La víspera de la fiesta solemne de la Pascua, sabiendo Jesús que era llegada la hora de su tránsito de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin. Este versículo de San Juan anuncia, al lector de su Evangelio, que algo grande ocurrirá en ese día. Es un preámbulo tiernamente afectuoso, paralelo al que recoge en su relato San Lucas: ardientemente, afirma el Señor, he deseado comer este cordero, celebrar esta Pascua con vosotros, antes de mi Pasión.
Comencemos por pedir desde ahora al Espíritu Santo que nos prepare, para entender cada expresión y cada gesto de Jesucristo: porque queremos vivir vida sobrenatural, porque el Señor nos ha manifestado su voluntad de dársenos como alimento del alma, y porque reconocemos que sólo Él tiene palabras de vida eterna.
La fe nos hace confesar con Simón Pedro: nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. Y es esa fe, fundida con nuestra devoción, la que en esos momentos trascendentales nos lleva a imitar la audacia de Juan: acercarnos a Jesús y recostar la cabeza en el pecho del Maestro, que amaba ardientemente a los suyos y —acabamos de escucharlo— los iba a amar hasta el fin.
Todos los modos de decir resultan pobres, si pretenden explicar, aunque sea de lejos, el misterio del Jueves Santo. Pero no es difícil imaginar en parte los sentimientos del Corazón de Jesucristo en aquella tarde, la última que pasaba con los suyos, antes del sacrificio del Calvario.
Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber —el que sea— les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.
Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
La alegría del Jueves Santo
¡Qué bien se explica ahora el clamor incesante de los cristianos, en todos los tiempos, ante la Hostia santa! Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa, que el Rey de todas las gentes, nacido de una Madre fecunda, derramó para rescatar el mundo. Es preciso adorar devotamente a este Dios escondido: es el mismo Jesucristo que nació de María Virgen; el mismo que padeció, que fue inmolado en la Cruz; el mismo de cuyo costado traspasado manó agua y sangre.
Este es el sagrado convite, en el que se recibe al mismo Cristo; se renueva la memoria de la Pasión y, con Él, el alma trata íntimamente a su Dios y posee una prenda de la gloria futura. La liturgia de la Iglesia ha resumido, en breves estrofas, los capítulos culminantes de la historia de ardiente caridad, que el Señor nos dispensa.
El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones.
La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y —en lo que nos es posible entender— porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros. La Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza; lo ha redimido del pecado —del pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno— y desea vivamente morar en el alma nuestra: el que me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él.
La Eucaristía y el misterio de la Trinidad
Esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía. Hace muchos años, aprendimos todos en el catecismo que la Sagrada Eucaristía puede ser considerada como Sacrificio y como Sacramento; y que el Sacramento se nos muestra como Comunión y como un tesoro en el altar: en el Sagrario. La Iglesia dedica otra fiesta al misterio eucarístico, al Cuerpo de Cristo —Corpus Christi— presente en todos los tabernáculos del mundo. Hoy, en el Jueves Santo, vamos a fijarnos en la Sagrada Eucaristía, Sacrificio y alimento, en la Santa Misa y en la Sagrada Comunión.
Hablaba de corriente trinitaria de amor por los hombres. Y ¿dónde advertirla mejor que en la Misa? La Trinidad entera actúa en el santo sacrificio del altar. Por eso me gusta tanto repetir en la colecta, en la secreta y en la postcomunión aquellas palabras finales: Por Jesucristo, Señor Nuestro, Hijo tuyo —nos dirigimos al Padre—, que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
En la Misa, la plegaria al Padre se hace constante. El sacerdote es un representante del Sacerdote eterno, Jesucristo, que al mismo tiempo es la Víctima. Y la acción del Espíritu Santo en la Misa no es menos inefable ni menos cierta. Por la virtud del Espíritu Santo, escribe San Juan Damasceno, se efectúa la conversión del pan en el Cuerpo de Cristo.
Esta acción del Espíritu Santo queda expresada claramente cuando el sacerdote invoca la bendición divina sobre la ofrenda: Ven, santificador omnipotente, eterno Dios, y bendice este sacrificio preparado a tu santo nombre, el holocausto que dará al Nombre santísimo de Dios la gloria que le es debida. La santificación, que imploramos, es atribuida al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían. Reconocemos también esa presencia activa del Espíritu Santo en el sacrificio cuando decimos, poco antes de la comunión: Señor, Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, vivificaste el mundo con tu muerte...
