracias. Sin embargo, en la capilla del seminario el Santísimo no estaba reservado de forma permanente hasta 1926, salvo en algunas festividades [16]. Durante algunos tiempos de recreo, san Josemaría hacía escapadas para visitar al Santísimo desde una tribuna que daba a la iglesia, actitud que no pasaba desapercibida y que llamaba la atención al resto de compañeros.

Tras las nuevas disposiciones de san Pío X sobre la comunión frecuente, se promovió esta práctica entre los seminaristas, junto con una mayor devoción eucarística fuera de la Misa. Se alentaban las visitas reparadoras, las visitas en común al entrar y salir de la casa, e incluso se procuraba que el Santísimo estuviera acompañado por algún colegial durante los recesos.

En el Opus Dei, esta antigua costumbre se concreta en la práctica diaria de hacer una breve visita al Santísimo Sacramento, preferiblemente al mediodía, tras la comida. Esa visita consiste en rezar dialogadamente tres padrenuestros, avemarías y glorias, y concluir con una comunión espiritual. Antes de cada estación, quien dirige la oración pronuncia, como acto de fe y desagravio: Adoremus in aeternum Sanctissimum Sacramentum, y todos responden repitiendo la misma aclamación[17]. Naturalmente, los fieles del Opus Dei también procuran visitar al Señor en otros momentos del día, aunque sea brevemente: al entrar o salir de un centro, al pasar ante una iglesia, etc.

Un lechero y una aldeana

San Josemaría veía el sagrario como el lugar en el que Jesús siempre nos está esperando, para escucharnos y ayudarnos, y consideraba las visitas al Santísimo momentos privilegiados para corresponder al amor del Señor, mostrándole nuestro agradecimiento por haberse quedado con nosotros. Se servía a veces de algunas anécdotas o historias que inspiraban a vivir las devociones de forma natural. Una de ellas es la de un hombre que al pasar cada día frente a una iglesia, entraba por un momento y decía: «Jesús, aquí está Juan el lechero» [18]. La visita es una invitación a detenernos en nuestra jornada, entrar en una iglesia u oratorio, mirar a Jesús y hablarle desde el corazón. Además, esas pausas pueden ser un momento para que el Señor renueve nuestras fuerzas y alivie las cargas de ese día.

Algo similar contaba santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, una intelectual judía que, cuando se estaba acercando a la fe cristiana, observó un día cómo una aldeana entraba en la catedral de Fráncfort con la cesta de la compra, quedándose un rato para rezar. «Esto fue para mí algo completamente nuevo. En las sinagogas y en las iglesias protestantes que he frecuentado los creyentes acuden a las funciones. Aquí, sin embargo, una persona entró en la iglesia desierta, como si fuera a conversar en la intimidad. No he podido olvidar lo ocurrido» [19].

En un mundo de ritmo vertiginoso, la visita al Santísimo es un refugio, un espacio donde hallamos paz y consuelo en el Señor. «Para mí el sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro» [20]. De esta manera, podemos desarrollar la capacidad de escuchar lo que Dios quiere decirnos, muchas veces a través de quienes nos rodean. «Atrapados por las prisas, por mil cosas que decir y hacer, no encontramos tiempo para detenernos a escuchar a quien nos habla. (...) Preguntémonos: ¿cómo va mi escucha? ¿Me dejo tocar por la vida de las personas, sé dedicar tiempo a los que están cerca de mí para escuchar?» [21]. Visitar a Jesús en el sagrario es una oportunidad para que él sane nuestros sentidos y libere nuestro corazón de la inquietud de las prisas.

Como Juan el lechero o como esa señora de Fráncfort que hacía la compra, las visitas al Santísimo no requieren siempre largas oraciones o ceremonias elaboradas. Basta con estar allí, mirarle y dejarse mirar por él. Este encuentro personal nos transforma, porque nos pone frente al amor más grande, al Dios que ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía. «La sagrada Eucaristía introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus, con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor. No podemos volver a la antigua levadura, nosotros que tenemos el Pan de ahora y de siempre» [22].

Detenerse ante el sagrario es más que un acto de piedad: es una declaración de fe. En el silencio del templo, lejos del bullicio del mundo, Jesús nos invita a descansar en él. Este tiempo dedicado a la adoración no solo nos ayuda a fortalecer nuestra relación con Dios, sino que nos transforma, haciéndonos más conscientes de su amor y de nuestra misión en el mundo.

