«La vida es un viaje, no un destino»: así reza una de las citas más populares que corren por la red[1]. Basta una simple búsqueda de estas palabras para dar con infinidad de imágenes y posters para todos los gustos: paisajes idílicos con un camino o una carretera serpenteando, una niña que se balancea en su columpio, composiciones gráficas con estilo vintage... Pero ¿qué significa realmente que la vida es un viaje, y no un destino? ¿Quizá estamos simplemente ante un tópico, una frase que triunfa porque permite relativizar los propios errores, o porque parece decir que lo de más es vivir y lo de menos cómo vivas o para qué? ¿Viaje y destino se oponen, después de todo? El destino, concretamente el destino de la vida, ¿no se juega en cada instante del viaje?
Estas preguntas requieren desde luego una aproximación serena. Veamos de entrada cómo el lema en cuestión inspira la vida de la gente corriente. En el mundo del running, por ejemplo, la idea de privilegiar el viaje sobre el destino tiene gran popularidad. Sucede que los corredores, sobre todo los principiantes, empiezan con objetivos ambiciosos, en términos de distancias que recorrer, forma física que adquirir o peso que perder. Y no resulta difícil imaginarse que la mayoría de las veces no logran cumplir esas metas tan fácilmente como esperaban. Así describía su vivencia un corredor:
«Día tras día fracasaba en mi objetivo. Día tras día se me hacía más evidente que no estaba hecho para correr. Cada carrera me ponía brutalmente frente a los hechos: seguía sin llegar al nivel. Sin embargo, lo que no había entendido sobre este deporte era lo mismo que ya tenía bien asumido en mis viajes: la clave es disfrutar del trayecto. [...] Me di cuenta de que cada carrera es un regalo. Cada carrera es una oportunidad de estar donde quieres estar. Con esta revelación, mi forma de correr cambió. Dejé de negar la alegría que sentía. Dejé de acumular días de fracaso. Empecé a vivir más “en el momento”, viendo cada carrera como una oportunidad para apreciar lo que tenía frente a mí»[2].
Este corredor estaba empezando a aprender una lección importante que cualquiera de nosotros puede aplicar al viaje de la vida. Por la fe, sabemos que nuestro destino se juega a lo largo de todos los momentos del viaje, porque la vocación cristiana es llamada a vivir enteramente de Dios y para Dios, ya en nuestro camino por la historia, y después en el cielo, cuando finalmente Él sea «todo en todos» (1 Co 15,28). San Josemaría decía por eso que «la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[3].
Sin embargo, esa unión pacífica entre recorrido y destino no es fácil de lograr. Podría decirse que, de hecho, es la obra de toda una vida. Y la vida es breve y larga a la vez. Como a aquel corredor, a veces nos puede suceder que, al proyectar la mirada hacia la meta y volver después con ella hacia donde estamos ahora, nos desanimemos: la vista de la distancia que nos queda por recorrer podría entonces incluso bloquearnos o hacernos desesperar del viaje. Pero Jesús nos ha prevenido ya ante esta tentación: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad» (Mt 6,33-34). Cuando el Reino de Dios —es decir, la vocación a la santidad— se convierte en lo primero, cada paso es una oportunidad de estar donde quieres estar y con quien quieres estar. Desde este punto de vista, el cielo está siempre a la vuelta de la esquina: la vida va siendo, a la vez, viaje y destino.
Vamos a considerar, pues, algunos aspectos de nuestro viaje hacia el cielo. En primer lugar, la certeza de que no viajamos solos: tenemos a Dios como amigo y compañero de viaje. En segundo lugar, la necesidad de salir al paso del desánimo, aprendiendo a dar la vuelta a nuestros límites y a nuestros pecados. Finalmente, la convicción de que vivir en el presente es la mejor manera de encontrar la felicidad en esta tierra y también en el cielo.
