Hace ya bastantes años, con un convencimiento que se acrecentaba de día en día, escribí: espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. Él obrará, si en Él te abandonas (Consideraciones espirituales, Cuenca 1934, p. 67.). Ha pasado el tiempo, y aquella convicción mía se ha hecho aún más robusta, más honda. He visto, en muchas vidas, que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras.
Mientras leía el texto de la Epístola de la Misa, me he conmovido, e imagino que a vosotros os ha sucedido otro tanto. Comprendía que Dios nos ayudaba, con las palabras del Apóstol, a contemplar el entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana.
Oíd de nuevo a San Pablo: justificados por la fe, mantengamos la paz con Dios, mediante Nuestro Señor Jesucristo, por quien, en virtud de la fe, tenemos cabida en esta gracia, en la que permanecemos firmes y nos gloriamos con la esperanza de la gloria de los hijos de Dios. Pero no nos gloriamos solamente en esto; nos gozamos también en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación ejercita la paciencia, la paciencia sirve a la prueba, y la prueba a la esperanza; esperanza que no defrauda, porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo (Rom V, 1–5.).
Aquí, en la presencia de Dios, que nos preside desde el Sagrario –¡cómo fortalece esta proximidad real de Jesús!–, vamos a meditar hoy acerca de ese suave don de Dios, la esperanza, que colma nuestras almas de alegría, spe gaudentes (Rom XII, 12.), gozosos, porque –si somos fieles– nos aguarda el Amor infinito.
No olvidemos jamás que para todos –para cada uno de nosotros, por tanto– sólo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se prescinde de Él. Nunca he concedido demasiado peso a los santones que alardean de no ser creyentes: los quiero muy de veras, como a todos los hombres, mis hermanos; admiro su buena voluntad, que en determinados aspectos puede mostrarse heroica, pero los compadezco, porque tienen la enorme desgracia de que les falta la luz y el calor de Dios, y la inefable alegría de la esperanza teologal.
Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo. Nos lo confirma San Pablo: quae sursum sunt quaerite; buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del Cielo, no las de la tierra. Porque muertos estáis ya –a lo que es mundano, por el Bautismo–, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col III, 1–3.).
Esperanzas terrenas y esperanza cristiana
Con monótona cadencia sale de la boca de muchos el ritornello, ya tan manido, de que la esperanza es lo último que se pierde; como si la esperanza fuera un asidero para seguir deambulando sin complicaciones, sin inquietudes de conciencia; o como si fuera un expediente que permite aplazar sine die la oportuna rectificación de la conducta, la lucha para alcanzar metas nobles y, sobre todo, el fin supremo de unirnos con Dios.
Yo diría que ése es el camino para confundir la esperanza con la comodidad. En el fondo, no hay ansias de conseguir un verdadero bien, ni espiritual, ni material legítimo; la pretensión más alta de algunos se reduce a esquivar lo que podría alterar la tranquilidad –aparente– de una existencia mediocre. Con un alma tímida, encogida, perezosa, la criatura se llena de sutiles egoísmos y se conforma con que los días, los años, transcurran sine spe nec metu, sin aspiraciones que exijan esfuerzos, sin las zozobras de la pelea: lo que importa es evitar el riesgo del desaire y de las lágrimas. ¡Qué lejos se está de obtener algo, si se ha malogrado el deseo de poseerlo, por temor a las exigencias que su conquista comporta!
No falta tampoco la actitud superficial de quienes –incluso con visos de afectada cultura o de ciencia– componen con la esperanza poesía fácil. Incapaces de enfrentarse sinceramente con su intimidad y de decidirse por el bien, limitan la esperanza a una ilusión, a un ensueño utópico, al simple consuelo ante las congojas de una vida difícil. La esperanza –¡falsa esperanza!– se muda para éstos en una frívola veleidad, que a nada conduce.
Pero si abundan los temerosos y los frívolos, en esta tierra nuestra muchos hombres rectos, impulsados por un noble ideal –aunque sin motivo sobrenatural, por filantropía–, afrontan toda clase de privaciones y se gastan generosamente en servir a los otros, en ayudarles en sus sufrimientos o en sus dificultades. Me siento siempre movido a respetar, e incluso a admirar la tenacidad de quien trabaja decididamente por un ideal limpio. Sin embargo, considero una obligación mía recordar que todo lo que iniciamos aquí, si es empresa exclusivamente nuestra, nace con el sello de la caducidad. Meditad las palabras de la Escritura: he contemplado todo cuanto habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo tuve, y vi que todo era vanidad y apacentarse de viento, y que no hay provecho alguno debajo del sol (Eccli II, 11.).
