Tomás Alvira (1906-1992) fue un pedagogo español, padre de nueve hijos y uno de los tres primeros supernumerarios del Opus Dei. A lo largo de su vida desarrolló su labor profesional en diferentes ámbitos: fue doctor en Ciencias Químicas, investigador del CSIC, catedrático del Instituto de Ciencias Naturales, director de colegio, consejero nacional de educación y unos de los iniciadores de Fomento de Centros de Enseñanza.
En este podcast el historiador Alfredo Méndiz nos presenta algunas pinceladas sobre la vida de Tomás Alvira y lo describe como un educador, dispuesto a ayudar a crecer a cada persona en su integridad y en el desarrollo pleno de sus dimensiones.
🎙 Enlace relacionado: “Fragmentos de historia, un podcast sobre el Opus Dei y la vida de san Josemaría”
El protagonista de este podcast, Tomás Alvira, se nos presenta en las fotos que se conservan de él como una persona sonriente, cordial, sencilla, de aspecto muy corriente, por así decirlo. Sin embargo, es considerado por los expertos en educación uno de los grandes pedagogos españoles del siglo XX. Así lo definió, por ejemplo, el filósofo Leonardo Polo al comenzar un curso de Filosofía de la educación en una universidad americana. También en 1989, otro educador español célebre, Manuel Carrascosa, lo definió con sus propias palabras a propósito de lo que Tomás Alvira había realizado en los años 50 como director del Colegio Infanta María Teresa.
De hecho, Tomás Alvira, estrictamente hablando, no era un pedagogo ni maestro. Él era un químico que se había dedicado a la enseñanza, pero no porque no había encontrado otra salida profesional. Era deliberadamente un educador y se sabía con vocación profesional para la enseñanza. Solo en este sentido se le puede llamar pedagogo, en el sentido de que, a partir de su experiencia como profesor en centros de enseñanza, desplegó una importante actividad teórica y también práctica en el ámbito de la pedagogía en el Instituto de Pedagogía San José de Calasanz del CSIC, en la Sociedad Española de Pedagogía, en diversos organismos del Ministerio de Educación y en las Misiones Pedagógicas. Además, fue autor de numerosas publicaciones, libros y artículos sobre educación, así como de libros de texto de su especialidad, las ciencias naturales.
En este rápido resumen con el que introduzco al personaje antes de entrar en lo que fue su vida, es necesario mencionar al menos su labor como fundador y director de la Escuela de Profesorado de Fomento de Centros de Enseñanza en los últimos años de su actividad profesional. Pero nos hemos adelantado al final de su vida y deberíamos comenzar por el principio.
Tomás Alvira nació en 1906 en Villanueva de Gállego, un pueblo de la provincia de Zaragoza, muy cercano a Zaragoza, la capital de la provincia, donde su padre era maestro. La familia en 1908, cuando Tomás tenía solo dos años, se trasladó a Zaragoza porque su padre empezó a trabajar en una escuela de allí que ahora lleva su nombre.
El padre se llamaba también Tomás y esa escuela se llama ahora Escuela Tomás Alvira, en memoria no del protagonista de este podcast sino de su padre. Su padre era un maestro emprendedor con iniciativa y tenía cierto prestigio en la ciudad, no solo en el ámbito docente, sino también en otros ámbitos. De hecho, en el año 1924, fue nombrado concejal del Ayuntamiento de Zaragoza y poco después teniente de alcalde. Sin embargo, murió joven, en 1927, a los 47 años.
Este es un momento importante en la vida de Tomás hijo, ya que da paso a un período un tanto sombrío. Son los años de dificultades en los estudios de Ciencias Químicas en la Universidad de Zaragoza. A raíz de la muerte de su padre, su ritmo de estudios se ralentizó mucho y tardó muchos años en acabar la carrera. También hubo dificultades en su actividad profesional que en parte explica el ritmo lento de su estudio. Una actividad profesional que asumió en aquel momento en una librería que había puesto en marcha su padre con ayuda de otros parientes, la librería Aragón, a la que se dedicó a ella por un tiempo pero luego dio lugar a sinsabores y momentos amargos porque esos otros parientes que eran socios de su padre en este negocio familiar, en cierto momento le echaron de la librería.
