Sembrar amor, cosechar una cultura del don: Un legado de san Josemaría

Durante las conferencias BeDoCare celebradas en Kenia el pasado octubre, el P. Javier del Castillo, vicario general del Opus Dei, pronunció una conferencia en la que invitó a los participantes a reflexionar sobre la “cultura del don”, arraigada en el “sí” diario de las personas, la generosidad y el espíritu de servicio, en tres áreas clave: familia, trabajo profesional y cuidado y caridad social.

Índice

  1. Introducción: Strathmore
  2. Sembrar Amor: «Pon amor donde no hay amor y cosecharás amor»
  3. BeDoCare: «Es bueno que existas [...] Es necesario que existas»
  4. Desafíos del Individualismo y el Consumismo
  5. El Legado de san Josemaría en la familia, el trabajo y el cuidado de los demás
  6. Conclusión: la actitud de la escucha y la ‘cultura del don’

1. Introducción: Strathmore

En 1957, Mons. Gastone Perrelli, Delegado Apostólico para África Oriental y Occidental, solicitó a San Josemaría, fundador del Opus Dei, que promoviera una universidad con espíritu católico en Kenia. En aquel momento, Kenia se encontraba en camino hacia la independencia, que se lograría en diciembre de 1963. Dos miembros del Opus Dei llegaron a Nairobi en 1958, y en 1961 comenzó Strathmore College.

Strathmore fue el primer college interracial en África Oriental. Había sido fundado con la condición expresa de que fuera “interracial” y “abierto a no católicos y no cristianos”[1]. En 1962, las mujeres del Opus Dei fundaron, con esas mismas condiciones, Kianda College[2]. El mismo criterio orientó los inicios del Opus Dei en Nigeria y en otras partes del continente africano[3] : «No hay más que una raza, la raza de los hijos de Dios»[4], proclamó muchas veces san Josemaría. Desde el punto de vista institucional, fue un logro extraordinario, una verdadera señal de fraternidad adelantada a su tiempo.

Pero el núcleo de la reflexión de hoy es este: para que las instituciones prosperen y perduren a lo largo de la historia, requieren algo más que ideales nobles y estructuras sólidas. Necesitan el “sí” diario de las personas que las integran —su generosidad, compromiso y espíritu de servicio— para darles vida. Con esta respuesta viva, incluso las instituciones más grandes y expuestas a la inmovilidad no solo perduran, sino que se convierten en fuentes de renovación y fecundidad para generaciones. Esta es la tensión creativa que recorre la historia: las estructuras son necesarias, pero una cultura del don es igualmente vital.

Strathmore y Kianda no son simplemente monumentos a una visión pasada; son una continua invitación. Cada generación de profesores, de estudiantes y de empleados está llamada a elegir de nuevo, a hacer de la apertura, la libertad y la fraternidad una realidad viva y no solo unas bonitas palabras en la pestaña de misión de un sitio web. Es precisamente por esto por lo que BeDoCare comienza con la palabra ‘BE’ (SER): solo al convertirnos, al moldear quiénes somos interiormente, nuestro ‘hacer’ (DO) y nuestro ‘cuidar’ (CARE) pueden tener la profundidad y la consistencia necesarias para sostener una verdadera cultura del don.

2. Sembrar Amor: «Pon amor donde no hay amor y cosecharás amor»

La siembra es una de las imágenes de esperanza más impactantes de la Escritura. Una semilla es pequeña y frágil, y fácilmente pasa inadvertida. Sin embargo, una vez que entra en la tierra, lleva un poder oculto. Jesús nos dice: «Salió el sembrador a sembrar su semilla» (Lc 8,5). Y el sembrador esparce no con moderación sino en abundancia, casi temerariamente, confiando a Dios la cosecha.

El amor funciona de la misma manera: dado libremente, más allá de todo cálculo, da fruto porque Dios lo hace crecer. San Josemaría vio en el gesto del sembrador la magnanimidad de Dios mismo, y también la forma en que el Opus Dei debía extenderse: transmitiendo la semilla de la santidad generosamente, en todas las circunstancias, abundantemente, sin distinción de personas o ambientes, sin interés propio. Su mensaje es la llamada universal a la santidad:

«A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén»[5].