Esta precariedad no sofoca la esperanza. Al contrario, cuando reconocemos las pequeñeces y la contingencia de la iniciativas terrenas, ese trabajo se abre a la auténtica esperanza, que eleva todo el humano quehacer y lo convierte en lugar de encuentro con Dios. Se ilumina así esa tarea con una luz perenne, que aleja las tinieblas de las desilusiones. Pero si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas. Recordad la sincera y famosa exclamación de San Agustín, que había experimentado tantas amarguras mientras desconocía a Dios, y buscaba fuera de Él la felicidad: ¡nos creaste, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti! (S. Agustín, Confessiones, 1, 1, 1 (PL 32, 661).). Quizá no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza, presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor que sacia sin saciar.
A mí, y deseo que a vosotros os ocurra lo mismo, la seguridad de sentirme –de saberme– hijo de Dios me llena de verdadera esperanza que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las criaturas se acomoda a nuestra naturaleza, y es también virtud muy humana. Estoy feliz con la certeza del Cielo que alcanzaremos, si permanecemos fieles hasta el final; con la dicha que nos llegará, quoniam bonus (Ps CV, 1.), porque mi Dios es bueno y es infinita su misericordia. Esta convicción me incita a comprender que sólo lo que está marcado con la huella de Dios revela la señal indeleble de la eternidad, y su valor es imperecedero. Por esto, la esperanza no me separa de las cosas de esta tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor.
En qué esperar
Quizá más de uno se pregunte: los cristianos, ¿en qué debemos esperar?, porque el mundo nos ofrece muchos bienes, apetecibles para este corazón nuestro, que reclama felicidad y persigue con ansias el amor. Además, queremos sembrar la paz y la alegría a manos llenas, no nos quedamos satisfechos con el logro de una prosperidad personal, y procuramos que estén contentos todos los que nos rodean.
Por desgracia, algunos, con una visión digna pero chata, con ideales exclusivamente caducos y fugaces, olvidan que los anhelos del cristiano se han de orientar hacia cumbres más elevadas: infinitas. Nos interesa el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin. Hemos comprobado, de tantas maneras, que lo de aquí abajo pasará para todos, cuando este mundo acabe: y ya antes, para cada uno, con la muerte, porque no acompañan las riquezas ni los honores al sepulcro. Por eso, con las alas de la esperanza, que anima a nuestros corazones a levantarse hasta Dios, hemos aprendido a rezar: in te Domine speravi, non confundar in aeternum (Ps XXX, 2.), espero en Ti, Señor, para que me dirijas con tus manos ahora y en todo momento, por los siglos de los siglos.
No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva (Cfr. Hebr XIII, 14.), porque este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar (Jorge Manrique, Coplas, V.). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. Esta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano.
Por el Bautismo, somos portadores de la palabra de Cristo, que serena, que enciende y aquieta las conciencias heridas. Y para que el Señor actúe en nosotros y por nosotros, hemos de decirle que estamos dispuestos a luchar cada jornada, aunque nos veamos flojos e inútiles, aunque percibamos el peso inmenso de las miserias personales y de la pobre personal debilidad. Hemos de repetirle que confiamos en Él, en su asistencia: si es preciso, como Abraham, contra toda esperanza (Rom IV, 18.). Así, trabajaremos con renovado empeño, y enseñaremos a la gente a reaccionar con serenidad, libres de odios, de recelos, de ignorancias, de incomprensiones, de pesimismos, porque Dios todo lo puede.
Allí donde nos encontremos, nos exhorta el Señor: ¡vela! Alimentemos en nuestras conciencias, ante esa petición de Dios, los deseos esperanzados de santidad, con obras. Dame, hijo mío, tu corazón (Prv XXIII, 26.), nos sugiere al oído. Déjate de construir castillos con la fantasía, decídete a abrir tu alma a Dios, pues exclusivamente en el Señor hallarás fundamento real para tu esperanza y para hacer el bien a los demás. Cuando no se lucha consigo mismo, cuando no se rechazan terminantemente los enemigos que están dentro de la ciudadela interior –el orgullo, la envidia, la concupiscencia de la carne y de los ojos, la autosuficiencia, la alocada avidez de libertinaje–, cuando no existe esa pelea interior, los más nobles ideales se agostan como la flor del heno, que al salir el sol ardiente, se seca la hierba, cae la flor, y se acaba su vistosa hermosura (Iac I, 10–11.). Después, en el menor resquicio brotarán el desaliento y la tristeza, como una planta dañina e invasora.