Toda la Trinidad está presente en el sacrificio del Altar. Por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. Aprendamos a tratar a la Trinidad Beatísima, Dios Uno y Trino: tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción eficazmente santificadora.
Inmediatamente después del lavabo, el sacerdote invoca: Recibe, Santa Trinidad, esta oblación que te ofrecemos en memoria de la Pasión, de la Resurrección y de la Ascensión de Jesucristo, Señor Nuestro. Y, al final de la Misa, hay otra oración de encendido acatamiento al Dios Uno y Trino: Placeat tibi, Sancta Trinitas, obsequium servitutis meæ... que te sea agradable, oh Trinidad Santísima, el tributo de mi servidumbre; dispón que el sacrificio que yo, aunque indigno, he ofrecido a la Majestad tuya, merezca aceptación; y te pido que, por tu misericordia, sea éste un sacrificio de perdón para mí y para todos por los que lo he ofrecido.
La Misa —insisto— es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo.
El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias. Este es el sacrificio que profetizó Malaquías: desde la salida del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes; y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio humeante y una oblación pura.
Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención, que no podían alcanzar los sacrificios de la Antigua Ley.
La Santa Misa en la vida del cristiano
La Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús.
La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum, hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor.
No descubro nada nuevo si digo que algunos cristianos tienen una visión muy pobre de la Santa Misa, que para otros es un mero rito exterior, cuando no un convencionalismo social. Y es que nuestros corazones, mezquinos, son capaces de vivir rutinariamente la mayor donación de Dios a los hombres. En la Misa, en esta Misa que ahora celebramos, interviene de modo especial, repito, la Trinidad Santísima. Corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma: oímos a Dios, le hablamos, lo vemos, lo gustamos. Y cuando las palabras no son suficientes, cantamos, animando a nuestra lengua —Pange, lingua!— a que proclame, en presencia de toda la humanidad, las grandezas del Señor.
Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos.
Quizá, a veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros.
Permitid que os recuerde lo que en tantas ocasiones habéis observado: el desarrollo de las ceremonias litúrgicas. Siguiéndolas paso a paso, es muy posible que el Señor haga descubrir a cada uno de nosotros en qué debe mejorar, qué vicios ha de extirpar, cómo ha de ser nuestro trato fraterno con todos los hombres.
El sacerdote se dirige hacia el altar de Dios, del Dios que alegra nuestra juventud. La Santa Misa se inicia con un canto de alegría, porque Dios está aquí. Es la alegría que, junto con el reconocimiento y el amor, se manifiesta en el beso a la mesa del altar, símbolo de Cristo y recuerdo de los santos: un espacio pequeño, santificado porque en esta ara se confecciona el Sacramento de la infinita eficacia.
El Confiteor nos pone por delante nuestra indignidad; no el recuerdo abstracto de la culpa, sino la presencia, tan concreta, de nuestros pecados y de nuestras faltas. Por eso repetimos: Kyrie eleison, Christe eleison, Señor, ten piedad de nosotros; Cristo, ten piedad de nosotros. Si el perdón que necesitamos estuviera en relación con nuestros méritos, en este momento brotaría en el alma una tristeza amarga. Pero, por bondad divina, el perdón nos viene de la misericordia de Dios, al que ya ensalzamos —Gloria!—, porque Tú solo eres santo, Tú solo Señor, Tú solo altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre.
Oímos ahora la Palabra de la Escritura, la Epístola y el Evangelio, luces del Paráclito, que habla con voces humanas para que nuestra inteligencia sepa y contemple, para que la voluntad se robustezca y la acción se cumpla. Porque somos un solo pueblo que confiesa una sola fe, un Credo; un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
A continuación, la ofrenda: el pan y el vino de los hombres. No es mucho, pero la oración acompaña: recíbenos, Señor, al presentarnos a Ti con espíritu de humildad y con el corazón contrito; y el sacrificio que hoy te ofrecemos, oh Señor Dios, llegue de tal manera a tu presencia, que te sea grato. Irrumpe de nuevo el recuerdo de nuestra miseria y el deseo de que todo lo que va al Señor esté limpio y purificado:lavaré mis manos, amo el decoro de tu casa.