Sembrar es compartir el amor que hemos recibido. Cada corazón ganado para Cristo se convierte en un nuevo sembrador. Y cada pequeño don —un acto de paciencia, una palabra de aliento, un sacrificio oculto— extiende la cadena.

San Juan Pablo II nos recordó: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, [...] si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente»[6].

Sembrar amor es, por lo tanto, el comienzo de una nueva cultura. Pero debe hacerse al estilo de Dios: con la mano abierta, confiada, generosa.

San Juan de la Cruz lo reflejó cuando escribió: «Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor»[7].

Esto se produce cuando damos libremente a los demás y creamos así las condiciones para una respuesta que es igualmente libre, ya que un don deja de ser un don cuando lleva consigo una expectativa de recompensa. A lo que da lugar esta dinámica es una espiral de donación que también es dar vida, un proceso cuyos efectos desafían la cuantificación. Un ejemplo notable ocurrió en los Estados Unidos en 2011, cuando un donante de riñón altruista, obrando sin beneficio personal, inició una cadena nacional de trasplantes. Su decisión desencadenó una secuencia de intercambios que salvó docenas de vidas, demostrando el incalculable efecto dominó de la auténtica generosidad[8].

3. BeDoCare: «Es bueno que existas [...] Es necesario que existas»

Nuestra identidad más profunda es la de hijos de Dios. Es la fuente de nuestro significado. De esto fluye nuestro deseo de tratarnos unos a otros como verdaderos hermanos y hermanas, hijos del mismo Padre, compartiendo la misma dignidad. Y la forma concreta de vivir esta identidad es a través del don de uno mismo: amándonos y cuidándonos unos a otros. Como declaró el prelado del Opus Dei en la primera Conferencia BeDoCare, «somos corresponsables de cuidar el mundo, estableciendo relaciones fundadas en la caridad, la justicia y el respeto, especialmente superando la enfermedad de la indiferencia»[9].

De hecho, somos corresponsables del florecimiento mutuo. Como explica el Cardenal Ratzinger: «El hombre es esa extraña criatura que necesita no solo el nacimiento físico sino también la apreciación para subsistir. Esta es la raíz de lo que llamamos hospitalidad o cuidado [...] Para que un individuo se acepte a sí mismo, alguien debe decirle: ‘Es bueno que existas’. Debe decirse, no con palabras, sino con ese acto de todo el ser que llamamos amor. Porque la forma del amor es querer la existencia del otro y, al mismo tiempo, hacerla florecer de nuevo. La clave del yo reside en el ; el camino hacia el tú pasa a través del yo»[10].

Viktor Frankl, el psiquiatra vienés encarcelado en Auschwitz, experimentó este amor que le dio vida cuando un día un capataz le dio en secreto un trozo de pan. Él afirma: «me dio algo más, un "algo" humano que hizo que se me saltaran las lágrimas: la palabra y la mirada con que aquel hombre acompañó el regalo»[11].

Si esto puede ocurrir a nivel humano, con el advenimiento del cristianismo, como añade Joseph Ratzinger, no solo decimos al otro “es bueno que existas”, sino “es necesario que existas”[12]. Esta es la raíz misma del cuidado. No es lástima, ni condescendencia, sino el reconocimiento de la dignidad del otro arraigada en la imagen de Dios dentro de él.

El legado de San Josemaría no es principalmente teórico sino existencial. Él inició en la Iglesia un camino de santificación en la vida ordinaria. Descubrir a Dios en el trabajo y la vida cotidiana cambia nuestra manera de ver a los demás: todos merecen amor y justicia; todos son dignos de nuestra auto-donación. Eso es lo que están haciendo en BeDoCare: recordarle a cada persona que su existencia no solo es buena sino necesaria, y que en su fragilidad convoca lo mejor de nuestra humanidad.

