La vocación de María narrada como en una película

Hay películas que hemos visto tantas veces que somos capaces de repetir algunos diálogos de memoria. Muchas de ellas se ambientan en lugares en los que no hemos estado nunca, pero que nos resultan muy familiares. La anunciación es una de esas películas con las que nos sentimos como en una segunda casa.

Hace dos mil años existió una pequeña casa de ladrillo incrustada en la roca, en una aldea remota de Palestina, que fue el escenario donde tuvo lugar el acontecimiento más grande de la historia de la humanidad. Aunque no hayamos viajado allí, ese rincón –que jamás habría pasado a los libros y ni tan siquiera a los mapas– ha sido objeto de la imaginación de generaciones de cristianos y son incontables los artistas que, con más o menos verosimilitud, lo han plasmado en sus obras.

Seguramente habremos escuchado muchas veces el diálogo (cfr. Lc 1,26-38) que mantuvieron entre esas paredes una joven de nombre María y el arcángel Gabriel, enviado por Dios. Un intercambio de palabras al que podemos volver siempre (lo hacemos todos días al recitar el ángelus), pues se trata de un momento cumbre en el pacto entre Dios y los hombres.

Un corazón orante

Podemos entrar con la imaginación en un día que empieza a clarear. Es una tibia mañana de primavera y el silencio reina aún entre las callejuelas de Nazaret, interrumpido solo esporádicamente por unas pisadas, el trote de un borrico o un diálogo mantenido en voz baja. Como otras mañanas, María se ha despertado temprano. Antes de marchar al pozo a por agua, le gusta reservar unos minutos para dedicarlos a la oración. Así puede elevar su corazón a Yahvé y darle las gracias por el don de un nuevo día. Su meditación fluye como un río, «en cauce manso y ancho»[1], sin ruido de palabras. Repite el Shemá Israel[2] y los salmos del rey David son en muchas ocasiones inspiración para su plegaria.

María sabe que la memoria es un componente esencial de la fe del pueblo elegido. Es constante en la Biblia la exhortación de los escritores sagrados a Israel para que conserve el recuerdo de la providencia divina[3]. Ella había reflexionado en numerosas ocasiones sobre esos textos: «Nuestra Madre ha meditado largamente las palabras de las mujeres y de los hombres santos del Antiguo Testamento, que esperaban al Salvador, y los sucesos de que han sido protagonistas. Ha admirado aquel cúmulo de prodigios, el derroche de la misericordia de Dios con su pueblo»[4]. Acostumbrada como estaba desde niña a conversar con Yahvé en la intimidad de su corazón, consideraba su paternal protección y cómo su designio de salvación se había ido desplegando desde el inicio de los tiempos. En su oración había pedido con insistencia por el advenimiento del Mesías prometido.

A pesar de su juventud, María ha aprendido a hacer silencio para contemplar la presencia divina en su alma. Le gusta ponderar en su corazón[5] los acontecimientos grandes y pequeños, para calibrarlos bajo el prisma de la Providencia. Por eso no sorprende pensar que el ángel Gabriel, cuando se presentó ante ella para hacerle la propuesta más grande que se pueda plantear a una criatura, la encontrase recogida en oración[6]. «No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, de corazón abierto a Dios: “Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras”. Es decir, el corazón abierto a la voluntad de Dios»[7].

La humildad de la llena de gracia

El mensajero divino saluda a María con reverencia y entusiasmo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). El texto sagrado afirma que «ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo» (Lc 1, 29). No sorprende a la Virgen la visita de un ser angélico, pero sí las palabras con las que se dirige a ella: «El mensajero saluda, en efecto, a María como “llena de gracia”; la llama así, como si este fuera su verdadero nombre. No llama a su interlocutora con el nombre que le es propio en el registro civil: “Miryam” (María), sino con este nombre nuevo: “llena de gracia”»[8]. Se le revela el nombre que Yahvé ha pensado para su Madre desde toda la eternidad, el que mejor la describe. Ella, por contraste, ¡se sabe tan pequeña ante la grandeza del Creador! Y es precisamente esta humildad de María la que enamora a Dios y la convierte en objeto de su predilección: «La humildad es el secreto de María. Es la humildad la que atrajo la mirada de Dios hacia ella. El ojo humano busca siempre la grandeza y se deslumbra por lo que es ostentoso. Dios, en cambio, no mira las apariencias, Dios mira el corazón (cfr. 1 Sam 16,7) y le encanta la humildad. La humildad de los corazones le encanta a Dios»[9].