No se conforma Jesús con un asentimiento titubeante. Pretende, tiene derecho a que caminemos con entereza, sin concesiones ante las dificultades. Exige pasos firmes, concretos; pues, de ordinario, los propósitos generales sirven para poco. Esos propósitos tan poco delineados me parecen ilusiones falaces, que intentan acallar las llamadas divinas que percibe el corazón; fuegos fatuos, que no queman ni dan calor, y que desaparecen con la misma fugacidad con que han surgido.
Por eso, me convenceré de que tus intenciones para alcanzar la meta son sinceras, si te veo marchar con determinación. Obra el bien, revisando tus actitudes ordinarias ante la ocupación de cada instante; practica la justicia, precisamente en los ámbitos que frecuentas, aunque te dobles por la fatiga; fomenta la felicidad de los que te rodean, sirviendo a los otros con alegría en el lugar de tu trabajo, con esfuerzo para acabarlo con la mayor perfección posible, con tu comprensión, con tu sonrisa, con tu actitud cristiana. Y todo, por Dios, con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la Patria definitiva, que sólo ese fin merece la pena.
Todo lo puedo
Si no luchas, no me digas que intentas identificarte más con Cristo, conocerle, amarle. Cuando emprendemos el camino real de seguir a Cristo, de portarnos como hijos de Dios, no se nos oculta lo que nos aguarda: la Santa Cruz, que hemos de contemplar como el punto central donde se apoya nuestra esperanza de unirnos al Señor.
Te anticipo que este programa no resulta una empresa cómoda; que vivir a la manera que señala el Señor supone esfuerzo. Os leo la enumeración del Apóstol, cuando refiere sus peripecias y sus sufrimientos por cumplir la voluntad de Jesús: cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; estuve una noche y un día hundido en alta mar. En viajes, muchas veces, peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en poblado, peligros en despoblado, peligros en la mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajos y miserias, en muchas vigilias, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez. Fuera de estos sucesos exteriores, cargan sobre mí las ocupaciones de cada día por la solicitud de todas las iglesias (2 Cor XI, 24–28.).
Me gusta, en estas conversaciones con el Señor, ceñirme a la realidad en la que nos desenvolvemos, sin inventarme teorías, ni soñar con grandes renuncias, con heroicidades, que habitualmente no se dan. Importa que aprovechemos el tiempo, que se nos escapa de las manos y que, con criterio cristiano, es más que oro, porque representa un anticipo de la gloria que se nos concederá después.
Lógicamente, en nuestra jornada no toparemos con tales ni con tantas contradicciones como se cruzaron en la vida de Saulo. Nosotros descubriremos la bajeza de nuestro egoísmo, los zarpazos de la sensualidad, los manotazos de un orgullo inútil y ridículo, y muchas otras claudicaciones: tantas, tantas flaquezas. ¿Descorazonarse? No. Con San Pablo, repitamos al Señor: siento satisfacción en mis enfermedades, en los ultrajes, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias por amor de Cristo; pues cuando estoy débil, entonces soy más fuerte (2 Cor XII, 10.).
A veces, cuando todo nos sale al revés de como imaginábamos, nos viene espontáneamente a la boca: ¡Señor, que se me hunde todo, todo, todo...! Ha llegado la hora de rectificar: yo, contigo, avanzaré seguro, porque Tú eres la misma fortaleza: quia tu es, Deus, fortitudo mea (Ps XLII,2.).
Te he rogado que, en medio de las ocupaciones, procures alzar tus ojos al Cielo perseverantemente, porque la esperanza nos impulsa a agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural; también cuando las pasiones se levantan y nos acometen para aherrojarnos en el reducto mezquino de nuestro yo, o cuando –con vanidad pueril– nos sentimos el centro del universo. Yo vivo persuadido de que, sin mirar hacia arriba, sin Jesús, jamás lograré nada; y sé que mi fortaleza, para vencerme y para vencer, nace de repetir aquel grito: todo lo puedo en Aquel que me conforta (Phil IV, 13.), que recoge la promesa segura de Dios de no abandonar a sus hijos, si sus hijos no le abandonan.
