María y José «iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua» (Lc 2,41). Todos los varones del pueblo de Israel debían hacerlo. Como otras mujeres, María acompañaba a su esposo en este viaje de oración y de recuerdo de los prodigios de Dios en favor de su pueblo. ¿Y Jesús? Es posible que empezara a acompañar a sus padres desde muy pronto. En todo caso, sabemos que viajó con ellos cuando tenía doce años. Y en esa ocasión sucedió algo insólito.
Sorpresa
En el trayecto hacia Jerusalén y durante la estancia en la Ciudad Santa todo transcurrió con normalidad. También fue así durante la primera jornada del regreso; o eso les pareció a María y José, hasta que se dieron cuenta de que el Niño no estaba en la comitiva. Tuvieron que desandar el camino. Tampoco en Jerusalén consiguieron dar con Él. A medida que pasaba el tiempo, su angustia crecía. San Josemaría se imagina a María y a José llorando por la preocupación y la impotencia: ya no sabían qué hacer[1].
Al tercer día se dirigieron una vez más al Templo, probablemente para rezar y ver si podían obtener algún indicio sobre el paradero de Jesús. Quizás alguien, respondiendo a sus pesquisas, les indicó que con los doctores de la Ley había un niño que podía responder a su descripción. Efectivamente, allí lo encontraron y se quedaron maravillados (Lc 2,48).
También quienes oían al Niño estaban asombrados (Lc 2,47), aunque el motivo de su sorpresa era distinto del que provocó la admiración de María y José. Los doctores se asombraban de la sabiduría y de las respuestas de Jesús. Para sus padres esto no era una novedad. Sí lo era, en cambio, la actuación del Señor. De ahí que María pregunte por la razón de tan extraordinario comportamiento: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos» (Lc 2,48).
La respuesta del Señor no es menos sorprendente que su conducta. De hecho, ellos no comprendieron lo que les dijo (cfr. Lc 2,50). Nos interesa profundizar en esa respuesta, porque puede enseñarnos muchas cosas sobre las disposiciones de Jesús, a quien queremos imitar. No nos basta una explicación que banalice el dramatismo del diálogo. Vamos a concentrar, pues, nuestra atención en tres enseñanzas de este evento. Dos de ellas las descubriremos en la actitud del Señor; la tercera, en la reacción de Santa María.
La voluntad del Padre
«¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Desde luego que lo sabían. Con su pregunta, Jesús lo da por supuesto. Simplemente quiere hacer notar la conexión entre un comportamiento que les resultaba sorprendente y el principio que lo hace comprensible y razonable.
Si la respuesta de Jesús dejó perplejos a María y a José, con más motivo la manera de actuar de un cristiano podrá sorprender a veces a quien no ha descubierto aún el amor de Dios, y no aspira por tanto a ser contemplativo, a cultivar un trato intenso y asiduo con Él. Mucho de lo que hace un cristiano le resultará perfectamente razonable a una persona honrada, pero habrá detalles que le parecerán incomprensibles, porque el fin último hacia el que se dirige y desde el que razona es distinto del suyo.
El deseo de estar en las cosas de su Padre guía la vida de Jesucristo: «mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn 4,34); «Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt 26,39)[2]. Y guía su vida hasta el fin, hasta la muerte, y «muerte de cruz» (Flp 2,8). Es precisamente ese amor a la voluntad del Padre lo que le da un juicio certero sobre el valor de las realidades humanas: «mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió» (Jn 5,30).
Este criterio es clave para llevar una vida feliz. Dios es bueno, nos ama[3] y desea nuestra felicidad aquí en la tierra, y para siempre en el cielo. Nadie como Él, ni siquiera nosotros mismos, sabe qué contribuye a edificar esa felicidad, a crear en nosotros las condiciones que nos capacitan para descubrir, apreciar y dejarnos conquistar por todo el bien —Dios mismo, el Espíritu Santo— que Él infunde en nosotros.
Amar la voluntad de Dios no consiste en aceptar someterse a unas reglas en vista de un premio que se nos concederá si superamos ciertas pruebas. Consiste más bien en confiar en el amor de Dios y en edificar nuestra vida sobre esa confianza, porque sabemos que el Señor desea compartir con nosotros su felicidad: «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16).
