► Reza el Trium puerorum con el devocionario móvil en español y latín.
El rey Nabucodonosor había hecho construir una estatua de oro de veintisiete metros de altura (cfr. Dn 3). Todos sus súbditos, provenientes de diversos pueblos y naciones, se reunieron en torno a ella y comenzaron a adorarla. El castigo para el que se negase era claro: «Quien no se postre y adore será inmediatamente arrojado al horno encendido». La situación se presentó propicia para denunciar a los judíos, así que unos hombres caldeos se pusieron de acuerdo y fueron rápidamente a Nabucodonosor: «¡Viva el rey por los siglos! (…) Hay unos hombres judíos a los que pusiste en la administración de Babilonia (Ananías, Azarías y Misael), y estos hombres no obedecen el decreto real, ni sirven a tus dioses, ni adoran la estatua de oro que has erigido». Entonces el rey, encolerizado y furioso, mandó traer a esos tres chicos. Y una vez que los tuvo ante él quiso asegurarse de que lo que había oído era verdad:
–¿Es cierto que vosotros no servís a mis dioses ni adoráis la estatua de oro que he erigido? (…) Si no la adoráis, seréis inmediatamente arrojados al horno encendido, y ¿qué dios será el que os libre de mis manos?
Los tres jóvenes contestaron al unísono, sin ningún atisbo de duda:
–Si existe nuestro Dios (…), él puede librarnos. (…) Y si no lo hiciera, que te conste, majestad, que nosotros ni servimos a tus dioses ni adoramos la estatua de oro que has erigido.
La reacción de Nabucodonosor no se hizo esperar. Ordenó encender el horno siete veces más de lo normal e introdujo en él a Ananías, Azarías y Misael. El fuego era tan intenso que incluso abrasó a parte del séquito del rey. Sin embargo, no logró dañar a ninguno de los jóvenes, pues un ángel del Señor había descendido con ellos y había sacado la llama fuera del horno. «Entonces los tres, como una sola boca, empezaron a alabar, glorificar y bendecir a Dios (…): Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos».
De las catacumbas al misal
Este pasaje del libro de Daniel fue tomado en el siglo II a.C. como ejemplo por aquellos hebreos que, bajo el dominio de Antíoco IV Epifanes, prefirieron la muerte antes que ser infieles a la Alianza. Los cristianos vemos en la liberación de los tres jóvenes un anuncio de la Pascua de Jesús, el mártir por excelencia y el primero en experimentar la renovación del cosmos que lleva consigo la Resurrección. Este relato gozaba de gran estima durante los primeros siglos del cristianismo, y por eso con frecuencia se representaba artísticamente en catacumbas, sepulcros y relicarios. Pero lo que sin duda contribuyó a darle una mayor relevancia fue su introducción en la gran vigilia pascual y en otras acciones litúrgicas tanto en oriente como en occidente. Y ya a partir del siglo VIII su popularidad fue tan grande que se encuentran versificaciones en diversas lenguas nacionales.
La presencia del himno de los tres jóvenes o cántico del Benedicite en el Ordo Missae se remonta al siglo IX, pero será con el Misal Romano de 1570 cuando se añada de manera oficial a los ritos conclusivos de la Misa. Hasta entonces las fuentes hablan de una diversidad de formas de rezar una serie de oraciones que, con el paso del tiempo, terminó por denominarse Trium puerorum. Este conjunto estaba formado por el cántico del Benedicite del libro de Daniel, más una serie de salmos, versículos y oraciones. Algunas fuentes precisan que este conjunto de oraciones lo cantaban todos los que participaban en la procesión hasta la sacristía; otras, en cambio, lo refieren al celebrante, en el momento de deponer las vestes sacerdotales. Pero lo que sí sabemos con certeza es que en el Misal de principios del siglo XX aparecía como la última oración prevista para el sacerdote al concluir la celebración eucarística. El entonces llamado Canon Missae terminaba con el sacerdote que, descendiendo del altar, decía como acción de gracias el Trium puerorum[1]. Así fue hasta 1962, cuando fue excluido del ordinario de la Misa y quedó situado entre las oraciones recomendadas pro opportunitate. En las recientes ediciones del Misal Romano, no aparece en la propuesta de oraciones de acción de gracias después de la Misa. Por eso, no resulta sorprendente que hoy en día resulte menos nítida la relación entre la acción de gracias y este cántico.
Novedad de una costumbre
Conociendo ya su presencia en el Misal a principios del siglo XX, contextualizamos la anotación que hizo san Josemaría en 1932: «Sería muy hermoso dar fin, cada día, a la acción de gracias con la antífona “Trium puerorum”, los dos salmos y las oraciones siguientes (cinco minutos) que el breviario pone en la acción de gracias post Missam» [2]. Sin embargo, no será hasta ocho años después cuando encontremos la primera referencia a la práctica de esta costumbre, cuando el autor del diario de Diego de León escribe: «El Padre celebra en el oratorio; después de la Misa dice que desde ahora será costumbre en la Obra el terminar la acción de gracias después de la Comunión con la oración En Ego y el cántico de los tres niños» [3].
Como en otras ocasiones, esta costumbre de la Obra se fue perfilando con la experiencia y el tiempo. No extraña, por tanto, que en 1947 san Josemaría vuelva a preguntarse sobre el modo mejor de vivir la acción de gracias después de la Misa. En una carta al Consejo General, que todavía se encontraba en Madrid, les pide que vean «si no resulta demasiado largo –creo que no–, después de los diez minutos de acción de gracias personal acabada la Santa Misa, hacer colectivamente y de modo litúrgico la acción de gracias con la Antífona y el cántico de los tres niños, el salmo 150, etc. y las tres pequeñas oraciones, con una sola conclusión. Después la jaculatoria, y se acabó. Tiene cinco años de indulgencias cada vez, y plenaria al mes. Si va bien, que lo hagan en todas las casas» [4]. Con el tiempo, la práctica se asentó y desde 1950 quedó incorporada al ritmo habitual de los centros de la Obra.