La miseria y el perdón
Tanto se ha acercado el Señor a las criaturas, que todos guardamos en el corazón hambres de altura, ansias de subir muy alto, de hacer el bien. Si remuevo en ti ahora esas aspiraciones, es porque quiero que te convenzas de la seguridad que Él ha puesto en tu alma: si le dejas obrar, servirás –donde estás– como instrumento útil, con una eficacia insospechada. Para que no te apartes por cobardía de esa confianza que Dios deposita en ti, evita la presunción de menospreciar ingenuamente las dificultades que aparecerán en tu camino de cristiano.
No hemos de extrañarnos. Arrastramos en nosotros mismos –consecuencia de la naturaleza caída– un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales. Por tanto, hemos de emprender esas ascensiones, esas tareas divinas y humanas –las de cada día–, que siempre desembocan en el Amor de Dios, con humildad, con corazón contrito, fiados en la asistencia divina, y dedicando nuestros mejores esfuerzos como si todo dependiera de uno mismo.
Mientras peleamos –una pelea que durará hasta la muerte–, no excluyas la posibilidad de que se alcen, violentos, los enemigos de fuera y de dentro. Y por si fuera poco ese lastre, en ocasiones se agolparán en tu mente los errores cometidos, quizá abundantes. Te lo digo en nombre de Dios: no desesperes. Cuando eso suceda –que no debe forzosamente suceder; ni será lo habitual–, convierte esa ocasión en un motivo de unirte más con el Señor; porque Él, que te ha escogido como hijo, no te abandonará. Permite la prueba, para que ames más y descubras con más claridad su continua protección, su Amor.
Insisto, ten ánimos, porque Cristo, que nos perdonó en la Cruz, sigue ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia, y siempre tenemos por abogado ante el Padre a Jesucristo, el Justo. Él mismo es la víctima de propiciación por nuestros pecados: y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo (1 Ioh II, 1–2.), para que alcancemos la Victoria.
¡Adelante, pase lo que pase! Bien cogido del brazo del Señor, considera que Dios no pierde batallas. Si te alejas de Él por cualquier motivo, reacciona con la humildad de comenzar y recomenzar; de hacer de hijo pródigo todas las jornadas, incluso repetidamente en las veinticuatro horas del día; de ajustar tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios. En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro. Además, la Madre de Dios, que es también Madre nuestra, te protege con su solicitud maternal, y te afianza en tus pisadas.
Dios no se cansa de perdonar
Advierte la Escritura Santa que hasta el justo cae siete veces (Prv XXIV, 16.). Siempre que he leído estas palabras, se ha estremecido mi alma con una fuerte sacudida de amor y de dolor. Una vez más viene el Señor a nuestro encuentro, con esa advertencia divina, para hablarnos de su misericordia, de su ternura, de su clemencia, que nunca se acaban. Estad seguros: Dios no quiere nuestras miserias, pero no las desconoce, y cuenta precisamente con esas debilidades para que nos hagamos santos.
Una sacudida de amor, os decía. Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero Él es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí. ¿Habéis contemplado amor más grande?
Y una sacudida de dolor, pues repaso mi conducta, y me asombro ante el cúmulo de mis negligencias. Me basta examinar las pocas horas que llevo de pie en este día, para descubrir tanta falta de amor, de correspondencia fiel. Me apena de veras este comportamiento mío, pero no me quita la paz. Me postro ante Dios, y le expongo con claridad mi situación. Enseguida recibo la seguridad de su asistencia, y escucho en el fondo de mi corazón que Él me repite despacio: meus es tu! (Is XLIII, 1.); sabía –y sé– cómo eres, ¡adelante!
No puede ser de otra manera. Si acudimos continuamente a ponernos en la presencia del Señor, se acrecentará nuestra confianza, al comprobar que su Amor y su llamada permanecen actuales: Dios no se cansa de amarnos. La esperanza nos demuestra que, sin Él, no logramos realizar ni el más pequeño deber; y con Él, con su gracia, cicatrizarán nuestras heridas; nos revestiremos con su fortaleza para resistir a los ataques del enemigo, y mejoraremos. En resumen: la conciencia de que estamos hechos de barro de botijo nos ha de servir, sobre todo, para afirmar nuestra esperanza en Cristo Jesús.
Mezclaos con frecuencia entre los personajes del Nuevo Testamento. Saboread aquellas escenas conmovedoras en las que el Maestro actúa con gestos divinos y humanos, o relata con giros humanos y divinos la historia sublime del perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus hijos. Esos trasuntos del Cielo se renuevan también ahora, en la perenne actualidad del Evangelio: se palpa, se nota, cabe afirmar que se toca con las manos la protección divina; un amparo que gana en vigor, cuando vamos adelante a pesar de los traspiés, cuando comenzamos y recomenzamos, que esto es la vida interior, vivida con la esperanza en Dios.