«¡Jesús se ha quedado en la hostia santa por nosotros!: para permanecer a nuestro lado, para sostenernos, para guiarnos. –Y amor únicamente con amor se paga. –¿Cómo no habremos de acudir al sagrario, cada día, aunque sólo sea por unos minutos, para llevarle nuestro saludo y nuestro amor de hijos y de hermanos?» [23]. En el Opus Dei, esta costumbre milenaria se concreta en realizar una breve visita a un oratorio, capilla o iglesia, rezando algunas oraciones vocales y una comunión espiritual ante el Santísimo, como signo de adoración trinitaria: «La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas» [24].

Esta costumbre es también una oportunidad para recordar que Cristo está siempre cerca, esperándonos, dispuesto a escucharnos y acompañarnos en cada paso. Además, cada vez que hacemos una visita al Santísimo, podemos llevar con nosotros las intenciones de quienes amamos, nuestras preocupaciones y nuestras alegrías. «Venid a mí, todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Estas palabras de Jesús se pueden hacer realidad en cada visita al Santísimo. Allí, ante su presencia, hallamos el alivio y la paz que solo él puede dar, y encontramos fuerza para seguir adelante y luz para enfrentar los desafíos de cada día.

En la Obra, se suele terminar la visita con la comunión espiritual que san Josemaría aprendió de un padre escolapio durante sus años escolares. Consideraba esta pequeña oración una fuente inagotable de gracias y un medio eficaz para vivir la presencia de Dios.

Además, la comunión espiritual es también una preparación para recibir al Señor en la Eucaristía cada vez que participamos en la santa Misa. De hecho, esta es la razón de ser de la visita y de las otras devociones eucarísticas: preparar, agracecer, recordar..., en una palabra, actualizar la Comunión eucarística en el santo sacrificio del altar. Así lo han visto y vivido los santos, destacando la conexión de la visita y la comunión espiritual con la Comunión sacramental.

Durante el confinamiento de la reciente pandemia, debido a las restricciones en la asistencia a las misas presenciales y el acceso limitado a la Eucaristía, muchos fieles recurrieron a la comunión espiritual como expresión del deseo y amor hacia la Eucaristía, de su anhelo de recibir a Jesús en su corazón cuando no es posible hacerlo sacramentalmente.

«María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él» [25]. La Virgen, que llevó en su seno al Señor durante nueve meses, y pudo tratarle durante gran parte de su vida, nos puede ayudar a cuidar con esmero nuestras visitas al Santísimo y, así, seguir adorándolo junto con todos los ángeles.


[1]. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1379.

[2]. Cfr. Ibid, n. 2628.

[3]. Cfr. Ibid, n. 2097.

[4]. Javier Echevarría, Carta Pastoral, 6-X-2004, n. 6.

[5]. Forja, n. 268.

[6]. Instrucción general del Misal romano, n. 274.

[7]. Benedicto XVI, Audiencia, 27-VI-2012.

[8]. Francisco, Discurso, 19-VI-2023.

[9]. Es Cristo que pasa, n. 84.

[10]. San Alfonso María de Ligorio, Visitas al Santísimo Sacramento y a María santísima, Obras ascéticas, I, Madrid 1952, pág. 964.

[11]. Epitafio de la tumba de san Manuel González, Capilla del sagrario de la catedral de Palencia.

[12]. Camino, n. 531.

[13]. San Juan XXIII, Sacerdotii nostri primordia, II.

[14]. San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 25.

[15]. Forja, n. 69.

[16]. Cfr. R. Herrando Prat de la Riba, Los años de seminario de Josemaría Escrivá en Zaragoza, 1920-1925: el Seminario de San Francisco de Paula, Rialp, Madrid 2002, pág. 53.

[17]. De spiritu (35). En español, quien dirige la visita suele decir antes de cada estación: «¡Viva Jesús Sacramentado!», y todos responden: «¡Viva y de todos sea amado!».

[18]. A. Vázquez de Prada,El fundador del Opus Dei, I, Rialp, Madrid 1997, pág. 501.

[19]. E. Stein, Dalla vita di una famiglia ebrea e altri scritti autobiografici, A. Ales Bello-M. Paolinelli (eds.), Città Nuova-OCD, Roma 2007, págs. 467-468.

[20]. Es Cristo que pasa, n. 154.

[21]. Francisco, Ángelus, 5-IX-2021.

[22]. Es Cristo que pasa, n. 155.

[23]. Surco, n. 686.

[24]. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2628.

[25]. San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 53.

Jordi Farreras Tió