Como un príncipe. Así se sentía aquel chico, a pesar de sus pocos años y de su ropa modesta y gastada, cuando al entrar en la iglesia se veía envuelto por la música vibrante del órgano. «Tenía la impresión de que nos saludaba a mí y a mis pequeños compañeros como si fuéramos príncipes», diría muchos años más tarde, recordando su infancia en Canale d’Agordo, un pueblo minúsculo al noreste de Italia. En esa experiencia infantil situaba Albino Luciani el inicio de «una vaga intuición, que luego se convertiría en convencida certeza»: la Iglesia católica «no es solo algo grande, sino que también hace grandes a los pequeños»[1].
Elige la Vida
Estas líneas del beato Juan Pablo I evocan naturalmente las de Santa María en el Magnificat. Precisamente la palabra que abre el canto de nuestra Madre significa hacer grande, cantar las grandezas de alguien. María enaltece a Dios porque Él hace grandes a los pequeños. «Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos» (Lc 1,51-53).
Junto a este canto de María, san Lucas nos ha transmitido también una expansión del corazón del Señor que, en cierto modo, podríamos llamar el Magnificat de Jesús. Como su Madre en Ain Karim, cuando lo llevaba en su seno, Jesús se llena ahora de «alegría en el Espíritu Santo», al ver cómo Dios se vuelca con los pequeños: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10,21-22).
Pero ¿qué es lo que le ha sido dado descubrir a los pequeños? Empezando por María y José, y siguiendo por los apóstoles y las mujeres que acompañaban al Señor, hasta tantos cristianos a lo largo de veinte siglos, ¿en qué consiste esa revelación a los humildes? ¿Qué es lo que los hace grandes? Un pasaje del Deuteronomio nos puede guiar hacia una primera respuesta. El Señor habla al corazón de su pueblo, en un tono solemne y tierno a la vez: «Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal (...). Hoy pongo por testigos contra vosotros los cielos y la tierra: pongo ante vosotros la vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige, pues, la vida, para que tú y tu descendencia viváis, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz y adhiriéndote a Él, porque Él es tu vida y la prolongación de tus días en la tierra que el Señor prometió dar a tus padres Abrahán, Isaac y Jacob» (Dt 30,15.19-20).
El hecho de que estas palabras alternen el «vosotros» y el «tú» parece querer mostrarnos que el Señor no habla simplemente a su pueblo, en general: está hablando a cada uno y a cada una, porque la elección por la Vida se decide en el corazón de cada una de sus criaturas. «La Vida»: así, con mayúsculas, solía escribir san Josemaría, cuando se refería a la gracia y a la gloria; a la Vida con Dios, aquí en la tierra, y después en el cielo. Conmueve releer estas palabras suyas del mes de junio del 75, pocos días antes de irse al cielo: «Todos somos la misma Vida de Cristo: ¡y hay tanto que hacer en el mundo! Vamos a pedirle al Señor, siempre, que nos ayude a todos a ser fieles, a continuar la labor, a vivir esa Vida, con mayúscula, que es la única que merece la pena: la otra no vale la pena, la otra se va, como el agua entre las manos, se escapa. En cambio, ¡esta otra Vida!»[2].
«Elige la vida». Con esas palabras fuertes del Deuteronomio, y sus mil ecos en el evangelio[3], nos está diciendo el Señor a cada uno: mira que yo te he creado para que vivas, para que seas feliz… ¿Me vas a elegir, vas a elegir la Vida? Eso es lo que han descubierto, y lo que han escogido, los «pequeños»: saben que toda el ansia infinita de vivir que llevan dentro tiene su fuente y su destino en Dios. Y no quieren otra cosa. Han entendido que triunfar en la vida, lograr su vida, es dejar que el amor de Dios los inunde, y repartirlo después a manos llenas. De María, la hermana de Marta, dirá el Señor que «ha escogido la mejor parte», y que «no le será arrebatada» (Lc 10,42). Y a sus discípulos los reconfortará en ese mismo sentido: «No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino» (Lc 12,32). Los «pequeños» viven de Dios; es lo que los hace grandes. Y eso es la santidad: vivir de Dios; y, desde Dios, para los demás.
Santidad es darse, pero es aún más «recibirse»
Al considerar la vida de los santos, los «pequeños» que han escogido la Vida, no es extraño que se nos presente con frecuencia en primer plano lo que su santidad ha supuesto de renuncia, de lucha, de «empequeñecimiento». Está claro: el santo necesariamente se opone a muchas fuerzas adversas. Jesús nos ha preparado el camino y nos ha adelantado que eso sucedería: «En el mundo tendréis sufrimientos» (Jn 16,33); «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20); «Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo» (Lc 22,31). No queda, en fin, margen para una visión fácil de la vida cristiana; aunque tampoco es fácil cualquier otra forma de vida en la tierra: al final siempre es necesario el sacrificio, la renuncia, la lucha por diversos fines, más o menos elevados.
