Una fuga por el frente republicano. Álvaro del Portillo durante la guerra civil española

El 9 de octubre de 1938 tres jóvenes del Opus Dei emprendieron la fuga del ejército republicano para pasar al otro lado del frente. En este episodio de 'Fragmentos de historia' el investigador Antonio Hacar narra quiénes fueron esos jóvenes, los preparativos de la fuga, los contratiempos y las ayudas que recibieron para poder conseguir su objetivo.

Los protagonistas de esta historia fueron Álvaro del Portillo, Vicente Rodríguez Casado y Eduardo Alastrué Castillo, quienes a través del Paso de Ocejón, ubicado en Guadalajara (España), lograron reunirse con familiares, amigos y el fundador del Opus Dei.


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En el imaginario popular de los miembros del Opus Dei, hay dos sucesos que se han valorado como hechos históricos y que, sin algunos episodios extraordinarios, no se habrían podido llevar a cabo. Son los conocidos como “el paso de los Pirineos” y “el paso del Ocejón”. Ambos se sitúan durante la guerra civil española de 1936-1939.

Durante esa contienda, la persecución religiosa que se desató con numerosos asesinatos sumarios por el simple hecho de ser católico, o llevar una señal de identidad religiosa (un rosario, un crucifijo, una imagen de la Virgen), muchos intentaron cruzar las líneas del frente, para poder salvar la vida, aunque otros perecieron en el intento.

Como tanta gente, algunos miembros del Opus Dei, que estuvieron refugiados durante meses en legaciones o consulados, decidieron intentar el paso de la zona gubernamental a la zona que se había rebelado contra el gobierno, donde se podía libremente manifestar su fe.

El llamado “Paso de los Pirineos” comprende la huida del fundador con unos pocos hijos suyos, desde Madrid a Burgos, pasando por Andorra. Consiguieron salvar la vida, recuperar la libertad y reiniciar la labor apostólica. El itinerario seguido se ha recuperado, se ha publicado, y está señalizado con marcas blancas y rojas como “Sendero de Gran Recorrido” (que es nomenclatura de las Federaciones de Montaña), y son frecuentes los grupos que lo realizan, rememorando y conservando ese trozo de la historia del Opus Dei.

El segundo suceso, conocido coloquialmente como el “Paso del Ocejón”, comprende la aventura de una huida con similar significado, en tierras de Guadalajara (España). Tres personas: Álvaro del Portillo Diez de Sollano, Vicente Rodríguez Casado y Eduardo Alastrué Castillo a mediados de 1938, intentan pasarse de un ejército al otro.

Los protagonistas

¿Quiénes son estas personas? En aquel momento eran tres estudiantes universitarios encerrados desde hacía meses, y con ganas de recuperar la libertad y de estar junto al fundador para hacer el Opus Dei.

Álvaro del Portillo estudiaba Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. Conoció a san Josemaría Escrivá, que había fundado el Opus Dei en 1928, en la residencia de estudiantes DYA, primera labor institucional del Opus Dei, dirigida al apostolado con universitarios, y solicitó su admisión en ella el 7 de julio de 1935.

Tras la detención de su padre por la policía gubernamental, tuvo que abandonar el domicilio familiar y estuvo en situación de fugitivo, huyendo de refugio en refugio. En octubre de 1936 le concedieron asilo en la embajada de Finlandia, pero los guardias de asalto asediaron dicha embajada y arrestaron a todos los refugiados, entre ellos, a Álvaro. Trasladado a la cárcel de San Antón, fue juzgado y liberado sin cargos. De allí se dirigió a la embajada de México, donde estaba su madre, que era mexicana. Al cabo de un mes, las autoridades de la embajada lo expulsaron. En marzo de 1937 se exilió en la legación Honduras, donde estaba san Josemaría, el fundador del Opus Dei. Del recorrido dejó escrito un diario que tituló “De Madrid a Burgos pasando por Guadalajara”.

Acabada la contienda se doctoró como Ingeniero de Caminos, también doctor en Filosofía y en Derecho Canónico. Fue un colaborador estrecho de san Josemaría y se convirtió en su primer sucesor al frente del Opus Dei. Recibió numerosos encargos de la Santa Sede, especialmente en el Concilio Vaticano II.

Vicente Rodríguez Casado, era estudiante de Filosofía y Letras en la Universidad Central (hoy Complutense). En su juventud participó en algunas actividades políticas de signo tradicionalista.