Sin este afán de superar los obstáculos de dentro y de fuera, no se nos concederá el premio. Ningún atleta será premiado, si no luchare de veras (2 Tim II, 5.), y no sería auténtico el combate, si faltara el adversario con quien pelear. Por lo tanto, si no hay adversario, no habrá corona; pues no puede haber vencedor allá donde no hay vencido (S. Gregorio Niseno, De perfecta christiani forma (PG 46, 286).).
Lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser un acicate para crecer como cristianos: en esa pelea nos santificamos, y nuestra labor apostólica adquiere mayor eficacia. Al meditar esos momentos en los que Jesucristo –en el Huerto de los Olivos y, más tarde, en el abandono y el ludibrio de la Cruz– acepta y ama la Voluntad del Padre, mientras siente el peso gigante de la Pasión, hemos de persuadirnos de que para imitar a Cristo, para ser buenos discípulos suyos, es preciso que abracemos su consejo: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz, y me siga (Mt XVI, 24.). Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día sin cruz! Así, con la gracia divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos de apoyo a nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales.
Compréndelo: si, al clavar un clavo en la pared, no encontrases resistencia, ¿qué podrías colgar allí? Si no nos robustecemos, con el auxilio divino, por medio del sacrificio, no alcanzaremos la condición de instrumentos del Señor. En cambio, si nos decidimos a aprovechar con alegría las contrariedades, por amor de Dios, no nos costará ante lo difícil y lo desagradable, ante lo duro y lo incómodo, exclamar con los Apóstoles Santiago y Juan: ¡podemos! (Mc X, 39.).
La importancia de la lucha
Debo preveniros ante una asechanza, que no desdeña en emplear Satanás —¡ése no se toma vacaciones!—, para arrancarnos la paz. Quizá en algún instante se insinúa la duda, la tentación de pensar que se retrocede lamentablemente, o de que apenas se avanza; hasta cobra fuerza el convencimiento de que, no obstante el empeño por mejorar, se empeora. Os aseguro que, de ordinario, ese juicio pesimista refleja sólo una falsa ilusión, un engaño que conviene rechazar. Suele suceder, en esos casos, que el alma se torna más atenta, la conciencia más fina, el amor más exigente; o bien, ocurre que la acción de la gracia ilumina con más intensidad, y saltan a los ojos tantos detalles que en una penumbra pasarían inadvertidos. Sea lo que fuere, hemos de examinar atentamente esas inquietudes, porque el Señor, con su luz, nos pide más humildad o más generosidad. Acordaos de que la Providencia de Dios nos conduce sin pausas, y no escatima su auxilio —con milagros portentosos y con milagros menudos— para sacar adelante a sus hijos.
Militia est vita hominis super terram, et sicut dies mercenarii, dies eius, la vida del hombre sobre la tierra es milicia, y sus días transcurren con el peso del trabajo. Nadie escapa a este imperativo; tampoco los comodones que se resisten a enterarse: desertan de las filas de Cristo, y se afanan en otras contiendas para satisfacer su poltronería, su vanidad, sus ambiciones mezquinas; andan esclavos de sus caprichos.
Si la situación de lucha es connatural a la criatura humana, procuremos cumplir nuestras obligaciones con tenacidad, rezando y trabajando con buena voluntad, con rectitud de intención, con la mirada puesta en lo que Dios quiere. Así se colmarán nuestras ansias de Amor, y progresaremos en la marcha hacia la santidad, aunque al terminar la jornada comprobemos que todavía nos queda por recorrer mucha distancia.
Renovad cada mañana, con un serviam! decidido —¡te serviré, Señor!—, el propósito de no ceder, de no caer en la pereza o en la desidia, de afrontar los quehaceres con más esperanza, con más optimismo, bien persuadidos de que si en alguna escaramuza salimos vencidos podremos superar ese bache con un acto de amor sincero.
La virtud de la esperanza —seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios— nos habla de esa continua bondad del Señor con los hombres, contigo, conmigo, siempre dispuesto a oírnos, porque jamás se cansa de escuchar. Le interesan tus alegrías, tus éxitos, tu amor, y también tus apuros, tu dolor, tus fracasos. Por eso, no esperes en Él sólo cuando tropieces con tu debilidad; dirígete a tu Padre del Cielo en las circunstancias favorables y en las adversas, acogiéndote a su misericordiosa protección. Y la certeza de nuestra nulidad personal —no se requiere una gran humildad para reconocer esta realidad: somos una auténtica multitud de ceros— se trocará en una fortaleza irresistible, porque a la izquierda de nuestro yo estará Cristo, y ¡qué cifra inconmensurable resulta!: el Señor es mi fortaleza y mi refugio, ¿a quién temeré?.
