«¡Buscad lo suficiente, buscad lo que basta! Lo demás es agobio, no alivio; apesadumbra, no levanta»[1]. Así es: la vida cristiana nos lleva a buscar la intimidad con Dios y a desprendernos de lo que no nos lleva hacia Él. Se trata de un viaje interior en el que nos esforzamos a cada paso por identificar y escoger «lo que basta», aquella sola cosa que no nos será quitada (cfr. Lc 10,42).
La experiencia nos muestra, sin embargo, que esa búsqueda puede ser compleja. Hay épocas en que la vida se convierte en una especie de laberinto: momentos de confusión interior y de caos exterior, jornadas en que tenemos la cabeza llena y el corazón vacío. Puede ocurrir también que, por nuestra manera de ser o porque atravesamos periodos difíciles, tendamos a complicar las cosas, analizando una y mil veces la realidad. En esos momentos, cualquier decisión nos puede paralizar, y quizá no logramos sintonizar con la voluntad del Señor. Desearíamos entonces que la vida fuese más simple y nuestros razonamientos más directos. Anhelamos poseer esa sencillez que es capaz de iluminar la mente y de aligerar el alma.
¿Cómo discernir en cada ocasión la voluntad de Dios? ¿Cómo aceptar con serenidad los acontecimientos de la vida ordinaria? ¿Cómo relacionarnos con quienes nos rodean sin juzgar o retorcer sus intenciones? Conviene reflexionar en primer lugar sobre las raíces de nuestra tendencia a la complicación. Desde ahí descubriremos dos disposiciones que nos pueden ayudar a deshacer la madeja de nuestra alma: la humildad y el abandono.
El Creador de la vida y el “creador” del miedo
Todo artista deja una huella en sus obras. También Dios ha dejado en la creación uno de los rasgos más profundos de su esencia: la unidad. Él es Unidad en la Trinidad. La armonía y la belleza del paraíso muestran cómo en su creación no faltaba nada y no sobraba nada (cfr. Gn 2,1). El mundo y el hombre habían surgido del Amor -porque sólo el Amor es capaz de crear- y el Amor los mantenía unidos.
Sin embargo, frente al Dios de la afirmación, del sí, del «sea» (cfr. Gn 1,3), surge la voz del tentador. Como el diablo no puede crear, se dedica en cierto modo a descrear, y sugestiona al hombre con una lectura desfigurada de la realidad. Desde aquel primer episodio con Adán y Eva, el diablo juega con nuestros miedos para que nos angustiemos con el futuro o para que imaginemos intenciones rebuscadas en las palabras o en las acciones de los demás. Así, nos transforma poco a poco en almas inseguras, calculadoras y preocupadas.
«¿De modo que os ha mandado Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?», pregunta el diablo (Gn 3,1). El enemigo se propone que fijemos la atención en el árbol prohibido y que dejemos de apreciar el resto de dones de Dios: plantas, animales, otros seres humanos, una vida en estado de gracia... Comenzamos entonces a ver el mundo con sospecha, con ojos complicados. Satanás nos hace creer que nos falta algo, que Dios no es sincero, que nos esconde cosas. El Qohelet lo explica así: «Mira lo único que he descubierto: Que Dios hizo al hombre sencillo pero ellos se buscan infinitas complicaciones» (Qo 7,29).
Esa complicación prepara para el pecado. El hombre ya no dialoga ni pasea con Dios… y acaba por esconderse de él (cfr. Gn 3,8), por miedo a ser visto desnudo, desarmado. Al diablo no le basta con hacernos caer, sino que vuelve enseguida con otra sugestión, otra «no-creación», que nos aleja aún más de Dios. Al perderse la confianza entre Creador y criatura, al querer escondernos de su mirada, entran en el mundo el ansia y la fatiga (cfr. Gn 3,16-17). El hombre y la mujer viven entonces con temor al futuro[2]; su corazón termina agotándose, y se convierte así en un terreno fértil para la tristeza, esa gran aliada del enemigo.