Como san Josemaría repetía tan a menudo: «Tú, por tu condición de cristiano, no puedes vivir de espaldas a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de tus hermanos los hombres»[13].

4. Desafíos del Individualismo y el consumismo

Pero este planteamiento encuentra un ambiente hostil. El individualismo nos insta a aferrarnos, acumular y medir cada relación por el beneficio; el consumismo alimenta una insatisfacción permanente, haciendo que las personas y las sociedades estén inquietas y cerradas en sí mismas. Juntos, erosionan los lazos personales y comunitarios, dejando a los más débiles—los enfermos, los pobres, los no nacidos, los ancianos, los migrantes—en una situación de mayor vulnerabilidad. El resultado es la fragmentación e incluso la agresividad, ya que terminamos defendiendo “lo nuestro” a cualquier precio.

Esta combinación produce lo que el Papa Francisco ha llamado “cultura del descarte”: «Hay quienes presumen de poder determinar, basándose en criterios utilitarios y funcionales, cuándo una vida tiene valor y merece la pena ser vivida. Este tipo de mentalidad puede conducir a graves violaciones de los derechos de los más débiles, a grandes injusticias y desigualdades cuando uno se guía predominantemente por la lógica del beneficio, la eficacia o el éxito»[14].

La tentación es mantener estos desafíos en lo abstracto. Pero no son abstractos: invaden los espacios más íntimos de la vida. Fracturan la familia, reducen el trabajo a transacción y erosionan el cuidado mutuo. Por eso el legado de San Josemaría nos interpela con tanta urgencia. Y por eso la lógica del don debe ser replantada precisamente donde el individualismo y el consumismo nos hieren más profundamente.

5. El Legado de san Josemaría en la familia, el trabajo y el cuidado de los demás

a. El don en la Familia

La familia es la primera escuela del don. En el ámbito de la familia, los actos ocultos de servicio —lavar platos, vendar una herida, planchar ropa para un evento familiar especial— se convierten en un aprendizaje diario del amor.

Esta convicción llevó a san Josemaría a afirmar que el matrimonio es una vocación cristiana, una llamada de Dios[15]: «Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad»[16].

Para muchos, la “familia” incluye naturalmente la red extendida de primos, tías, tíos y abuelos. Un niño no crece solo; es criado por toda una comunidad. Los abuelos transmiten sabiduría, los hermanos mayores asumen la responsabilidad de los más jóvenes y los parientes intervienen cuando los padres tienen dificultades. Las cargas y las alegrías de un hogar son compartidas por todos. Esta solidaridad viva surge de pertenecerse unos a otros y de reconocer que todos somos hijos de Dios.

Pero el consumismo socava todo esto. Al hacernos olvidar a Dios, desvincula la sexualidad del don, reduciéndola, en esencia, a mercancía. Los hijos se convierten en “derechos” o en “productos” no deseados. La vida familiar en sí misma es remodelada por la dominación y el propio interés.

El antídoto es redescubrir la complementariedad como auto-donación. Como enseñó Juan Pablo II: «La persona humana [...] nunca debe ser tratada por otro como medio para un fin; la persona es un bien hacia el cual la única actitud adecuada es el amor»[17].

Los hijos, también, son un don, no una propiedad. De hecho, a menudo se les llama “la riqueza de la familia”, en algunas sociedades, naturalmente no en términos económicos. Son la verdadera riqueza porque encarnan la esperanza y la continuidad.

En la familia, los hijos “respiran” amor a través de padres, hermanos y parientes. Aprenden a compartir y a dialogar, a verse a sí mismos como hijos y hermanos, a captar la justicia y a practicar tanto el dar como el recibir el perdón. De este modo descubren su propia vulnerabilidad y la de los demás.

La familia se convierte así en la escuela donde se forman actitudes que luego dan forma a la vida social más amplia. Entre estas, el perdón y la reconciliación destacan como esenciales en un mundo marcado por las heridas que nos infligimos unos a otros. Las disputas dentro de las familias a menudo se resuelven a través de la mediación de los mayores, que enseñan que la paz es más valiosa que el orgullo. Aquí es donde comienza la reconciliación: en el hogar, en la aldea, alrededor del fogón familiar.