En diciembre de 1935 también había conocido al fundador del Opus Dei, en la misma Academia Residencia DYA. Allí comenzó a recibir la dirección espiritual de Escrivá y a frecuentar las actividades de la residencia y en 1936 solicitó su ingreso en el Opus Dei, institución donde permanecerá toda su vida.

Al estallar la Guerra Civil española, su padre, militar de carrera, mostró su simpatía por las fuerzas que se habían levantado en contra del Gobierno establecido, por lo que padre e hijo tuvieron que esconderse en la legación de Noruega.

Más adelante, obtuvo cátedra de Historia Universal Moderna y Contemporánea en las universidades de Sevilla y Complutense de Madrid, fundó la Universidad Hispanoamericana de Santa María de La Rábida. Fue uno de los renovadores de los estudios históricos sobre el siglo XVIII español y, especialmente, del reinado de Carlos III.

También se dedicó a la política y a la formación de obreros y campesinos. Además de desempeñar en Madrid sus tareas políticas como director general de Información y director del Instituto Social de la Marina, extendió su magisterio y su obra social en Sevilla, Huelva y Madrid. Apoyó la formación de profesores y estudiantes de la Universidad de Piura, en Perú.

Y legó un gran número de discípulos en su especialidad.

El tercero era también estudiante, en su caso de Ingeniería de Minas. Eduardo Alastrué, antes de 1936 se afilió a Falange, uno de los grupos políticos que apoyaron el levantamiento contra la República. En la capital de España se alojó en la Residencia Día DYA, y allí conoció a don Josemaría Escrivá.

Durante la Guerra civil, se refugió en la Legación de Honduras, donde coincidió unos meses con Escrivá. En la posguerra desempeñó varios cargos en el SEU, Sindicato de Estudiantes Universitarios, afín a Falange. Se doctoró en Ciencias Naturales e Ingeniería de Minas. Trabajó en Sevilla, al obtener la cátedra de Mineralogía, Geografía Física y Geología y realizó estancias de investigación en Francia y en Inglaterra.

Poco a poco, su relación con el fundador y con el Opus Dei se fue haciendo cada vez más esporádica. En 1949 ocupó cátedra en Zaragoza y después en Sevilla y en Madrid.

Como veis, los tres eran personas no afectas al gobierno del momento, y tenían serios motivos para refugiarse en un sitio, aunque fuera medianamente seguro.

Los preparativos

Basándonos en el texto redactado por Álvaro del Portillo, hemos investigado el trayecto concreto que realizaron en esos días, a fin de documentarlo, publicarlo y facilitar su recorrido. Hemos comprobado, al recrear su itinerario, el esfuerzo que les supuso, aunque, lógicamente, sin la presión de sus circunstancias: eran desertores del ejército y con peligro de ser fusilados.

Álvaro del Portillo deseaba intensamente pasar el frente de guerra no por motivos patrióticos –aunque no le faltaba el patriotismo– sino por la «colaboración personal en los asuntos que el fundador quisiera encomendar», lo cual apuntaba a un deseo de fidelidad a Dios a través de Escrivá que seguramente arrastraba a los otros dos amigos.

No obstante, lo arriesgado del plan hizo que hubiera que mediar una intervención extraordinaria para que Isidoro Zorzano permitiera la evacuación. Zorzano era el miembro más antiguo, y hacía de Director de los que estaban en Madrid.

Un día que estaba haciendo un rato de oración delante de su crucifijo, que llevaba habitualmente en el bolsillo, el Señor le hizo ver que podrían pasarse y llegar a Burgos el día de la Virgen del Pilar. Por medio de una carta escrita en clave, se lo hizo conocer al fundador.


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Lo de escribir en clave, era una medida de seguridad, en tiempo de guerra, porque era conocido que la censura revisaba los contenidos.

Una vez decidido el paso de un bando a otro, empezaron por poner los medios humanos a su alcance. Tras un primer periodo de recuperación física los tres se fueron presentando en la caja de reclutas para incorporarse al ejército republicano.

Buscaban, en primer lugar, obtener un destino en el frente de guerra, que les permitiera la huida. Pero como su edad de alistarse había pasado, lo hicieron con nombres y fechas de nacimiento distintas.