La complicación que el pecado trae consigo nos ha hecho difícil percibir dónde está el bien y tomar decisiones que nos conduzcan a Dios. El libro de los Proverbios lo dice sin rodeos: «el de corazón retorcido no encontrará el bien» (Pr 17,20). Aun así, añoramos la armonía de nuestro pasado junto a Dios, y es precisamente esa especie de recuerdo, esa nostalgia que quedó en el alma, lo que nos sigue atrayendo hacia el Señor. La liturgia del Viernes Santo lo expresa así: «Dios todopoderoso y eterno, [Tú] creaste a todos los hombres para que, deseándote siempre, te busquen, y cuando te encuentren, descansen en ti»[3].
Humildad: sabernos mirados por Dios
Para vernos y para ver el mundo con ojos sencillos, es necesario en primer lugar encontrar nuestro descanso en la mirada de Dios. Sabernos mirados por Él nos da mucha seguridad: entendemos que Dios nos quiere en nuestra verdad y que todo lo demás tiene una importancia muy relativa. Al margen de esa mirada, en cambio, sentimos la necesidad de proteger nuestra fragilidad y nos encerramos en nosotros mismos, o quedamos paralizados por el miedo. Quien se refugia en esa mirada de amor goza de la serenidad de los sencillos, porque no depende de circunstancias que, a fin de cuentas, escapan a su control. «Somos de la verdad —dice san Juan— y en su presencia tranquilizaremos nuestro corazón» (1 Jn 3,19).
Podemos pensar en Simón Pedro, que era un hombre bueno, pero con un corazón a veces complicado. En su amor al Señor se mezclan la duda con la decisión, la obediencia con la rebeldía, el coraje con el miedo... Su momento de confusión más grande se da en el patio de Anás, durante la Pasión del Señor (cfr. Lc 22,65-72). Podemos imaginar cómo, mientras Jesús es interrogado, la angustia del discípulo crece por momentos: quiere ser fiel, pero no comprende lo que está ocurriendo; los hechos lo desbordan. Le gustaría regresar a esas caminatas con el Maestro por los campos de Galilea, cuando su voz resonaba clara y los problemas se resolvían con un gesto o una palabra del Señor. En aquellos días, era fácil creer en las promesas. El futuro era espléndido, nítido.
Ahora el miedo se apodera de él. Pedro cede a la presión y niega conocer al Maestro. Cuenta el evangelio que, poco después, sus miradas se cruzan: «El Señor se volvió y miró a Pedro. Y recordó Pedro las palabras que el Señor le había dicho: “Antes que el gallo cante hoy, me negarás tres veces”. Y salió afuera y lloró amargamente» (Lc 22,61-62). La mirada de Jesús desatasca la confusión de Pedro. Al mirarle el Señor, Pedro logra verse a sí mismo en su verdad, con los ojos de Dios. «Mírame —pedía el futuro Benedicto XVI en un Viernes santo— como lo hiciste con Pedro después de la negación. Que tu mirada penetre en nuestras almas y nos indique el camino en nuestra vida»[4].
Vernos como somos, ver claramente nuestra propia realidad, puede hacernos llorar amargamente, como a Pedro. Pero es el único modo de tocar suelo firme y de abandonar el ansia que nos produce pretender ser quienes no somos. Necesitamos mirarnos con los ojos de Dios y ser capaces de decirnos: «Pues soy como soy, y aun así Dios me ha querido para algo».
San Josemaría resumía en dos palabras los muchos motivos que tiene un cristiano para hacer oración: «conocerle y conocerte»[5]. En efecto, nuestros ratos de conversación con Dios son el momento adecuado para obtener una serena visión de los problemas y de nosotros mismos, para que el ovillo de nuestros pensamientos se pueda deshacer con la gracia de Dios. También nos ayudarán las orientaciones que podamos recibir en la dirección espiritual o en los medios de formación. Confiar en alguien que nos conoce puede servirnos para descomplicar la realidad y para restar importancia a esa voz interior que se empeña en revolver nuestros pensamientos. De hecho, san Josemaría señalaba que el objetivo de la formación cristiana que se ofrece en el Opus Dei es la sencillez: «nuestra ascética tiene la sencillez del evangelio. La complicaríamos si fuéramos complicados, si dejáramos el corazón oscuro»[6]. Por eso, a veces, un primer paso para ganar en sencillez será simplemente acoger con buena disposición un consejo, sin retorcerlo, y ver en la presencia de Dios cómo ponerlo en práctica.