Continúa Gabriel su embajada: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin» (Lc 1, 30-33). «Ne timeas, Maria! ¡No temas, María! También hoy podemos considerar como dirigidas a nosotros esas palabras: no tengas miedo. San Juan escribe en su primera carta algo sorprendente: “el que teme no es perfecto en el amor” (1 Jn 4, 17), que san Josemaría traducía así: “el que tiene miedo, no sabe querer” (Forja, n. 260). Señor, nosotros queremos saber quererte, crecer en el amor»[10].

La joven, que ha escuchado desde la infancia la promesa mesiánica, comprende bien las palabras del mensajero celeste. Y a pesar de haber hecho la promesa de entregar a Dios por entero su alma y su cuerpo, descubre en ese momento que ha sido la escogida, entre todas las mujeres de Israel, para convertirse en la madre del Mesías. Como es habitual en ella, pone en juego todos sus talentos para discernir la voluntad divina. Aplica su inteligencia al mensaje recibido, y busca comprender cómo hacer compatible esa petición de Dios con el deseo de ser enteramente para Él que siente en su corazón: «María le dijo al ángel: –¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34). No duda de que el plan divino vaya a cumplirse. Siempre ha deseado secundar la voluntad de Yahvé, pero quiere entender de qué manera la providencia resolverá los acontecimientos y cómo puede ella responder con generosidad y adhesión de corazón. «María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres»[11].

La espera de un sí

Prosigue Gabriel: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Y añade un dato sorprendente: «Ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible» (Lc 1, 36-37). El ángel resuelve el interrogante: el fruto del vientre de María será obra del Espíritu Santo. En estas sencillas palabras está contenida la primera revelación de la fe trinitaria en el Nuevo Testamento. Y la Virgen es la primera criatura en prestar asentimiento a esta verdad, que conforma el contenido central del dogma cristiano. Como predicó san Agustín, antes de concebir en su seno, María concibe a Jesús en su corazón: «Cristo es creído y concebido mediante la fe. Primero se realiza la venida de la fe al corazón de la Virgen, y a continuación viene la fecundidad al seno de la madre»[12].

El ángel ofrece una señal a la Señora al hablarle de su prima Isabel, la esposa de Zacarías, sacerdote, que vive en Ain-Karim. También Isabel ha sido alcanzada por una gran gracia divina y está a punto de dar a luz a un hijo, a pesar de ser estéril y haber sobrepasado hace tiempo la edad de ser madre. María comprende que Isabel, además de necesitar su ayuda en el tramo final de su embarazo, es la confidente ideal con la que compartir la maravilla que Yahvé está a punto de obrar en sus entrañas y en su vida.

A continuación se hace el silencio. Son apenas unos segundos, pero parece como si el tiempo y la eternidad se entremezclaran en esa pequeña habitación, sobrepasando los límites de lo posible. De los labios de María pende toda la historia de la salvación, la redención de millones de almas, desde Adán hasta el último hombre que pise esta tierra. El ángel aguarda expectante a que preste su consentimiento[13]. María cierra un instante los ojos y se recoge en oración. Ahora comprende cómo los acontecimientos de su breve existencia se han encaminado hacia aquel momento y todas las piezas de su vida, cada talento y gracia recibidos, e incluso el dolor, cobran un sentido nuevo al escuchar esta propuesta divina. Sabe que no será fácil, piensa en José y también intuye que muchos malentenderán su situación, pero tiene bien comprobado que Dios es capaz de resolver cada prueba u obstáculo, como hizo con su pueblo durante la travesía por el desierto del Sinaí, cuando dividió las aguas del mar Rojo. No se siente digna de un don tan inmenso, pero se alegra de comprobar una vez más cómo el Señor tiene predilección por los anawin, por los más pequeños. «Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan y reciben de Él la salvación»[14].