Fueron años difíciles, pero para él no faltaron figuras de referencia que le apoyaron y ayudaron, sobre todo su familia, compuesta por su madre y tres hermanas menores que él. También su novia de aquel momento, Paquita Domínguez, una estudiante de magisterio.
Sus primeros años profesionales
En 1933 Tomás Alvira terminó la carrera de Químicas y marchó como profesor a Logroño, en un colegio de Escolapios. Al año siguiente, en 1934, pasó a la enseñanza pública en Cervera del Río Alhama, también en La Rioja, donde el gobierno de la República había creado un pequeño instituto local. Allí estuvo hasta el comienzo de la Guerra Civil española de 1936. Durante la segunda mitad de la guerra, entre 1938 y 1939, Tomás Alvira fue asignado al Instituto Jovellanos de Gijón y desde 1939 al Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid.
La guerra en 1936 le había sorprendido en Madrid, donde había ido para hacer unas oposiciones. Allí, hizo amistad con el químico y farmacéutico José María Albareda. A través de él, conoció a una figura que sería importantísima en su vida, el sacerdote Josemaría Escrivá, el fundador del Opus Dei. Con ellos dos, José María Albareda y Josemaría Escrivá, y con otras cinco personas, todos miembros del Opus Dei menos él, pasó a la zona sublevada, es decir, a la zona donde el golpe militar había triunfado a finales de 1937. El 14 de diciembre de ese mismo año, pudo volver a abrazar a su familia en Zaragoza.
Después de la guerra, en 1939, se casó con Paquita Domínguez y tuvo nueve hijos, de los cuales el primero murió a los cinco años. En 1939, también, empezó a trabajar en el Instituto Ramiro de Maeztu, para lo que se trasladó a la capital, a Madrid. Al principio, era solo un profesor contratado. Solo en 1941 obtuvo la cátedra.
El Ramiro de Maeztu era un instituto que había nacido sobre los restos del antiguo Instituto Escuela, una de las iniciativas más destacadas en el ámbito de la pedagogía española del primer tercio del siglo XX. Los vencedores de la guerra habían suprimido el Instituto Escuela porque por su inspiración en los planteamientos pedagógicos de la institución libre de enseñanza lo consideraban contrario a las esencias de la tradición española tal como ellos la entendían. Sin embargo, el Instituto Ramiro de Maeztu, de hecho, aspiraba a ser en el fondo lo mismo que el Instituto Escuela. Por una parte, era un centro de excelencia educativa orientado en parte a la formación de las élites del nuevo régimen y, por otra parte, un foco pedagógico para el resto de España.
Durante sus primeros años en Madrid, Tomás Alvira se dedicó con cierta intensidad, además de a su trabajo en el Instituto del Ramiro de Maeztu, a las iniciativas científicas de José María Albareda, aquel amigo que había hecho al llegar a Madrid en 1936 para hacer oposiciones. Albareda ya era en este momento catedrático de universidad y había sido nombrado secretario general del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
Tomás Alvira se vinculó en concreto con el Instituto de Edafología que José María Albareda dirigía en el CSIC. En este Instituto, Albareda había formado un equipo de discípulos, entre los que destacaban dos grandes amigos de Tomás Alvira, Lorenzo Vilas y Ángel Hoyos. La idea de Albareda era que aquel lugar fuera un foco de personas que se dedicaran a la alta investigación. Tomás Alvira se insertó en este grupo, hizo un doctorado con Albareda, publicó artículos en revistas científicas, dio conferencias sobre los suelos –la edafología es la ciencia del suelo– y sobre su composición.
Sin embargo, a diferencia de Albareda, Vila, Hoyos y de casi todos los demás miembros de aquel equipo, pronto se dio cuenta de que lo suyo no era la vida académica sino la enseñanza. Entonces, sin dejar de ser amigo de Albareda, dejó de lado el Instituto de Edafología y aceptó la propuesta de colaborar en otro instituto que había surgido en el seno del Consejo Superior de Investigaciones Científicas: el Instituto de Pedagogía San José de Calasanz, dirigido por otro amigo suyo, el pedagogo Víctor García Hoz, otra persona que será muy importante en la vida de Tomás Alvira.