Al no conseguir su objetivo, de un destino de frente de guerra, desertaron y volvieron a alistarse con distintas identidades. Esa operación la repitieron varias veces: tres, en el caso de Del Portillo, dos en los de Alastrué y Rodríguez Casado, buscando, como siempre, ser asignados al frente.

Como los destinos que iban consiguiendo no eran adecuados para sus planes de huida, porque no los mandaban al frente, llegó un momento en que decidieron abandonarse en las manos de Dios, y dejar que la Providencia fuera dirigiendo sus vidas.

Con esa actitud confiada, y después de numerosas peripecias que podríamos calificar de providenciales, resultó que acabaron los tres juntos en un ejército de 400.000 hombres. Que no es poca casualidad.

Inicialmente fueron destinados los tres a la 21.ª Brigada que salía el 24 de agosto de 1938 hacia Alcalá de Henares, población próxima a Madrid, capital de España. Pero en el último momento cortaron la fila que subía a los camiones por Eduardo Alastrué y partieron Del Portillo y Rodríguez Casado.

Esa noche llegaron al pueblecito de Anchuelo, muy cerca de Alcalá de Henares, todavía en Madrid. Era un contingente de hombres generalmente de escasa cultura, muy ideologizados, sin moral de combate, siempre mal equipados y mal calzados con alpargatas. En los mandos se temía constantemente el paso del frente de los subordinados. El ambiente moral era paupérrimo.

Señala Álvaro del Portillo: «En medio de tanto blasfemo, cuyo único pensamiento y conversación es tan extraordinariamente desagradable para nosotros, resulta más intensa que nunca la necesidad de desahogarse con el cambio de impresiones con el hermano».


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Dos días más tarde, los dos se retiraron a un bosquecillo cercano para hacer un rato de oración con el Señor. No oyeron el toque de generala de su batallón, que retornó a la reserva, así que al volver al pueblo tuvieron que incorporarse –después de una buena reprimenda– a otro batallón que iría al frente. Seguían, pues, juntos y en buena dirección.

Poco después los mandos decidieron que doscientos soldados salieran hacia Chiloeches, un pueblo en las cercanías de Guadalajara. Del Portillo fue designado para el nuevo puesto y Vicente Rodríguez se presentó voluntario. Fueron a engrosar una Compañía de Fusileros-Granaderos. Llegaron a Chiloeches, donde permanecieron apenas tres días.

Allí se produjo una interesante novedad.

El nuevo cuerpo necesitaba cabos, nombre del mando militar más inferior, y se solicitaron personas que tuvieran experiencias en el ejército o en las milicias, y conocimientos de lectura o escritura. Álvaro del Portillo y Vicente Rodríguez no dudaron, y aunque nunca habían servido en el ejército, se convirtieron en cabos del ejército republicano, lo cual les dio ascendiente ante el teniente del Batallón, un catalán independentista de nombre Fraderas, lo que les permitía más autonomía de movimientos.

El último día de agosto dejaron Chiloeches y se trasladaron a Fontanar, bordeando la capital de Guadalajara, a unos diez kilómetros hacia el norte. Allí permanecieron más de un mes. El ambiente moral seguía siendo pésimo: eran minoría los que no blasfemaban. Los dos amigos consiguieron dormir en una esquina de un portal de una casa, con lo cual tenían un poco de aislamiento.

Mientras tanto, el teniente Fraderas pidió a Del Portillo que hiciese una lista de los fascistas infiltrados en el batallón, muestra de la confianza que tenía en el joven cabo y de la penosa disciplina que reinaba en aquel retal del ejército republicano.

Puestos a elegir, puso en la lista a los que más blasfemaban, y cuando aquellos soldados fueron relevados, en el reemplazo, llegó Eduardo Alastrué a ocupar uno de esos huecos.

De nuevo estaban los tres juntos, con la mira puesta en el proyecto de fuga.

Pero antes había que cuidar la vida de piedad, que peligraba tanto en aquel ambiente. El plan de cada día era exigente: levantarse, cola para recibir la malta, gimnasia. Durante el ejercicio físico hacían un rato oración mental, tratando al Señor, aunque a veces saltaban la gimnasia para rezar paseando.

Por la tarde hacían otro rato de oración mental después de comer, tumbados, o después de la instrucción, o tras un baño en un remanso del río Henares. Antes de cenar terminaban de rezar el santo rosario, (una devoción mariana) y tras la cena rezaban las Preces de la Obra antes de dormir. Estas Preces son unas oraciones que los miembros del Opus Dei rezan cada día.