Si no hubieras abierto…

María de Nazaret alza la mirada y fija sus ojos en Gabriel, mientras una sonrisa se dibuja en sus labios. La sorpresa, la ternura y un sutil gesto de emoción asoman a su semblante, mientras responde: «¡Yo soy la esclava del Señor! Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). «Al encanto de estas palabras virginales el Verbo se hizo carne»[15][15]. María ha dicho que sí y, aunque en apariencia nada ha cambiado, desde ese instante el Hijo del Altísimo ha sido concebido en su seno. «En ese momento se produce el grandísimo milagro: Dios se hace hombre»[16]. El cielo estalla en una fiesta. Y es tanta la felicidad y la premura de Gabriel, que parece marcharse sin despedirse: «Y la dejó el ángel» (Lc 1, 38).

Esta escena nos revela el amor inmenso de Dios por sus criaturas, pero también cómo Él cuenta con la correspondencia humana para llevar a cabo su plan de salvación. María nos hace ver hasta qué punto Dios ama y respeta la libertad del hombre y desea su cooperación para que la redención siga realizándose en todas las almas. «También en ti, oh María, se manifiesta hoy, la fortaleza y la libertad del hombre. Después de la deliberación de tan gran designio fue enviado a ti el ángel y te anuncia el mensaje de la divina decisión, pidiendo tu consentimiento; y el Hijo de Dios no baja a tu seno antes de que tú dieras el consentimiento de tu voluntad. Estaba esperando a las puertas de tu voluntad para que abrieras al que quería venir a ti; nunca hubiera entrado mientras tú no abrieras la puerta al decir: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Golpeaba a tu puerta, oh María, la eterna Deidad, pero si no hubieras abierto las puertas de tu voluntad, Dios no hubiera tomado carne humana»[17].

Nuestro agradecimiento a la santísima Virgen por haber dicho que sí a la llamada de Dios nunca será suficiente. En Es Cristo que pasa, reflexionando sobre «la realidad del cariño de tantos cristianos a la Madre de Jesús», comenta san Josemaría: «He pensado siempre que ese cariño es una correspondencia de amor, una muestra de agradecimiento filial. Porque María está muy unida a esa manifestación máxima del amor de Dios: la encarnación del Verbo»[18].


[1] Camino, n. 145

[2] Dt. 6, 4.

[3] Cfr. Sal 78 o Dt 4, 9.

[4] Amigos de Dios, n. 241.

[5] Cfr. Lc 2,19.51.

[6] Cfr. Santo Rosario, comentario al primer misterio gozoso.

[7] Francisco, Audiencia, 18-XI-2020.

[8] San Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 8.

[9] Francisco, Ángelus, 15-VIII-2021.

[10] Del Padre, Notas de una meditación, 25-III-23.

[11] Const. Dogmática Lumen gentium, n. 56.

[12] San Agustín, Sermón 293, PL 38, 1327.

[13] Un texto que recoge de un modo bellísimo este momento lo escribió san Bernardo de Claraval, un gran devoto de Santa María: Homilías sobre las excelencias de la Virgen Madre (Homilía 4, 8-9: Opera omnia, edición cisterciense, 4 [1966], 53-54). Se incluye en la liturgia de las horas del 20 de diciembre.

[14] Const. Dogmática Lumen gentium, n. 55.

[15] Santo Rosario, comentario al primer misterio gozoso.

[16] Del Padre, Notas de una meditación, 25-III-2023.

[17] De las Oraciones de santa Catalina de Siena, virgen y doctora (OR, XI, Anunciación 1379; ed. G. Cavallini, Roma 1978, pp. 123-129).

[18] Es Cristo que pasa, n. 140.

María Candela