Al cabo de unos años, en 1947, tanto Tomás Alvira como Víctor García Hoz formarán parte de la primera promoción de supernumerarios del Opus Dei, es decir, de personas casadas vinculadas al Opus Dei. Además de ellos dos, completaba aquella primera promoción de supernumerarios otro aragonés, Mariano Navarro Rubio.
Pasión por la educación
Entre 1950 y 1957, Tomás Alvira interrumpió, en parte no totalmente, su dedicación al Ramiro de Maeztu para asumir la dirección del Colegio Infanta María Teresa para huérfanos de la Guardia Civil. Introdujo en este colegio en esos siete años, introdujo una serie de cambios en la disciplina que se suavizó mucho, en las condiciones ambientales que se hicieron más humanas y familiares, y también en la atención de los los alumnos, incluyendo una cosa bastante innovadora en aquel momento que era la atención psicológica, algo importantísimo en el casos de los niños huérfanos. Fueron una serie de cambios que merecieron el reconocimiento y el aplauso general.
De hecho, fue en estos años 50 cuando Tomás Alvira, que ya tenía cierto prestigio pedagógico por sus actividades en el Instituto de Pedagogía con Víctor García Hoz, adquirió cierta proyección nacional en el ámbito pedagógico, que luego crecerá más en los años 60, 70 e incluso 80. Al dejar el Colegio de Huérfanos de la Guardia Civil, en el año 1957, pasó a ser vicedirector del Instituto Ramiro de Maeztu.
Pasaron unos años y en 1965 empezó a trabajar –compatiblemente con su trabajo en el Instituto Ramiro de Maeztu– para Fomento de Centros de Enseñanza, es decir, para la enseñanza privada, aunque no como docente o profesor, sino más bien como promotor de centros docentes.
Fomento de Centros de Enseñanza había nacido dos años antes, en 1963, con la creación de un colegio en Córdoba, el Colegio Ahlzair por iniciativa de unos padres de familia. A ese primer colegio siguieron otros en diferentes ciudades: Madrid, Barcelona, Zaragoza, Valencia y Pamplona. Lo que querían esos padres cordobeses que habían promovido aquel primer colegio, y lo que querían también los padres de otras ciudades, era una enseñanza de calidad para sus hijos, con un espíritu cristiano secular como el que en la Iglesia de entonces representaba el Opus Dei y en la de ahora, con un cierto énfasis en la atención personalizada del alumno, en la libertad y la responsabilidad como valores formativos.
Se trataba de iniciativas de padres, es decir, de colegios promovidos por los propios padres de familia y, por tanto, hacía falta alguien en la dirección central de Fomento, en Madrid, que se ocupara no de las cuestiones jurídicas, económicas o pedagógicas, alguien que se ocupara no tanto de los profesores y de los alumnos sino de la promoción de los colegios por parte de los padres, es decir, que se ocupara de los padres. Ese alguien fue Tomás Alvira, quien desde su puesto de director de la Secretaría Permanente de las Asociaciones de Padres se convirtió en una figura clave en el desarrollo de Fomento de Centros de Enseñanza en los años 60 y 70.
Cuando se jubiló, en 1976, Fomento había pasado de aquel primer colegio de Córdoba a 23 colegios en 13 ciudades españolas distintas. El mérito no es solo, claro está, de Tomás Alvira, sino sobre todo de tantos otros padres en diferentes ciudades que se habían comprometido con la causa y habían arrimado el hombro, cada uno en su medio, en su ciudad. Tras su jubilación en 1976, Tomás Alvira creó en el seno de Fomento una escuela de profesorado que dirigió durante sus primeros años hasta 1986, esta escuela de profesorado en tiempos recientes ha quedado absorbida en la Universidad Villanueva. En 1992, con 86 años, Tomás Alvira murió en Madrid.
El orfebre de la educación
Ahora querrá decir algunas cosas sobre la visión que tenía Tomás Alvira sobre la educación.