Camina humildemente con tu Dios
En el Antiguo Testamento, el breve libro de Miqueas está lleno de profecías de castigo. A través de su profeta, Dios reprende a los samaritanos por su idolatría; reprocha a su pueblo un culto externo, hueco; y también predice, por primera vez, la caída de Jerusalén. Pero eso no es todo: su mensaje es también anuncio de esperanza y de salvación. La misión de Miqueas no consiste solo en condenar el mal, sino también en recordar al pueblo que Dios está muy cerca: «Hombre, se te ha hecho saber lo que es bueno, lo que el Señor quiere de ti: tan solo practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con tu Dios» (Mi 6,8).
El Espíritu Santo —porque es él quien habla a través de los profetas— no nos dice que caminemos hacia Dios, como si él estuviera lejos, esperándonos al final de un largo camino. Nos dice que caminemos con él. Él nos acompaña en todo y se interesa por todo: lo que pensamos, lo que miramos, lo que decimos, lo que deseamos: «Jesucristo, que es Dios, que es Hombre, me entiende y me atiende porque es mi Hermano y mi Amigo»[4].
Caminar con Dios significa recorrer con él todos los episodios, grandes y pequeños, de mi vida; hablarlo todo con él, escucharle en todo momento; exponerme a que me pueda pedir cosas que no me espero, o a que me lleve por caminos que no imaginaba. Quien camina con un amigo está en la disposición de hablar y de escuchar. Así caminaban los discípulos de Emaús, aunque no sabían hasta qué punto aquel desconocido que los escuchaba con tanta atención y les hablaba con tanta fuerza era su Hermano y su Amigo. No lo sabían, pero estaban caminando con Dios, y Dios les estaba abriendo horizontes insospechados (Lc 24,13-35). «¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria»[5].
Dios quiere, además, que caminemos con él humildemente. ¿Qué significa esto? Nos lo sugiere Él mismo en una de las oraciones más breves del salterio: «Señor, mi corazón no se ha engreído, ni mis ojos se han alzado altivos. No he marchado en pos de grandezas, ni de portentos que me exceden. He moderado y acallado mi alma como un niño en el regazo de su madre. Como niño satisfecho está mi alma» (Sal 131,1-2). Caminar humildemente con Dios significa trabajar sin aspirar a unos resultados o éxitos que no dependen de mí, y que quizá no me corresponden; estar contento con lo que tengo, con lo que Dios me da, con lo que la vida me presenta. Y vivir eso… intensamente. La paradoja es que, si caminamos humildemente con Dios, de hecho haremos cosas mucho más grandes de lo que creíamos. «¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? —Dale tú lo que puedas dar»[6].
Dale la vuelta a tus defectos
«La gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace superhombres de golpe», escribe el Papa. «Pretenderlo sería confiar demasiado en nosotros mismos»[7]. La fragilidad, las dificultades, las equivocaciones, forman sencillamente parte del camino de la vida. Admitir esta realidad no significa rendirse o resignarse a pecar; es simplemente aceptar nuestros límites y nuestros tiempos, y también los de la realidad.
Pero nuestro orgullo no acaba de aceptarlo. El diablo también lo sabe, y no se limita a tentarnos para alejarnos de Dios: una vez nos ha logrado seducir, intenta aún «hacer leña del árbol caído»; se sirve de nuestros pecados o de nuestra fragilidad para desalentarnos, porque sabe que ese es un método eficaz para hacernos a abandonar el viaje. De ahí que necesitemos aprender a dar la vuelta a nuestras caídas y miserias; es decir, a sacar provecho y experiencia de ellos. Esto puede sonar extraño, pero es uno de los principios más importantes y fundamentales del crecimiento en la vida interior. Así lo han entendido desde hace siglos los maestros de espiritualidad.