«Mientras peleamos —una pelea que durará hasta la muerte—, no excluyas la posibilidad de que se alcen, violentos, los enemigos de fuera y de dentro»[4]. Y es que el amor a Dios encuentra distintas formas de resistencia también en nosotros, porque supone «perder cosas»: uno renuncia a tener el control de todo en su vida, o a satisfacer todos sus antojos; uno se expone a perder quizá la aprobación de algunas personas, a tomar su cruz... «Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas»[5]. Uno pierde ciertamente muchas cosas de lo que el mundo llama «vida». Sin embargo, quien pierde así su vida no la pierde en el vacío, sino en Dios. «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25). El santo «se pierde» en Dios, y así, precisamente, empieza a «encontrarse».
¿Y qué significa «encontrarse» en Dios? Escribe san Juan en su primera carta: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó» (1 Jn 4,10). La frase griega está escrita en un tiempo verbal particular, el aoristo, que es una especie de «pasado abierto». Es el mismo tiempo que domina tanto el Magnificat de María como el de Jesús. Lo que se designa en todos estos casos son «acciones que el Señor realiza de modo permanente en la historia»[6], en la historia de cada uno y de cada una. De modo que san Juan no está diciendo que Dios me ha amado una vez para siempre, sino que Dios me está amando siempre. Y que cada vez que yo amo realmente, es Dios quien me está amando, y quien está amando en mí. Aquí y ahora.
Así, es verdad que el santo se entrega, que «pierde su vida», pero es aún más verdad —en el sentido de que es una verdad que abraza y fundamenta a la anterior— que el santo «se encuentra» en Dios, y «se recibe» todo él de Dios, análogamente a como Jesús se recibe enteramente del Padre[7]. Esa es la fuente secreta del amor de los santos; eso es lo que les permite vivir de un modo que puede parecer imposible o insoportable a una mirada meramente humana. Así, aun sintiendo a diario todos sus límites y debilidades, avanzan con el alma «metida en Dios, endiosada»; en ellos «se ha hecho el cristiano viajero sediento, que abre su boca a las aguas de la fuente»[8].
A sus discípulos, que lo miran perplejos, les dice Jesús: «Para comer yo tengo un alimento que vosotros no conocéis» (Jn 4,32). Él vive de hacer la voluntad de su Padre: esa es su vida, esa es su gloria; no necesita más (cfr. Jn 4,33-34). Solo unos instantes antes, ha estado diciendo a la samaritana, junto al pozo: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva» (Jn 4,10). El Señor nos lo dice al oído a cada uno. Si conocieras el don de Dios, si te dieras cuenta de lo que quiero darte, no sería yo quien te pidiera un sorbo de agua; no sería yo quien te pidiera tu tiempo, tu fuerza, tu paciencia, tu lucha... Serías tú quien me pediría: Señor, ¿qué necesitas? Ya no medirías ni calcularías lo que le das a Dios, porque te darías cuenta de que es Él quien se entrega a ti cada vez que tú le das algo, aunque sea una pequeña moneda, aunque sea un vaso de agua... Cada vez es «todo un Dios»[9] el que se entrega a ti.
Se entiende quizás mejor ahora por qué, al pensar en la santidad, hablamos también de entrega, de renuncia: es porque existe una resistencia en nosotros. El mundo está herido, las relaciones están heridas, porque lo están los corazones... Pero esta resistencia, aun siendo real, tiende a perder fuerza en la medida en que estamos unidos a Dios. El esfuerzo por darse una y otra vez no desaparece, pero se funde con el don que nosotros mismos nos sabemos, con el amor infinito que nos abraza. Los hombres y las mujeres de Dios viven en una «paradójica confluencia de felicidad y dolor»[10], como Jesús en la Cruz; sienten con una certeza profunda que están recibiendo más de lo que dan: su alma «se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas»[11]. Como Santa María, saben que Dios está haciendo grandes cosas en ellos (cfr. Lc 1,49); que en ellos está amando aquel que siempre ama primero, aquel que es la fuente de su amor.
La santidad consiste por eso a fin de cuentas en entrar y permanecer en esa «corriente trinitaria de amor»[12] que tiene su origen en el Padre, y que llega a nosotros a través de Jesús, el predilecto, el primer amado: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Y ese amor del Padre y de Jesús en el que queremos permanecer es el Espíritu Santo: por eso lo llamamos el santificador[13] y dador de vida[14]. «¿Y los santos de Dios? ¡Oh, cada uno de los santos es una obra maestra de la gracia del Espíritu Santo!»[15].
Combate, cercanía, misión
Con estos pocos compases quedan delineados los ejes principales de la serie que ahora comienza. Los capítulos que la componen aportan diferentes perspectivas acerca de ese camino hacia la santidad en el que Dios nos quiere a todos, cada uno a su manera: «por la derecha, por la izquierda, en zig-zag, caminando con los pies, a caballo»[16]… Los ejes de la serie se resumen en tres palabras, que definen también las líneas maestras del Padrenuestro: combate, cercanía, misión. Aunque los tres motivos atraviesan la serie de inicio a fin, porque están siempre presentes en el camino hacia Dios, tiene sentido detenerse unos instantes en el porqué de este orden; sobre todo si tenemos en cuenta que, en este camino, lo fundamental es el amor que Él nos tiene.