Decir algo de por qué es considerado, como hemos dicho al principio, un gran pedagogo. Antonio Vázquez, amigo y colaborador suyo y autor de la primera biografía que se publicó sobre él, llamaba a Tomás Alvira un orfebre de la educación. Lo decía en el sentido de que, por una parte, no era un teórico de la educación, él trabajaba con sus manos en la educación. En efecto, Tomás Alvira no era un teórico de la educación, era un educador experimental. Pero lo decía también en otro sentido, en el sentido de que no educaba en serie industrialmente, sino que educaba de alumno en alumno, de uno en uno y a cada uno de distinta manera. Igual que un orfebre hace distintos objetos y cada uno es distinto.
Para Tomás Alvira, educar es ayudar a crecer. Esta, por cierto, es la definición de educación con la que Leonardo Polo, de quien antes hemos hablado, parte para desarrollar su curso de filosofía de la educación. Ayudar a crecer, es decir, ayudar a que cada uno pueda crecer autónomamente en ciencia, pero también en voluntad, en carácter y en todos los aspectos de la personalidad. Pero que pueda crecer autónomamente, de acuerdo con su propio cuadro de cualidades y disposiciones naturales, sin que le venga impuesto desde fuera un modelo de crecimiento ajeno, un modelo estándar, homologado al de otros alumnos.
Claro, uno puede preguntarse: ¿esto es muy bonito, pero esto es posible en el ámbito de la enseñanza? A lo mejor un padre que tiene un hijo único sí puede dedicarse a favorecer un crecimiento personal, autónomo. Pero, ¿cuándo un maestro tiene a 30 alumnos en su clase, puede educar de esta manera? Bueno, hay indicios de que para Tomás Alvira sí era posible. Es decir, que él conseguía atender a cada alumno como un proyecto distinto, destinado a ser él mismo y no otro, llamado a desarrollar su mejor versión y necesitado de ayuda por parte de los educadores para desarrollar él mismo autónomamente su mejor versión.
Hay un testimonio elocuente de una alumna suya en la Escuela de Profesorado de Fomento. Es decir, ya estamos hablando de los años 80. Después de observar cómo actuaba en clase Tomás Alvira escribió a la directora de su antiguo colegio de provincia de donde venía –había ido a Madrid para estudiar profesorado– «Don Tomás cuando entra en el aula, de la puerta a la mesa, nos ha mirado a cada uno a los ojos». Es decir, Tomás Alvira, desde el minuto cero, se puede decir que estaba ya en comunicación personal directa con cada uno de sus alumnos. Él lo decía expresamente: quería estar entre los alumnos, es decir, paseando entre los pupitres (le gustaba dar las clases así) no ante los alumnos, mirándolos desde fuera, a todos en bloque. Quería estar entre los alumnos, dialogando con ellos, con cada uno, y mirándolos a los ojos, para darse cuenta de si aprendían o no, si estaban tristes o contentos, si necesitaban algo.
Hay un texto suyo en un libro que publicó sobre el Instituto Ramiro de Maeztu poco antes de morir. Se publicó en el mismo año de su muerte en 1992, en el que, sin indicar una fecha ni un lugar concreto, expone cómo le sobrevino la intuición de lo que él llamaba aula viva, que es esa interacción entre el profesor y el alumno, en la que lo cognoscitivo y lo vital se entrelazan.
«Al comienzo de mi vida profesional las clases consistían en conferencias que preparaba cuidadosamente pero pronto me di cuenta de mi error. Advertí que actuaba solo como transmisor de conocimientos, como cauce, como cable de transmisión, y pensé que no era ese el camino a seguir. Yo debía ser no sólo cauce, sino corriente de agua que fertiliza, no sólo cable y transmisor, sino energía que pone en movimiento. En definitiva, mi labor en el aula debía ser de educador, ayudar a mis alumnos a desarrollar su personalidad. Este fue el comienzo de una nueva vida cargada de ilusiones porque había encontrado con claridad el camino de mi vocación profesional».
Bien, esto último, «el camino de mi vocación profesional», naturalmente, tiene su importancia. San Josemaría decía que la vocación profesional es parte esencial de la vocación divina de cada hombre y cada mujer. Y en el caso de Tomás Alvira, esa simbiosis entre vocación profesional y vocación divina es clarísima. Que viviera su fe y su vocación al Opus Dei de modo ejemplar no es independiente de que asumiera con pasión su vocación profesional.