En la escena que estamos considerando, Jesús nos recuerda que vale la pena buscar la voluntad de Dios, también si para hacerlo fuese necesario sufrir, e incluso hacer sufrir. Ahora bien, a veces puede resultarnos menos claro cómo realizar en la práctica el deseo de hacer lo que Dios quiere. ¿Cuál es la voluntad de Dios aquí y ahora? Si estamos ante la disyuntiva de robar o respetar la propiedad ajena, o bien de decir la verdad o mentir para obtener una ventaja económica, la respuesta es evidente. Pero hay muchas otras situaciones en las que es más difícil discernir, porque varias de las opciones pueden ser buenas y dudamos de cuál es la preferible en ese caso concreto: la aceptación de un empleo, una compra, un viaje, un plan de descanso, un cambio de nuestro horario habitual, etc.
Podemos pensar en Jesús Niño planteándose qué debía hacer en esa ocasión: ¿me quedo en Jerusalén para aprovechar esta oportunidad, aun cuando ya no tengo ocasión de avisar a mis padres, o he de regresar con ellos y ahorrarles un disgusto? Al tomar su decisión, el Señor nos enseña que en ese juicio nadie nos puede sustituir. Somos nosotros quienes tenemos que enfrentarnos a la situación y decidir: la responsabilidad es toda nuestra.
Naturalmente, esto no supone negar el valor del consejo ajeno. Al contrario. Nadie nos puede sustituir, pero nos pueden ayudar. Basta conocerse un poquito para advertir la propia insuficiencia y el desorden que el pecado original genera en nuestros deseos, razonamientos y comportamientos. Nos damos cuenta de que nuestros sentimientos —amores, miedos— pueden restar objetividad a nuestro juicio, o de que nos pueden faltar datos que quizá solo tengamos si consideramos la situación desde otros puntos de vista. De ahí la importancia de permanecer abiertos a lo que otros ven. Esto, que es tan evidente, a veces es difícil de aceptar; especialmente si el comportamiento sobre el que deliberamos nos atrae o nos cuesta mucho. Por eso resulta esencial la constante disposición de tener en mucho los consejos que recibimos de las personas que nos quieren y tienen la gracia de Dios para ayudarnos; necesitamos valorarlos como una ayuda con la que el Señor cuenta para que sepamos discernir cuál es su voluntad.
«El consejo de otro cristiano (…) es una ayuda poderosa para reconocer lo que Dios nos pide en una circunstancia determinada; pero el consejo no elimina la responsabilidad personal: somos nosotros, cada uno, los que hemos de decidir al fin, y habremos de dar personalmente cuenta a Dios de nuestras decisiones»[4]. Precisamente porque nos interesa hacer por encima de todo la voluntad de Dios, necesitamos el consejo ajeno, que nos ayuda a descubrir nuestros «ángulos ciegos» cuando, en lo grande y en lo pequeño, buscamos respuesta a la pregunta más importante de la vida: Señor, ¿qué quieres de mí?
A veces también podremos recibir indicaciones de parte de quien tiene autoridad para darlas. En esos casos, resulta iluminante la insistencia de san Josemaría en que la obediencia no debe ser ciega, sino siempre inteligente[5]. Obedecer no significa acoger sin reflexión una decisión de otro. La obediencia es inteligente también cuando nuestra razón juzga cuál es la mejor manera de seguir la indicación recibida y hacerla propia. Incluso en los casos en que se nos escapan algunas circunstancias, nuestra obediencia puede seguir siendo inteligente y no ciega.
Señor, ¿qué quieres de mí? Desde este punto de vista, se comprende la grandeza de esta virtud cristiana. Quien obedece no se empequeñece; al contrario, se hace grande por su disposición a hacer lo que Dios quiere, hasta el punto de que desea no engañarse en el momento de discernir cómo ponerlo en práctica. Anhela asemejarse al modo filial en que Jesús desea llevar adelante los planes misericordiosos de su Padre. Por esto, para obedecer hace falta tener un corazón grande, un corazón de hijo; soñar con los sueños de Dios, aspirar a ser la persona feliz que Dios quiere que seamos, desear aventurarnos en sus planes de salvación. La obediencia no es, pues, simple sometimiento, sino apertura; no es renunciar a ver, sino ser capaz de hacerlo también con los ojos de otros que nos quieren y que tienen la gracia de Dios para guiarnos. Es superar, con apertura de mente y de alma, esa tendencia a considerarnos autosuficientes, que a veces nos impide ver las cosas con perspectiva y realismo.
Erat subditus illis
Al final de este episodio, san Lucas resume en muy pocas palabras la larga serie de años que transcurrieron entre este evento y el inicio de la vida pública de Jesús: «les estaba sujeto» (Lc 2,51). Erat subditus illis: san Josemaría descubría en estas tres palabras una de las biografías breves de Jesucristo que nos proporciona la Sagrada Escritura[6].