Abandono: ahora es el tiempo del amor
La dificultad para abandonarse en Dios puede tener muchas causas: un cierto complejo de inferioridad, una autoestima débil, la dificultad para convivir con los propios errores... Por otro lado, el ritmo de trabajo actual tiende a complicar la vida y, en ocasiones, el carácter: al poder hacer más cosas cada día, las decisiones que tenemos que tomar aumentan; las prioridades no siempre se presentan con una claridad neta; la competitividad social nos pone presión e introduce ambiciones que acaban pesando en el alma… Desearíamos vivir una vida sencilla, pero la realidad es demasiado complicada para permitírnoslo.
Ante este panorama, san Josemaría nos invita a ocuparnos del presente, que es el kairós, el tiempo oportuno de nuestra santidad. Al fin y al cabo, el ahora es el único tiempo en el que podemos recibir la gracia de Dios: «Pórtate bien “ahora”, sin acordarte de “ayer”, que ya pasó, y sin preocuparte de “mañana”, que no sabes si llegará para ti»[7]. En efecto, el pasado o el futuro pueden acabar convirtiéndose en pesos que nos impiden discernir claramente la voluntad del Señor. Él mismo nos dice: «no os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad» (Mt 6,33).
Concentrarnos en una tarea, sin detenernos excesivamente a valorar qué pensarán los demás o qué efectos tendrá en nuestra vida, nos ayudará a enfocar la voluntad y a sacar mayor partido de los propios talentos. Sin duda, es también necesario sopesar los acontecimientos vividos y planificar el futuro, pero eso no debe impedir que, de la mano de Dios, nos concentremos en amar aquí y ahora, porque el amor solo lo podemos dar y recibir en este instante.
Cuando se presenta por primera vez a los apóstoles con su cuerpo glorioso, el Señor resucitado percibe su agitación: «¿Por qué os asustáis, y por qué admitís esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo» (Lc 24,38). Los acontecimientos que sus discípulos han vivido en los días pasados entran en colisión con lo que ven; el escándalo de la Pasión pesa aún demasiado en sus corazones; si quien tienen delante es verdaderamente Jesús, de repente el futuro se abre de par en par... Son tantas las emociones, que el Señor tiene que devolverlos al presente con una amigable pregunta: «¿Tenéis aquí algo que comer?» (Lc 24,41).
Jesús vuelve sobre una escena tantas veces vivida, cuando se sentaban juntos a comer, y eso saca a sus discípulos de la confusión. De igual modo, empeñarnos por servir a los demás en lo concreto y por desarrollar con esmero y con amor las ocupaciones de la vida ordinaria, abandonando en Dios aquellos problemas que escapan a nuestro control, será el modo más habitual de evitar enredarnos en la confusión y de volvernos, cada vez más, «sencillos como palomas» (Mt 10,16).
Al leer los evangelios, podemos descubrirnos lejos de la fe de los sencillos: la fe del pueblo que, sin mucho conocimiento de la Ley de Dios, aceptó de buen grado el mensaje de Jesús. Esa aceptación sencilla de la Palabra del Señor puede contrastar con nuestra dificultad para confiar en Él. Quizá la nuestra sea más bien la fe de los complicados.
Con todo, Dios no deja de invitarnos en cada instante a recuperar esa armonía perdida, esa sencillez que es «como la sal de la perfección»[8]. Necesitamos ver con claridad el camino de vuelta a casa, al paraíso. Por la vía de la sencillez, nos elevaremos por encima de los problemas con la ligereza que da el amor: llevados por la gracia, lograremos contemplar la realidad con los ojos de Dios.
[1] San Agustín, Sermón 85, 5.6.
[2] Cfr. Qo 6,12, Mt 6,25-34.
[3] Misal Romano, Viernes Santo, Oración universal.
[4] Card. Joseph Ratzinger, Via Crucis, 2005, 1ª estación.
[5] San Josemaría, Camino, n. 91.
[6] Cfr. Cuadernos 3, p. 149 (AGP, biblioteca, P07).
[7] Camino, n. 253.
[8] Camino, n. 305.