Trabaron también cierta amistad con algunos muchachos, aunque no pudieran jamás abrirse en confidencias espirituales.

El 2 de octubre, décimo aniversario de la fundación del Opus Dei, Álvaro del Portillo obtuvo un permiso del teniente para un viaje corto a Madrid. Allí estuvo con los familiares de san Josemaría y con Isidoro Zorzano. Insistió a Zorzano para que le diese formas consagradas.

Anota Rodríguez Casado que «cuando contó lo bien que estábamos en Fontanar, Isidoro le dio unos encargos para cuando estuviéramos en Burgos con Escrivá». Del Portillo se extrañó de la seguridad con la que Zorzano le daba por supuesto que el proyecto de evasión iba a coronarse felizmente el 12 de octubre. Lógicamente en la vida de los tres prófugos, la llegada del Santísimo Sacramento supuso una gran novedad.

La fuga

El 9 de octubre temprano, el batallón se dirigió al norte, hacia el frente, ¡por fin!

Fue una marcha a pie, muy penosa, de unos setenta kilómetros. Cruzaron los pueblos de Razbona (donde desayunaron) y Tamajón, llegando en la madrugada del día 10 a unas chabolas en las inmediaciones de Roblelacasa. Todo esto en la provincia de Guadalajara.

Rodríguez Casado y Alastrué iban enfermos del estómago desde el desayuno que habían tomado en Razbona, que les sentó muy mal.

Al día siguiente de su llegada, 10 de octubre, ambos cabos pudieron saber, cada uno por una vía distinta, que existía la posibilidad de pasarse superando el pico Ocejón, que es la mayor altitud de esa zona perteneciente a la sierra de Ayllón.

Había que pasar primero por el pueblo de Majaelrayo y luego subir la falda del monte.

Rápidamente Del Portillo organizó la fuga. Debían pedir permiso al Teniente, que no dudó en concederlo, pues era grande la confianza que tenía en sus dos cabos y eso fue la llave que permitió el inicio de la fuga.

Alastrué fue elegido por el Teniente como compañero de Álvaro del Portillo, pues no era conveniente ir solo, por el peligro de fuga, tal como le había aconsejado el sargento al que relevaron.

En la madrugada del día 11 de octubre los tres expedicionarios, por llamarlos de alguna manera, dejaron las chabolas y después de comulgar sobre un puente en un arroyo cercano, atravesaron, corriendo bajo la lluvia, Campillo y Majaelrayo y enfilaron una vaguada en la ladera del Ocejón que habían visto el día anterior.

Superada esa primera cresta hubieron de bajar porque la montaña que se cernía a su izquierda no les parecía nada fácil de subir, pero el conjunto se alargaba y después de bajar un poco hubieron de subir de nuevo envueltos en la niebla húmeda.

Desde lo alto, ya eran las 12, divisaron un pueblo en el horizonte, y ya orientados por dónde debían hacerlo, bajaron por un terreno de piedra pizarrosa suelta, húmeda y resbaladiza, que alternaba con gayuba, que es una planta rastrera, tapizante, igualmente resbaladiza, llegando hasta el cauce del arroyo Fragüela.

Eran tales las condiciones de lluvia, viento, niebla, terreno de pizarra suelta y matorral de gayuba igualmente resbaladiza con la lluvia, que sin ser imposibles, resultaban muy duras.

Esta última bajada les llevó dos horas muy agotadoras.

Siguieron paralelos al arroyo, por el piso de pizarra suelta y gayuba, a media ladera muy inclinada, avanzando hasta encontrar el río Sonsaz. Lo atravesaron por un rústico puente de dos o tres tablones.

En ese momento Eduardo Alastrué y Vicente Rodríguez Casado llevaban tres días prácticamente sin comer y Álvaro Del Portillo iba casi descalzo.

Desde una pradera previa al puente, divisaron una población, y la prudencia los lleva a consumir las formas consagradas que aún les quedaban, para evitar profanaciones.

El pueblo, las Tainas de Robledo, resultó estar abandonado.

Una nueva subida, con bastante pendiente y una nueva bajada, ambas muy pronunciadas.

El mismo terreno que antes, de pizarra y gayuba, húmedo, resbaladizo, y seguían sin comer salvo algunos frutos silvestres que encontraron.