Y aquí se encuentra la segunda enseñanza que descubrimos en la actitud del Señor: aunque su naturaleza divina le ofreciera motivos más que suficientes para pensar que no le hacía falta dejarse guiar por sus padres, Jesús nos enseña que la autoridad humana —en la familia, en la sociedad, en la Iglesia— se ha de respetar. La necesitamos precisamente porque nos ayuda a descubrir lo que Dios quiere. Naturalmente, la autoridad humana no es infalible y por eso nadie es capaz de transmitirnos, sin más, la voluntad de Dios. Pero tampoco nosotros mismos somos infalibles: a veces podemos engañarnos. De ahí que sea razonable e incluso necesario fiarse de quien tiene autoridad sobre nosotros, si lo que queremos realmente es hacer la voluntad de Dios. Porque, aunque no pueda decirse que la indicación concreta que recibimos se identifique necesariamente con lo que Dios quiere, estamos convencidos de que Dios sí quiere nuestra disponibilidad a secundarla, por amor.
Se entiende así mejor por qué san Josemaría unía el aprecio a la obediencia con el amor a la libertad: «Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana»[7], la obediencia. Esta afirmación quizá sorprenda a quien se acerque por primera vez a las enseñanzas de san Josemaría. Instintivamente, tendemos a pensar en la obediencia y la libertad como dos enemigos que combaten por dirigir nuestras acciones: si la libertad se impone, parece que la obediencia se anula; si la obediencia prevalece, parece que la libertad retrocede. Esta es, sin embargo, una falacia. Amamos nuestra libertad y no queremos de ningún modo renunciar a ella; deseamos ser plenamente dueños de nuestras acciones justamente para poder hacer, porque nos da la gana, lo que entendemos que Dios quiere. Y es precisamente ahí, a la hora de amar su voluntad, donde la obediencia encuentra su lugar y su razón de ser.
La auténtica obediencia cristiana es siempre obediencia a Dios, y la filiación divina es su soporte, su razón de ser. Así se desprende de la afirmación de san Josemaría apenas citada, que continúa así: «Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural»[8]. Nos ilusiona estar en las cosas de nuestro Padre Dios porque nos da la gana. El criterio de la autoridad humana nos ayuda a descubrir qué quiere Dios para nosotros, es decir, qué significa aquí y ahora lo que profundamente queremos nosotros. E incluso si en alguna ocasión no vemos clara la línea de acción propuesta, debemos confiar en el deseo de ayudarnos que la anima, y seguimos siendo plenamente libres. Esa actitud abierta, esa disponibilidad que echa sus raíces en nuestra libertad de hijos de Dios, refuerza la apertura de nuestra razón, la capacidad valiosísima de dejarnos orientar, de mantenernos abiertos, de ver con los ojos de otros y adoptar un punto de vista distinto del propio: una capacidad que nos interesa enormemente formar.
La obediencia nos ayuda, pues, a realizar lo que profundamente queremos. Si, en cambio, seguir a Jesucristo y estar en las cosas de su Padre —de nuestro Padre— no es nuestro deseo más hondo, el que explica todos los demás, la obediencia pierde su sentido[9] y se ve como enemiga de la libertad, como un obstáculo para hacer lo que queremos.
En la conversación corriente, se suele llamar obediencia al hecho de poner por obra las decisiones u orientaciones de la autoridad. Pero a nosotros no nos interesa solo la obediencia como un acto puntual, sino como una virtud, porque queremos parecernos a Jesucristo. No basta responder afirmativamente a la pregunta «¿he hecho lo que se me había mandado o sugerido?» Uno podría responder que sí y, sin embargo, no ser del todo obediente. Quien simplemente acoge una indicación sin hacerla propia, sin libertad, obedece solo materialmente, pero esa no es la obediencia de Jesucristo. Quien actúa así, quizá estará haciendo algo bueno, pero no se puede conformar con eso, porque la meta es mucho más alta, y es de hecho irrenunciable: renunciar a ella significaría renunciar a ser libre, con la libertad para la que Jesús nos ha liberado (cfr. Gal 5,1).
En el fondo, soy plenamente obediente cuando hago lo que se me pide porque lo quiero hacer. Y lo quiero hacer porque estoy convencido de que Dios cuenta con mi docilidad. He llegado a esa convicción porque tengo confianza en Él, que asiste con su gracia a quien me lo indica, y me fío además de la prudencia y experiencia de esa persona. En estos casos veo a quien tiene autoridad como alguien que me indica lo que vale la pena hacer, lo que Dios quiere. Soy libre no cuando obedezco «si quiero», sino cuando obedezco «porque quiero».