Acostumbraos a ver a Dios detrás de todo, a saber que Él nos aguarda siempre, que nos contempla y reclama justamente que le sigamos con lealtad, sin abandonar el lugar que en este mundo nos corresponde. Hemos de caminar con vigilancia afectuosa, con una preocupación sincera de luchar, para no perder su divina compañía.
Esta lucha del hijo de Dios no va unida a tristes renuncias, a oscuras resignaciones, a privaciones de alegría: es la reacción del enamorado, que mientras trabaja y mientras descansa, mientras goza y mientras padece, pone su pensamiento en la persona amada, y por ella se enfrenta gustosamente con los diferentes problemas. En nuestro caso, además, como Dios —insisto— no pierde batallas, nosotros, con Él, nos llamaremos vencedores. Tengo la experiencia de que, si me ajusto fielmente a sus requerimientos, me pone en verdes prados y me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma, y me guía por amor de su nombre. Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque tú estás conmigo. Tu clava y tu cayado son mi consuelo.
En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos —Dios permita que sean imperceptibles— en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos, como os comentaba antes, con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso.
Acudid semanalmente —y siempre que lo necesitéis, sin dar cabida a los escrúpulos— al santo Sacramento de la Penitencia, al sacramento del divino perdón. Revestidos de la gracia, cruzaremos a través de los montes, y subiremos la cuesta del cumplimiento del deber cristiano, sin detenernos. Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios: si Dios está con nosotros, ¿quién nos podrá derrotar?. Optimismo, por lo tanto. Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a Él, si aprendemos a arrepentirnos.
Con la mirada en el cielo
Crezcamos en esperanza, que de este modo nos afianzaremos en la fe, verdadero fundamento de las cosas que se esperan, y convencimiento de las que no se poseen. Crezcamos en esta virtud, que es suplicar al Señor que acreciente su caridad en nosotros, porque sólo se confía de veras en lo que se ama con todas las fuerzas. Y vale la pena amar al Señor. Vosotros habéis experimentado, como yo, que la persona enamorada se entrega segura, con una sintonía maravillosa, en la que los corazones laten en un mismo querer. ¿Y qué será el Amor de Dios? ¿No conocéis que por cada uno de nosotros ha muerto Cristo? Sí, por este corazón nuestro, pobre, pequeño, se ha consumado el sacrificio redentor de Jesús.
Frecuentemente nos habla el Señor del premio que nos ha ganado con su Muerte y su Resurrección. Yo voy a preparar un lugar para vosotros. Y cuando habré ido, y os haya preparado lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros. El Cielo es la meta de nuestra senda terrena. Jesucristo nos ha precedido y allí, en compañía de la Virgen y de San José —a quien tanto venero—, de los Ángeles y de los Santos, aguarda nuestra llegada.
No han faltado nunca los herejes —también en la época apostólica— que han intentado arrancar a los cristianos la esperanza. Si se predica a Cristo como resucitado de entre los muertos, ¿cómo es que algunos de vosotros andan diciendo que no hay resurrección de los muertos? Pues si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Pero si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, y vana es también vuestra fe.... La divinidad de nuestro camino —Jesús, camino, verdad y vida- es prenda segura de que acaba en la felicidad eterna, si de Él no nos apartamos.
¡Qué maravilloso será cuando Nuestro Padre nos diga: siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en las cosas pequeñas, yo te confiaré las grandes: entra en el gozo de tu Señor! ¡Esperanzados! Ese es el prodigio del alma contemplativa. Vivimos de Fe, y de Esperanza, y de Amor; y la Esperanza nos vuelve poderosos. ¿Recordáis a San Juan?: a vosotros escribo, jóvenes, porque sois valientes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y vencisteis al maligno. Dios nos urge, para la juventud eterna de la Iglesia y de la humanidad entera. ¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!
No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien. Entretanto, hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas llamadas que San Ignacio de Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora del martirio: ven al Padre, ven hacia tu Padre, que te espera ansioso.
Pidamos a Santa María, Spes nostra, que nos encienda en el afán santo de habitar todos juntos en la casa del Padre. Nada podrá preocuparnos, si decidimos anclar el corazón en el deseo de la verdadera Patria: el Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con buen viento a tan claras riberas.