San Josemaría aconsejaba algo que vivía en primera persona: poner "una cruz en cada plato", es decir, mortificarse en todas las comidas: espaciando el beber agua, por ejemplo, y no haciendo comentarios sobre los alimentos. Tomaba un poco menos de lo que le apetecía o un poco más de lo que no le gustaba tanto...
Pon, entre los ingredientes de la comida, "el riquísimo" de la mortificación.
Te doy dos razones para vivir la mortificación...
Desde todos los puntos de vista, es de una importancia extraordinaria la mortificación.
—Por razones humanas, pues el que no sabe dominarse a sí mismo jamás influirá positivamente en los demás, y el ambiente le vencerá, en cuanto halague sus gustos personales: será un hombre sin energía, incapaz de un esfuerzo grande cuando sea necesario.
—Por razones divinas: ¿no te parece justo que, con estos pequeños actos, demostremos nuestro amor y acatamiento al que todo lo dio por nosotros?
... Y una tercera
La templanza es señorío. No todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria.
Algunos no desean negar nada al estómago, a los ojos, a las manos; se niegan a escuchar a quien aconseje vivir una vida limpia (...) La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata.
Otro motivo para el mismo esfuerzo
Os basta echar una mirada a vuestro alrededor. Fijaos a cuántos sacrificios se someten de buena o de mala gana, ellos y ellas, por cuidar el cuerpo, por defender la salud, por conseguir la estimación ajena... ¿No seremos nosotros capaces de removernos ante ese inmenso amor de Dios tan mal correspondido por la humanidad, mortificando lo que haya de ser mortificado, para que nuestra mente y nuestro corazón vivan más pendientes del Señor?
Se ha trastocado de tal forma el sentido cristiano en muchas conciencias que, al hablar de mortificación y de penitencia, se piensa sólo en esos grandes ayunos y cilicios que se mencionan en los admirables relatos de algunas biografías de santos. Al iniciar esta meditación, hemos sentado la premisa evidente de que hemos de imitar a Jesucristo, como modelo de conducta. Ciertamente, preparó el comienzo de su predicación retirándose al desierto, para ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches, pero antes y después practicó la virtud de la templanza con tanta naturalidad, que sus enemigos aprovecharon para tacharle calumniosamente de hombre voraz y bebedor, amigo de publicanos y gentes de mala vida.
La tragedia de la mantequilla
Leíamos —tú y yo— la vida heroicamente vulgar de aquel hombre de Dios. —Y le vimos luchar, durante meses y años (¡qué «contabilidad», la de su examen particular!), a la hora del desayuno: hoy vencía, mañana era vencido... Apuntaba: «no tomé mantequilla..., ¡tomé mantequilla!» Ojalá también vivamos —tú y yo— nuestra..., «tragedia» de la mantequilla.
Camino, 205 Conocer la historia de este punto de Camino