Cabe decir que esta oración no era algo exclusivo de la Obra, sino que, como ya hemos visto, estaba presente en el ordinario de la Misa de entonces. Además, es bueno recordar que el Cántico de Daniel 3 se encontraba –y aún hoy– en las laudes de la Liturgia de las Horas, sobre todo los domingos. Sin embargo, la novedad que introdujo san Josemaría fue la de extender el rezo a los laicos, fomentando así su participación activa en la liturgia. Por otra parte, esta costumbre nos ayuda a vivir la acción de gracias con toda la Iglesia, al mismo tiempo que recordamos cuál es nuestro último fin: dar gloria a Dios, Uno y Trino.
Con toda la Iglesia
Con este modo de proceder, san Josemaría distinguía dos momentos en la acción de gracias después de la Misa, para los centros de la Obra. El primero tiene que ver con el diálogo silencioso de cada uno con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo: «El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía» [5].
Por otra parte, el segundo momento quiere subrayar la dimensión eclesial de la acción de gracias, que no se reduce solamente a una experiencia individual de intimidad con Jesús. El don de Dios en la Eucaristía es tan grande que ninguna criatura por sí sola puede expresar el agradecimiento debido. Esta oración nos permite darle juntos las gracias por haber venido a nuestra casa. Por eso, cuando rezamos el Trium puerorum, no solo estamos agradeciendo a Jesús nuestra Comunión, sino también la de los que están a nuestro alrededor. Es como si le dijéramos: «Te damos gracias por haber venido a cada uno, por haberte hecho presente por nosotros, por todos los cristianos».
Precisamente para que nuestras voces se puedan unir más fácilmente al canto de alabanza y amor con el que la Iglesia vive cada encuentro eucarístico, san Josemaría pensó que se recitase el Trium puerorum. Dedicar un tiempo de la acción de gracias a este cántico nos ayuda, por tanto, a crecer en la comunión entre todos los cristianos a través de la Eucaristía. Y es que en ella la Iglesia «renace y se renueva continuamente como la communio que Cristo trajo al mundo, realizando así el designio eterno del Padre (cf. Ef 1, 3-10). De manera especial en la Eucaristía y por la Eucaristía, la Iglesia encierra en sí el germen de la unión definitiva en Cristo de todo lo que existe en los cielos y de todo lo que existe en la tierra, tal como dijo Pablo (cf. Ef 1, 10): una comunión realmente universal y eterna» [6].
Un laboratorio de alabanza
El Trium puerorum es una invitación constante a bendecir y alabar al Señor. Nos recuerda que la vocación más íntima de todas las criaturas es la de dar gloria a Dios, Uno y Trino. La Comunión es inseparable del deseo afectivo y efectivo de alabarle, de reconocer su grandeza y su omnipotencia.
Este movimiento del alma es coherente con la celebración eucarística, pues la Misa, sobre todo la plegaria eucarística, es una gran oración de acción de gracias, que empieza con un canto de alabanza –el Santo, santo, santo– y termina con una solemne glorificación de Dios Padre por Cristo, con Él y en Él. El Trium Puerorum prolonga esa plegaria. Es un momento que podríamos ver como un laboratorio en el que aprendemos a transformar nuestras relaciones con el cosmos y con los demás en un canto de alabanza a la Trinidad. De este modo, rezar el Trium puerorum antes de comenzar nuestros quehaceres diarios nos recuerda la actitud con la que debemos afrontar cada jornada: «Da “toda” la gloria a Dios. —”Exprime” con tu voluntad, ayudado por la gracia, cada una de tus acciones, para que en ellas no quede nada que huela a humana soberbia, a complacencia de tu “yo”» [7].
En este laboratorio, se dan cita todas las criaturas espirituales y materiales; se recapitulan todos los elementos del cosmos y del pueblo de Israel, empezando por aquellos más materiales y terminando por aquellos que tienen mayor capacidad vital. El culmen de este crescendo lo ocupan los «humildes de corazón» (Dn 3, 87), entre los cuales se cuentan Ananías, Azarías y Misael. Para que todos podamos unirnos a ellos y así se cumpla el proyecto original de la creación –«que todo lo que tiene vida, alabe al Señor» (Sal 150, 6)– la Iglesia concluye el Trium puerorum con una petición articulada en un padrenuestro, unos versículos sálmicos y tres oraciones. En ellos resuenan los mismos deseos antes expresados, pero esta vez convertidos en una intensa súplica para que nosotros, que también nos encontramos en medio del fuego de las pruebas interiores y exteriores, experimentemos el alivio de la ayuda divina y así podamos convertir toda nuestra jornada en un Magnificat a la misericordia divina.
[1] «Finito Evangelio sancti Johannis, discedens ab Altari, pro gratiarum actione dicit Antiphonam Trium puerorum, cum reliquis, ut habetur in principio Missalis» Missale romanum (1920), Canon Missae, p. 302.
[2] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 833 (entre el 20-IX y el 2-X-1932).
[3] Diario de Diego de León, 17-XII-1940. La oración En ego, O bone et dulcissime Jesu, es también conocida como Oración ante Jesús Crucificado.
[4] San Josemaría, Carta, 7-III-1947.
[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 92.
[6] San Juan Pablo II, Audiencia general, 15-I-1992.
[7] San Josemaría, Camino, n.784.