Hay personas, escribe uno de ellos, a las que les «ocurre habitualmente que se asombran de sus faltas, que se inquietan, que se avergüenzan; se enfadan consigo mismos y acaban por desanimarse. Son otros tantos efectos del amor propio, efectos mucho más perjudiciales que las propias faltas»[8]. La última línea es sorprendente. La vergüenza, la inquietud y el desánimo en los que nos podemos dejar caer al ver nuestros límites hace mucho daño. Nos empuja lejos de Dios, y nos predispone hacia el pecado, que irónicamente es lo que nos había desanimado en primer lugar. Se trata, en fin, de un círculo vicioso que nos impide reconciliarnos con Dios, mirarle a la cara y decirle que estamos arrepentidos y que queremos su perdón.
A veces lo que nos puede pasar es que no nos perdonemos a nosotros mismos. Nos enamoramos quizá más de nuestra idea de perfección que de Dios, y entonces nos falta la humildad para recomenzar. «Nunca debes desanimarte, por muchas veces que caigas; debes decirte a ti mismo: “Aunque me caiga veinte veces, cien veces al día, me levantaré de nuevo cada vez, y seguiré mi camino”. ¿Qué importará, después de todo, que te hayas caído en el camino, con tal de que llegues al final? Dios no te lo va a reprochar»[9]. Lo más importante, pues, es retomar el camino volviendo a Dios todas las veces que sea necesario. La contrición ante nuestros pecados puede convertirse en un trampolín que nos impulse de nuevo hacia Dios: «Que los tropiezos y derrotas no nos aparten ya más de Él. Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo nos asiremos al yugo de Jesús. Solo esa contrición y esa humildad transformarán nuestra flaqueza humana en fortaleza divina»[10].
Vive el presente
La única manera de recorrer nuestro camino es hacerlo paso a paso. Nadie sube una montaña de un salto, y menos aún si se trata de una cima a gran altura: a veces será necesaria una buena temporada de entrenamiento y de aclimatación; y necesitaremos hacer etapas, acampar, retomar fuerzas con el confort de un equipaje bien escogido, al tiempo que disfrutamos de la conversación y del paisaje, cambiante en cada etapa. En definitiva, necesitamos concentrarnos en nuestra realidad más inmediata o, dicho de otro modo, vivir en el presente.
Vivir en el presente significa reconocer el momento actual como el único en el que puedo recibir la gracia de Dios y cumplir su voluntad. El enemigo también sabe esto demasiado bien, de modo que va a intentar alejarnos todo lo posible de nuestro aquí y ahora, angustiándonos con un pasado que nos decepciona o con un futuro que nos inquieta; o haciendo que nos perdamos en imaginaciones de lo que podía haber sido, o de lo que podría ser. Y si logra algo de todo esto, entonces ya está logrando enfriar nuestro amor, porque el amor solo se conjuga en el presente[11].
Vivir en el presente no quiere decir ignorar el pasado y el futuro, sino ponerlos en su lugar. Estar en paz con el pasado, reconciliados con Dios y con los demás... y también con nosotros mismos, por la aceptación de quienes somos y de quienes hemos llegado a ser. Y estar en paz con el futuro, porque, aunque Dios cuenta y vibra con nuestros planes y proyectos, nos quiere serenos. In manibus tuis tempora mea, dice otro salmo. En tus manos está mi tiempo, mis cosas (cfr. Sal 31,15). «En tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro…»[12], podemos rezar con san Josemaría. La aceptación y el abandono crean el clima necesario para vivir el presente con serenidad y con intensidad.
La confianza en nuestro Padre Dios nos lleva «a movernos por la vida con soltura de hijos de Dios, a razonar y decidir con libertad de hijos de Dios, a enfrentar el dolor y el sufrimiento con serenidad de hijos de Dios, a apreciar las cosas bellas como lo hace un hijo de Dios»[13]. Tener la soltura de un hijo de Dios es vivir centrado en el aquí y en el ahora, atento a hacer lo que él quiere de mí: trabajar, descansar, rezar, consolar, reírme... Hay «un tiempo para cada cosa» (Qo 3,1), y el mejor modo de acertar es vivir cada momento con el Señor: todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,17). Si cultivamos este diálogo constante con Dios, identificaremos más fácilmente lo que nos distrae y nos desvía del camino: momentos de evasión en el teléfono o en nuestra imaginación, pensamientos oscuros, atolondramiento, «mística ojalatera»[14]… Así podremos volver más fácilmente a ese camino probado y verdadero hacia la santidad, que consiste en hacer lo que debo y estar en lo que hago[15].