Y no se queda ahí. Las lecciones aprendidas en estas pequeñas reconciliaciones se propagan hacia la sociedad. Cuando las familias aprenden a perdonar, las comunidades se vuelven capaces de paz. Cuando el perdón falla en casa, su ausencia se siente mucho más allá, alimentando ciclos de hostilidad y división, incluso, como vemos hoy en día, en guerras y conflictos que marcan a naciones enteras. En este sentido, el perdón aprendido en casa se vuelve cada vez más vital para nuestro mundo.

El perdón es, de hecho, el acto más gratuito de todos, devolviendo bien por mal. Como afirma el papa León XIV: «El perdón que nos enseña Jesús no espera el arrepentimiento del que ofende, sino que se ofrece primero, como don gratuito, aun antes de ser acogido»[18].

Así, la familia no es solo una unidad privada: es el semillero de una cultura del don para la sociedad, donde cada miembro es necesario y nadie se siente aislado de los demás. Es ahí, en esas redes de parentesco y de cuidado, donde la vida misma se da libremente, y por lo tanto solo crece en significado cuando se entrega tan libremente como se recibió. Como enseña Jesús: “Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8); o como dice el proverbio swahili, Mti haukui bila mizizi —un árbol no crece sin raíces—, recordándonos que el don de la vida se sostiene y se transmite dentro de la familia y la comunidad.

b. El don en el trabajo profesional

El trabajo es otro campo privilegiado para la auto-donación. Sin embargo, el individualismo y el consumismo distorsionan su significado desde lados opuestos. El individualismo reduce el trabajo a la búsqueda de ganancia personal, o bien lo trata como una carga a evitar, separándolo de la solidaridad. El consumismo, por otro lado, nos empuja al workaholism (adicción al trabajo) —a una producción constante para un consumo constante— y mide su valor solo en beneficios materiales. Ambos dejan a la persona vacía, porque oscurecen el significado más profundo del trabajo.

Lejos de considerar el trabajo como mera supervivencia o logro, san Josemaría nos enseña, primero, que debemos trabajar bien —diligente, responsable y competentemente—, sin dejar que el trabajo se convierta en un ídolo que devore la vida familiar y la vida interior.

Pero trabajar bien y justamente, aunque sea esencial, no es suficiente. Si se reduce únicamente al cumplimiento contractual, el trabajo corre el riesgo de ser vaciado y de no tener un espacio para el significado humano y espiritual que está llamado a llevar consigo. En relación con esto, Benedicto XVI ofrece una idea clave en Caritas in Veritate: «Mientras antes se podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia»[19].

Lo que el trabajo necesita, por lo tanto, es la lógica del don, y no solo para que tenga la dimensión trascendente añadida de la caridad: como implica Benedicto XVI, la necesita si quiere seguir siendo justo y no desviarse hacia la injusticia. En términos de san Josemaría, el trabajo es el lugar donde el cristiano actúa como “levadura en la masa”, transformándose a sí mismo, a sus colegas e incluso a la tarea misma en un sacrificio agradable a Dios. Y al hacerlo, también lo mantiene a salvo de la corrupción.

Esta idea encuentra un eco natural en África, donde el espíritu cultural se plasma vívidamente en la palabra Harambee: “unámonos” o “tiremos juntos”. Harambee no es meramente un eslogan; es una forma de vida en la que las comunidades unen sus fuerzas para lograr lo que ningún individuo podría lograr solo: ya sea construir una escuela, apoyar a una familia en crisis o asegurar que una boda o un funeral se celebre con dignidad. Cada persona contribuye según sus posibilidades, y entre todos la comunidad se levanta.