Hace un instante, antes del lavabo, hemos invocado al Espíritu Santo, pidiéndole que bendiga el Sacrificio ofrecido a su santo Nombre. Acabada la purificación, nos dirigimos a la Trinidad —Suscipe, Sancta Trinitas—, para que acoja lo que presentamos en memoria de la vida, de la Pasión, de la Resurrección y de la Ascensión de Cristo, en honor de María, siempre Virgen, en honor de todos los santos.
Que la oblación redunde en salvación de todos —Orate, fratres, reza el sacerdote—, porque este sacrificio es mío y vuestro, de toda la Iglesia Santa. Orad, hermanos, aunque seáis pocos los que os encontráis reunidos; aunque sólo se halle materialmente presente nada más un cristiano, y aunque estuviese solo el celebrante: porque cualquier Misa es el holocausto universal, rescate de todas las tribus y lenguas y pueblos y naciones.
Todos los cristianos, por la Comunión de los Santos, reciben las gracias de cada Misa, tanto si se celebra ante miles de personas o si ayuda al sacerdote como único asistente un niño, quizá distraído. En cualquier caso, la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus...
Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad. Como sé también que, de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la intima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que se ofrece en sacrificio redentor, en el Calvario y en la Santa Misa.
Así se entra en el canon, con la confianza filial que llama a nuestro Padre Dios clementísimo. Le pedimos por la Iglesia y por todos en la Iglesia: por el Papa, por nuestra familia, por nuestros amigos y compañeros. Y el católico, con corazón universal, ruega por todo el mundo, porque nada puede quedar excluido de su celo entusiasta. Para que la petición sea acogida, hacemos presente nuestro recuerdo y nuestra comunicación con la gloriosa siempre Virgen María y con un puñado de hombres, que siguieron los primeros a Cristo y murieron por Él.
Quam oblationem... Se acerca el instante de la consagración. Ahora, en la Misa, es otra vez Cristo quien actúa, a través del sacerdote: Este es mi Cuerpo. Este es el cáliz de mi Sangre. ¡Jesús está con nosotros! Con la Transustanciación, se reitera la infinita locura divina, dictada por el Amor. Cuando hoy se repita ese momento, que sepamos cada uno decir al Señor, sin ruido de palabras, que nada podrá separarnos de El, que su disponibilidad —inerme— de quedarse en las apariencias ¡tan frágiles! del pan y del vino, nos ha convertido en esclavos voluntarios: præsta meæ menti de te vivere, et te illi semper dulce sapere, haz que yo viva siempre de ti y que siempre saboree la dulzura de tu amor.
Más peticiones: porque los hombres estamos casi siempre inclinados a pedir: por nuestros hermanos difuntos, por nosotros mismos. Aquí caben también todas nuestras infidelidades, nuestras miserias. La carga es mucha, pero Él quiere llevarla por nosotros y con nosotros. Termina el canon con otra invocación a la Trinidad Santísima: per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso..., por Cristo, con Cristo y en Cristo, Amor nuestro, a Ti, Padre Todopoderoso, en unidad del Espíritu Santo, te sea dado todo honor y gloria por los siglos de los siglos.
Jesús es el Camino, el Mediador; en Él, todo; fuera de Él, nada. En Cristo, enseñados por Él, nos atrevemos a llamar Padre Nuestro al Todopoderoso: el que hizo el cielo y la tierra es ese Padre entrañable que espera que volvamos a Él continuamente, cada uno como un nuevo y constante hijo pródigo.
Ecce Agnus Dei... Domine, non sum dignus... Vamos a recibir al Señor. Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si sólo se pudiera comulgar una vez en la vida?
Cuando yo era niño, no estaba aún extendida la práctica de la comunión frecuente. Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor.
Con Cristo en el alma, termina la Santa Misa: la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo nos acompaña durante toda la jornada, en nuestra tarea sencilla y normal de santificar todas las nobles actividades humanas.
Asistiendo a la Santa Misa, aprenderéis a tratar a cada una de las Personas divinas: al Padre, que engendra al Hijo; al Hijo, que es engendrado por el Padre; al Espíritu Santo que de los dos procede. Tratando a cualquiera de las tres Personas, tratamos a un solo Dios; y tratando a las tres, a la Trinidad, tratamos igualmente a un solo Dios único y verdadero. Amad la Misa, hijos míos, amad la Misa. Y comulgad con hambre, aunque estéis helados, aunque la emotividad no responda: comulgad con fe, con esperanza, con encendida caridad.