No parece necesario insistir en lo ingenuo de pensar que sea posible vivir de Dios sin encontrar resistencia, en nosotros y fuera de nosotros. Aunque no sea este el motor secreto del camino hacia la santidad, ni muchas veces su punto de partida, la lucha no tarda en presentarse: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme y no te angusties en tiempo de adversidad» (Sir 2,1-2). La prueba, la tentación, el combate… son inevitables en un mundo herido por el pecado. «El reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan» (Mt 11,12). Empezar la reflexión desde esta perspectiva permite salir al paso de una visión demasiado cándida y buenista del camino hacia el cielo. Sin embargo, sería también ingenuo y superficial pensar que la santidad consista ante todo en esa lucha. La santidad consiste en vivir de Dios, en dejar que Él viva en mí (cfr. Gal 2,20).
«Dios está junto a nosotros de continuo (…). Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando»[17]. Esta cercanía, por la que nos sabemos escuchados en la oración y en todo momento, nos la manifiesta Dios también a través de nuestros hermanos en la fe: la amistad, el acompañamiento espiritual, los sacramentos... Un cristiano se sabe siempre acompañado de cerca, por Dios y por sus hermanos; se sabe siempre en casa. Y es eso lo que a su vez lo acerca a los demás, para darles también ese calor de hogar que él recibe de continuo. Así lo vivió, como tantos otros, la beata Guadalupe: «La certeza que tenía de la cercanía de Dios, de su amor por ella, la llenaba de sencillez y serenidad y le hacía no tener miedo de sus errores y de sus defectos, e ir siempre para adelante buscando querer en todo a Dios y a los demás»[18].
El camino hacia la santidad no es, pues, un camino solitario, ni tampoco un proyecto de salvación individualista. Todo en la vida de un cristiano dice relación, familia. El Señor, nuestros hermanos, nuestros hijos, nuestros padres, nuestros amigos, nuestros colegas… son la razón de ser de nuestros esfuerzos, de nuestros vencimientos. Si no fuera por ellos quizá dejaríamos de luchar, quizá nos rendiríamos… Pero sabemos que, igual que podemos contar con su apoyo, cuentan ellos con nosotros; en fin, que nos necesitan: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar»[19]. Así han vivido los santos: de Dios y para Dios; de los demás y para los demás.
* * *
Cuando san Josemaría pensaba en el destino de nuestro viaje, imaginaba el momento en que «toda la Grandeza de Dios, toda la Sabiduría de Dios y toda la Hermosura de Dios, toda la vibración, todo el color, ¡toda la armonía!» se volcaría en «ese vasito de barro que somos cada uno de nosotros»[20]. Y se echaba a un lado, imaginando a sus hijos aún más arriba: «Tengo una debilidad y es que os quiero mucho. Pienso que mi Cielo va a consistir en colarme por una puertecita y ponerme en un rincón, mirando y amando a la Trinidad Beatísima. Y desde allí, escondido, ver en el paraíso a mis hijas y a mis hijos muy en alto, muy cerca de Dios»[21].
[1]. A. Luciani (Beato Juan Pablo I), «In occasione del restauro dell’organo della chiesa di Canale d’Agordo», en Opera Omnia, Vol. 9, EMP, Padua 1989, p. 457.
[2]. San Josemaría, notas de una reunión familiar, 7-VI-1975, citado en S. Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei; Rialp, Madrid 1980, 6ª ed., p. 174. Cfr. también p.ej. Camino, nn. 218, 255, 399, 737; Surco, n. 817; Forja, nn. 777, 818.
[3]. Se trata en particular de uno de los hilos conductores del evangelio de san Juan. Cfr. p. ej. los diálogos con la Samaritana (Jn 4,10-14) y con Marta (Jn 11,25-27); cfr. también Jn 5,39-40; 7,37-39; 10,10.
[4]. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 214.
[5]. Ibidem, n. 301.
[6]. Benedicto XVI, Audiencia, 15-II-2006.
[7]. Cfr. Lc 10,22; Jn 5,26; 17,24; Sal 2,7.
[8]. Amigos de Dios, n. 310.
[9]. Amigos de Dios, n. 111.
[10]. San Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte (6-I-2001), n. 27.
[11]. Amigos de Dios, n. 307.
[12]. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 85.
[13]. Cfr. Catecismo de la Iglesia católica, n. 739.
[14]. Cfr. Misal Romano, Credo de Nicea-Constantinopla; Catecismo, n. 202.
[15]. San Juan XXIII, Discurso, 5-VI-1960.
[16]. San Josemaría, citado en A. Sastre, Tiempo de caminar, Rialp, Madrid 1989, p. 252.
[17]. Camino, n. 267.
[18]. F. Ocáriz, «Guadalupe: un camino al cielo en la vida cotidiana», ABC, 13-V-2019.
[19]. Francisco, Evangelii gaudium, n. 273.
[20]. San Josemaría, notas de una reunión familiar, 20-X-1968, citado en A. Sastre, Tiempo de caminar, p. 625.
[21]. San Josemaría, notas de una reunión familiar, 5-IV-1970, citado en ibidem.