Tras doce horas de fugados, y después de cruzar sin puente el río Sorbe, pernoctaron en una cueva. Al día siguiente, 12 de octubre, se levantaron poco después de las 6 de la mañana e hicieron un nuevo rato de oración.

Antes de emprender la marcha, vaciaron las cantimploras sin beber nada, pues contaban con llegar enseguida al pueblo y poder comulgar. En esa época el ayuno eucarístico, el tiempo que debía pasar sin comer ni beber antes de comulgar, empezaba a medianoche del día anterior.

De nuevo otra subida que pronto se convierte en terreno prácticamente horizontal.

Aquí el terreno es menos bronco, matas de jaras, robles y más adelante pinos. Iban encontrando huellas de carros y rastros de cabras, que son señales de que se acercaban a un pueblo.

Desde un alto del camino, en un claro, divisaron una pequeña localidad, con su iglesia, que luego sabrían que se llamaba Cantalojas. Eran las 8:30, Rodríguez Casado se preguntó si se podría percibir el sonido de las campanas, y en ese instante llegó un repique que les supo a gloria, confirmando que el pueblo era su destino deseado. Del Portillo lo calificó así: «no creo que sones humanos fuesen nunca más armoniosos que lo fueron los de aquel pobre campanario de iglesia de pueblo, para nosotros».

En medio de los pinares encontraron a un grupo de pastores que ya los habían visto, y que estaban atemorizados. Para demostrar las buenas intenciones, los tres entregaron los mosquetones y se encaminaron a Cantalojas.

Sin embargo, ya que se trataba del paso de un frente a otro, los tres prófugos corrían aún grave peligro. En la plaza de Cantalojas, pueblo situado en el mismo frente de guerra, había una nutrida guarnición compuesta por una sección de Falange, una sección de Requetés y otra de la Guardia Mora.

Tenían datos de tres soldados republicanos se acercaban al pueblo, y no sabían si era una avanzadilla o un ataque del enemigo. Como precaución, habían dispuesto las ametralladoras para repeler el ataque en cuanto apareciera el enemigo en la zona despejada que rodeaba al pueblo, donde se podía disparar a placer.

Además, siguiendo una táctica militar ordinaria, los oficiales tenían un puesto de guardia con tres vecinos del pueblo a la salida del pinar, armados y ocultos, y con órdenes de disparar a cualquier extraño que atravesara la tierra de nadie.

Esa mañana tocó el turno a Rafael Molinero Cerezo, Ramón Nicolás Montero y Juan José Molinero Redondo, al aproximarse los tres fugados, les echaron el alto y les pidieron la contraseña, pero a pesar de no obtener respuesta, no les quisieron disparar: algo en su interior les aconsejó que no lo hicieran.

En el pueblo, fueron calurosamente acogidos y pudieron asistir a la Misa de la Virgen del Pilar. Tras el almuerzo comenzaron las declaraciones y con ellas el asombro de los que escuchaban los peligros que habían corrido. En un momento dado el comandante de la Guardia que les tomaba declaración tiró el lápiz sobre la mesa y exclamó: «¡Pero no se dan cuenta que están vivos de milagro!»

Los reencuentros

¿Qué pasó después? La familia de Vicente Rodríguez Casado pudo encontrarse con él, ya al día siguiente, en Jadraque. Vicente estaba delgadísimo.

Avisaron por teléfono a Escrivá de las felices nuevas. El grupo se trasladó a Sigüenza, y gracias a los buenos oficios del padre de Vicente, que era coronel se evitó a los tres, ese mes de permanencia en el campo de evadidos de Soria, medida habitual a todos los que pasaban de un frente al otro.

El día 14 llegaron a Burgos donde los esperaban Don Josemaría, y la familia de Álvaro del Portillo. En una cena familiar los tres llegados volvieron a rememorar sus aventuras. Escuchando los relatos y, más tarde, leyendo la relación que Del Portillo había escrito, es fácil comprender los comentarios de la madre y hermana de Vicente: «¡Hay que ver cómo os ha protegido la Virgen! Para algo grande os conserva», y la reflexión de Escrivá a Rodríguez Casado: «me pasmó la ayuda sobrenatural, que allí constantemente se toca».

Por esta descripción, se comprende el interés que tenemos en recuperar ese sendero, para la historia, y facilitar su tránsito a todo el que desee rememorar estos sucesos tan excepcionales.