Vivir el presente nos permite agradecer lo que tenemos y, por eso mismo, disfrutar de la vida. De nuevo, «la felicidad en el Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[16]. La felicidad viene de la conciencia de que soy amado aquí y ahora por mi Padre Dios y de que él me colma de regalos cada día. Estar demasiado preocupados por nuestros fracasos en el pasado o por los peligros del futuro nos incapacita para percibir las cosas buenas que se nos ofrecen en el momento presente. Por eso es muy bueno que dediquemos tiempo cada día, en nuestra oración, quizá en nuestro examen de conciencia, a la gratitud. ¿Cómo me ha amado Dios hoy? ¿Qué cosas concretas puedo agradecerle?
Persevera hasta el final
«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas», nos dice Jesús (Lc 21,19). Llegar al final del camino es vital. Todos soñamos con llegar a decir, como san Pablo: «He peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe» (2 Tim 4, 7). Lo conseguiremos conservando la fe hoy, ahora mismo. Uno podría sentirse fácilmente abrumado frente a la perspectiva de ser fiel durante diez, veinte, cuarenta, ochenta años. ¿Cómo puedo estar seguro de mi fidelidad en un camino tan largo? En realidad, no se trata de estar seguro de que no me apartaré de Dios durante las próximas décadas; se trata de ser fiel a nuestro Señor hoy, con la gracia que él nos da en este momento. Viviendo así es como recorreremos el camino de la vida hasta su término.
Los cristianos reconocemos que «la vida es un viaje, no un destino» como algo obvio. Sabemos que nuestra vida no termina aquí y que, por tanto, estos años en la tierra no son el destino. Y, a la vez, sabemos que nuestra verdadera vida, nuestro destino, ya está aquí, en cada instante: nuestra vida está «escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). Por eso, necesitamos que «la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra»[17]; necesitamos que se haga su voluntad «en la tierra como en el cielo». Y entonces, sí, haremos «camino al andar»[18]: cada paso que demos hará nuestro camino y hará nuestro destino.
[1] La cita se suele atribuir a Ralph Waldo Emerson, aunque no existe una referencia escrita que lo atestigüe.
[2] John Bingham, «Enjoy Your Journey» www.runnersworld.com.
[3] San Josemaría, Forja, n. 1005.
[4] Forja, n. 182.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 313.
[6] San Josemaría, Camino, n. 829.
[7] Papa Francisco, Gaudete et exsultate, n. 50.
[8] J.-N. Grou, Manuel des âmes intérieures, Lieja, 1851, p. 159. «Lo peor del caso es que, como observa San Francisco de Sales, a veces uno se desanima y se enfada por haberse enfadado, se impacienta de haberse impacientado. ¡Qué desastre! ¿No tendríamos que ver en eso orgullo en estado puro?» (p. 160).
[9] J.-N. Grou, Manuel des âmes intérieures, pp. 160s.
[10] San Josemaría, Via Crucis, 7ª estación.
[11] Cfr. C.S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, cap. 15.
[12] Via Crucis, 7ª estación, n. 3.
[13] F. Ocáriz, Carta pastoral, 28-X-2020, n. 3.
[14] Cfr. San Josemaría, Conversaciones, nn. 88, 116.
[15] Cfr. Camino, n. 815.
[16] Forja, n. 1005.
[17] Amigos de Dios, n. 75.
[18] «Caminante, no hay camino; se hace camino al andar» (A. Machado, Campos de Castilla, «Proverbios y cantares», XXIX. San Josemaría cita este verso en Carta 6, n. 75).