Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos meditando sobre algunas parábolas del Evangelio que son una ocasión para cambiar de perspectiva y abrirnos a la esperanza. La falta de esperanza, a veces, se debe a que nos quedamos fijos en una manera rígida y cerrada de ver las cosas, y las parábolas nos ayudan a mirarlas desde otro punto de vista.
Hoy quisiera hablaros de una persona experta, preparada, un doctor de la Ley, que sin embargo necesita cambiar de perspectiva, porque está centrado en sí mismo y no se da cuenta de los demás (cf. Lc 10,25-37).
En efecto, interroga a Jesús sobre cómo se “hereda” la vida eterna, usando una expresión que la entiende como un derecho indiscutible. Pero tras esa pregunta, tal vez, se esconde una necesidad de atención: la única palabra sobre la que pide explicaciones a Jesús es el término “prójimo”, que literalmente significa “el que está cerca”.
Por eso Jesús le cuenta una parábola que es un camino para transformar esa pregunta, para pasar del “¿quién me quiere?” al “¿quién ha querido?”. La primera es una pregunta inmadura; la segunda es la de un adulto que ha comprendido el sentido de su vida. La primera es la que hacemos cuando nos encerramos en nosotros mismos y esperamos; la segunda es la que nos impulsa a ponernos en camino.
La parábola que Jesús cuenta tiene, precisamente, como escenario un camino, y es un camino difícil y escarpado, como la vida. Es el camino de un hombre que baja de Jerusalén —la ciudad situada en lo alto— a Jericó, ciudad bajo el nivel del mar. Es una imagen que ya anticipa lo que podría suceder: en efecto, aquel hombre es asaltado, golpeado, robado y dejado medio muerto. Es la experiencia que ocurre cuando las situaciones, las personas, incluso a veces aquellos en quienes confiábamos, nos quitan todo y nos dejan tirados en la calle.
Pero la vida está hecha de encuentros, y en esos encuentros se revela quiénes somos. Nos encontramos ante el otro, ante su fragilidad y debilidad, y podemos decidir qué hacer: ocuparnos de él o hacer como si nada. Un sacerdote y un levita bajan por ese mismo camino. Son personas que prestan servicio en el Templo de Jerusalén, que habitan en el espacio sagrado. Y, sin embargo, la práctica del culto no conduce automáticamente a la compasión. De hecho, antes que una cuestión religiosa, la compasión es una cuestión de humanidad. Antes de ser creyentes, estamos llamados a ser humanos.
Podemos imaginar que, tras haber estado mucho tiempo en Jerusalén, aquel sacerdote y aquel levita tuvieran prisa por volver a casa. Y es precisamente la prisa —tan presente en nuestra vida— la que muchas veces nos impide tener compasión. Quien piensa que su camino debe tener prioridad, no está dispuesto a detenerse por otro.
Pero entonces llega alguien que sí es capaz de detenerse: un samaritano, es decir, alguien perteneciente a un pueblo despreciado (cf. 2Re 17). En su caso, el texto no precisa la dirección, solo dice que estaba de viaje. La religiosidad aquí no importa. Ese samaritano se detiene simplemente porque es un hombre ante otro hombre que necesita ayuda.
La compasión se expresa a través de gestos concretos. El evangelista Lucas se detiene en las acciones del samaritano —al que nosotros llamamos “bueno”, pero que en el texto es simplemente una persona—: el samaritano se acerca, porque si quieres ayudar a alguien no puedes mantenerte a distancia, tienes que implicarte, mancharte, tal vez contaminarte; le venda las heridas después de haberlas limpiado con aceite y vino; lo monta en su cabalgadura, es decir, se hace cargo de él, porque solo se ayuda de verdad si se está dispuesto a sentir el peso del dolor del otro; lo lleva a una posada donde gasta dinero —“dos denarios”, aproximadamente dos días de trabajo—; y se compromete a regresar y, si hace falta, a pagar más, porque el otro no es un paquete que entregar, sino alguien de quien cuidar.
Queridos hermanos y hermanas, ¿cuándo seremos también nosotros capaces de interrumpir nuestro camino y tener compasión? Cuando comprendamos que ese hombre herido en el camino nos representa a todos nosotros. Entonces, el recuerdo de todas las veces en que Jesús se detuvo para cuidarnos nos hará más capaces de compasión.
Recemos, pues, para que podamos crecer en humanidad, de modo que nuestras relaciones sean más verdaderas y ricas en compasión. Pidamos al Corazón de Cristo la gracia de tener cada vez más sus mismos sentimientos.