Aplicado a la vida profesional, este principio ilumina la santificación del trabajo como servicio y solidaridad, con manifestaciones como, por ejemplo: un médico que dedica tiempo extra a un paciente que no puede pagar; un profesor que asesora a estudiantes con dificultades después de clase; o, un empresario que ofrece salarios justos y políticas favorables a la familia.

Todos estos casos encarnan el espíritu de Harambee y son semillas de una cultura del don. Así, el trabajo se convierte en algo más que una transacción: se convierte en una vocación. Deja de ser un ídolo o una vía de escape y se convierte en participación en el amor creativo y redentor de Dios por todos, no solo por nosotros mismos.

Así como la familia es la escuela del don, también el lugar de trabajo se convierte en una segunda escuela donde el trabajo diario, unido en el servicio, nos enseña a “tirar juntos” y a construir la sociedad sobre el firme fundamento de la auto-donación.

c. El don en el cuidado y la caridad social

Finalmente, el cuidado y la caridad social. San Josemaría, en los primeros días del Opus Dei, buscó fortaleza entre los más pobres de Madrid.

«Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios. […] Fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios, en todos esos sitios. […] La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos»[20].

Esta intuición —que cuidar al más débil fortalece al dador— sigue siendo profética. El individualismo y el consumismo ocultan la fragilidad idolatrando la independencia. Sin embargo, es precisamente en la vulnerabilidad donde descubrimos nuestra humanidad común. La enfermedad, la pobreza y la vejez no son amenazas a la dignidad, sino momentos en que la dignidad brilla con mayor claridad.

El cuidado, por lo tanto, es crucial: es la respuesta humana y humanizadora a la fragilidad, pero debe darse libre y personalmente. De hecho, el cuidado es más que una tarea; es una forma de relacionarse que reconoce nuestra condición compartida. Al reconocer nuestra propia vulnerabilidad y la de los demás, redescubrimos la interdependencia humana.

Esto tiene consecuencias concretas: el desarrollo de los cuidados paliativos, la asistencia a familias con personas dependientes, el apoyo a las profesiones orientadas al cuidado y la promoción de su dignidad y un mayor aprecio de las dimensiones espirituales, psicológicas y emocionales de la vida son solo algunos ejemplos que nacen de la experiencia de personas con una misión de cuidar que, en y a través de su testimonio personal, han inspirado y fortalecido muchas de estas profesiones directamente implicadas en la caridad social.

Cuando existe una cultura del cuidado y, por lo tanto, del don, superamos las perspectivas individualistas. Como explica Mamen Guitart, una profesional dedicada al cuidado:

«Solo las personas saben cuidar, y todos aprendemos a cuidar cuando somos cuidados. Sale natural dar lo que has recibido, y es lógico que esa atención no se limite al ámbito privado de una casa o de una institución. La cultura del cuidado se difunde en cascada, y por eso termina repercutiendo en toda la sociedad. Una sociedad mejor debería procurar educar personas capaces de cuidar. Eso supondría una bomba atómica contra el individualismo. La cultura del cuidado es tan elemental, tan importante y tan humanizante que debería formar parte de las líneas estratégicas de cualquier sociedad que aspire al verdadero progreso»[21].

Esta, de hecho, debería ser la misión distintiva de todas las iniciativas aquí representadas. Sus proyectos ciertamente resolverán problemas concretos, pero si están acompañados por personas que descubren y se inspiran en el ideal de darse libremente a los demás, también brillarán como una luz para la sociedad. El Estado, las empresas, las familias y las comunidades los mirarán a ustedes: a sus prioridades, su cultura, su atención a cada persona y a los principios que los guían. Llevarán una luz particular, capaz de iluminar a toda la sociedad con una visión de cuidado arraigada en la dignidad humana.

6. Conclusión: la actitud de la escucha y la ‘cultura del don’

Después de todo lo que se ha dicho sobre la cultura del don, sobre el cuidado, sobre el trabajo, sobre las instituciones, ¿cuál es el primer paso decisivo? La respuesta, aunque simple en apariencia, es profunda: debemos comenzar por escuchar.

Escuchar no es meramente una técnica a emplear; es una disposición interna del alma por la cual abrimos libremente nuestras mentes y nuestros corazones uno a otro. Es el gesto primordial de cuidado, el fundamento del diálogo auténtico y la condición para la fraternidad genuina. En todo acto de escucha hay dos personas: una que confía, otra que recibe.

Escuchar es reconocer al otro no como objeto sino como sujeto; mirar al otro con amor; atender tanto con los sentidos como con el corazón, permitiendo que su realidad moldee nuestra respuesta. Sin escuchar, el acto de dar se distorsiona. Degenera en paternalismo cuando imponemos nuestras propias soluciones; en dependencia, cuando la asistencia erosiona la libertad del otro; o en proyección, cuando lo que damos refleja nuestros propios deseos en lugar de las verdaderas necesidades del otro. En cada caso, el don humilla en lugar de elevar. Benedicto XVI lo expresó con precisión: «Para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona»[22]. La escucha es la salvaguarda de esta presencia personal.

Aquí, entonces, reside nuestra responsabilidad. Las instituciones, por nobles que sean, pueden preservar valores, encarnar ideales y proporcionar oportunidades, pero corren el riesgo de convertirse en estructuras frías a menos que estén animadas por personas que descubran y encarnen la lógica de la auto-donación. Y esta posibilidad existe cuando hombres y mujeres, en su trabajo ordinario y en sus relaciones diarias, comienzan por abrazar la escucha como una forma de vida y un principio rector. Solo entonces las instituciones tendrán la posibilidad real de trascender sus funciones: las escuelas serán más que aulas, los hospitales más que salas, las empresas más que negocios: podrán convertirse en lugares donde la humanidad se renueva, donde la fraternidad florece y donde el amor de Dios se hace tangible.

Este es el legado perdurable de san Josemaría: no solo promover instituciones, sino inspirar personas —una por una— que, al escuchar y darse a sí mismas, siembran amor dondequiera que estén, para que la sociedad en su conjunto se renueve y se convierta a una verdadera cultura del don.


[1] Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, III: Los caminos divinos de la tierra, Rialp 2003, pp. 380-383.

[2] Ibid., p. 383.

[3] Ibid., p. 384.

[4] San Josemaría, Surco, n. 303.

[5] San Josemaría, Amigos de Dios, 294.

[6] San Juan Pablo II, Redemptor Hominis, 4-III-1979, n. 10.

[7] San Juan de la Cruz, Cartas, en Obras completas, ed. Lucinio Ruano (Burgos, Monte Carmelo, 2001), Carta 26, p. 1041.

[8] K. Sack, “60 Lives, 30 Kidneys, All Linked,” The New York Times, 18-II-2012.

[9] F. Ocáriz, “Agrandar el corazón”, Roma, 29-IX-2022.

[10] J. Ratzinger, Principles of Catholic Theology, Ignatius Press, 1987, pp. 79–80.

[11] V. Frankl, El hombre en busca de sentido, capitulo "Segunda fase".  

[12] J. Ratzinger, Principles of Catholic Theology, Ignatius Press, 1987, p. 81.

[13] San Josemaría, Forja, 453.

[14] Francisco, Discurso a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales, “Discapacidad y condición humana. Cambiar los determinantes sociales y construir una nueva cultura de inclusión”, Sala Clementina, 11-IV-2024.

[15] San Josemaría, El matrimonio, vocación cristiana, en Es Cristo que pasa.

[16] San Josemaría, Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, n. 91.

[17] K. Wojtyla, Amor y responsabilidad.

[18] León XIV, Audiencia general, 20-VIII-2025.

[19] Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 38.

[20] P. Berglar, Opus Dei.Vida y obra del Fundador Josemaría Escrivá, Rialp, 6.ª ed., 2002, p. 64.

[21] “Mamen Guitart: La hospitalidad salvará al mundo”, entrevista de Álvaro Sánchez León, Aceprensa, 3-IX-2025.

[22] Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 34.

P. Javier del Castillo, Universidad de Strathmore, 2 de octubre de 2025.