La escucha de Santa María
Volvamos ahora a la sorprendente respuesta de Jesús a sus padres, aliviados tras esos días de angustia, pero perplejos ante lo insólito de su comportamiento: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). El lector del Evangelio puede imaginar fácilmente su propia reacción ante una respuesta así: ¿por qué te buscábamos?, ¿no teníamos que hacerlo?, ¿debíamos habernos quedado tan tranquilos, indiferentes a lo que te sucediera?, ¿es esto lo que esperabas de nosotros? María reacciona con más calma.
Es normal que alguna vez no entendamos una indicación o un consejo. Fijémonos en otras palabras de san Josemaría: «En muchas ocasiones, [el Señor] nos habla a través de otros hombres, y puede ocurrir que la vista de los defectos de esas personas, o el pensamiento de si están bien informados, de si han entendido todos los datos del problema, se nos presente como una invitación a no obedecer». Al llegar aquí el lector quizá espera que se le advierta del peligro que esos pensamientos representan. Sin embargo, san Josemaría continúa: «Todo esto puede tener una significación divina, porque Dios no nos impone una obediencia ciega, sino una obediencia inteligente»[10].
Una significación divina: a través de esas dudas, Dios nos dice que quiere que obedezcamos con inteligencia, sin declinar nuestra responsabilidad. Conviene que manifestemos nuestro punto de vista, nuestras convicciones, «pero seamos sinceros con nosotros mismos: examinemos, en cada caso, si es el amor a la verdad lo que nos mueve, o el egoísmo y el apego al propio juicio»[11]. A veces, en efecto, «puede suceder que se esté buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que acalle precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e incluso que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar el más benévolo»[12]. Si no hemos formado la actitud habitual de que la verdad nos interese más que nuestro propio criterio —en definitiva, si no somos obedientes—, será fácil que nos engañemos, ahora o en el futuro. La ira o el desconcierto nos impedirán descubrir lo que el Señor quiere decirnos a través de lo que entonces nos resulta incomprensible.
María tampoco entendió (Lc 2,50). Pero no se rebeló. Amaba la voluntad de Dios por encima de todo y sabía bien que hay cosas que solo llegamos a comprender con el tiempo. «Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51)[13]. La Virgen no vivía solo hacia fuera, sino que consideraba una y otra vez los eventos de su vida para descubrir en ellos la acción de Dios. María escuchaba, que es lo que significa a fin de cuentas ser obediente, ob-audiens: prestar atención, permanecer a la escucha. El tiempo juega a favor de quien escucha, se fía y persevera con calma en una oración serena: permaneciendo abierto a la voz de Dios, descubrirá, como Ella, esa significación divina y terminará por agradecer incluso la oscuridad de aquellos momentos difíciles.
María perseveró en su oración. Pasaron veinte años y su Niño le faltó de nuevo. De nuevo tres días. De nuevo en Jerusalén. Pero entonces Ella ya sabía que no tenía que angustiarse buscándolo, porque Él estaba en las cosas de su Padre. Y quizás agradeció al Señor aquellas palabras desconcertantes de sus labios infantiles: ahora sostenían su esperanza en medio de un dolor que de otro modo la hubiera aplastado.
A su intercesión confiamos que el Señor nos conceda un corazón grande, capaz de ordenar todo en nuestra vida a la voluntad de Dios. Un corazón libre y abierto, que no se deje encerrar en su propia visión estrecha. Un corazón capaz de descubrir la acción de Dios en nuestra vida, también a través de instrumentos humanos, imperfectos. Un corazón capaz de escuchar y esperar, para descubrir los frutos de su acción en nuestras almas.
[1] Cfr. San Josemaría, Santo Rosario, quinto misterio gozoso.
[2] Cfr. también, por ejemplo, Hb 10,5-7 y otros muchos pasajes.
[3] Cfr. por ejemplo Is 49,15: «¿Puede una madre olvidarse de su criatura? (…) Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré».
[4] San Josemaría, Conversaciones, n. 93.
[5] Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 17.
[6] Cfr. Ibidem.
[7] Ibidem.
[8] Ibidem.
[9] Quizá el único valor que conservaría sería el de facilitar la eficacia de una organización. Pero la obediencia de Jesucristo no se reduce a eso.
[10] Es Cristo que pasa, n. 17.
[11] Ibidem, n. 17.
[12] Conversaciones, n. 93.
[13] Cfr. también Lc 2,19.