Tratar a Jesucristo
No ama a Cristo quien no ama la Santa Misa, quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos, pero que son siempre expresión de un corazón apasionado. De este modo hemos de asistir a la Santa Misa. Por eso he sospechado siempre que, los que quieren oír una Misa corta y atropellada, demuestran con esa actitud poco elegante también, que no han alcanzado a darse cuenta de lo que significa el Sacrificio del altar.
El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía. ¿Cómo dirigirnos a Él, cómo hablarle, cómo comportarse?
No se compone de normas rígidas la vida cristiana, porque el Espíritu Santo no guía a las almas en masa, sino que, en cada una, infunde aquellos propósitos, inspiraciones y afectos que le ayudarán a percibir y a cumplir la voluntad del Padre. Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones el nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo.
Es Rey y ansía reinar en nuestros corazones de hijos de Dios. Pero no imaginemos los reinados humanos; Cristo no domina ni busca imponerse, porque no ha venido a ser servido sino a servir.
Su reino es la paz, la alegría, la justicia. Cristo, rey nuestro, no espera de nosotros vanos razonamientos, sino hechos, porque no todo aquel que dice ¡Señor!, ¡Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ése entrará.
Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres —y Tú quieres siempre—, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino.
Es Maestro de una ciencia que sólo Él posee: la del amor sin límites a Dios y, en Dios, a todos los hombres. En la escuela de Cristo se aprende que nuestra existencia no nos pertenece: Él entregó su vida por todos los hombres y, si le seguimos, hemos de comprender que tampoco nosotros podemos apropiarnos de la nuestra de manera egoísta, sin compartir los dolores de los demás. Nuestra vida es de Dios y hemos de gastarla en su servicio, preocupándonos generosamente de las almas, demostrando, con la palabra y con el ejemplo, la hondura de las exigencias cristianas.
Jesús espera que alimentemos el deseo de adquirir esa ciencia, para repetirnos: el que tenga sed, venga a mi y beba. Y contestamos: enséñanos a olvidarnos de nosotros mismos, para pensar en Ti y en todas las almas. De este modo el Señor nos llevará adelante con su gracia, como cuando comenzábamos a escribir —¿recordáis aquellos palotes de la infancia, guiados por la mano del maestro?—, y así empezaremos a saborear la dicha de manifestar nuestra fe, que es ya otra dádiva de Dios, también con trazos inequívocos de conducta cristiana, donde todos puedan leer las maravillas divinas.
Es Amigo, el Amigo: vos autem dixi amicos, dice. Nos llama amigos y Él fue quien dio el primer paso; nos amó primero. Sin embargo, no impone su cariño: lo ofrece. Lo muestra con el signo más claro de la amistad: nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por su amigos. Era amigo de Lázaro y lloró por él, cuando lo vio muerto: y lo resucitó. Si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda, sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida.
Termina nuestra meditación del Jueves Santo. Si el Señor nos ha ayudado —y Él está siempre dispuesto, basta con que le franqueemos el corazón—, nos veremos urgidos a corresponder en lo que es más importante: amar. Y sabremos difundir esa caridad entre los demás hombres, con una vida de servicio. Os he dado ejemplo, insiste Jesús, hablando a sus discípulos después de lavarles los pies, en la noche de la Cena. Alejemos del corazón el orgullo, la ambición, los deseos de predominio; y, junto a nosotros y en nosotros, reinarán la paz y la alegría, enraizadas en el sacrificio personal.
Finalmente un filial pensamiento amoroso para María, Madre de Dios y Madre nuestra. Perdonad que de nuevo os cuente un recuerdo de mi infancia: una imagen que se difundió mucho en mi tierra, cuando S. Pío X impulsó la práctica de la comunión frecuente. Representaba a María adorando la Hostia santa. Hoy, como entonces y como siempre, Nuestra Señora nos enseña a tratar a Jesús, a reconocerle y a encontrarle en las diversas circunstancias del día y, de modo especial, en ese instante supremo —el tiempo se une con la eternidad— del Santo Sacrificio de la Misa: Jesús, con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia si todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre.