Amigos hasta la muerte

San Josemaría fue un hombre de muchos y buenos amigos. Siempre valoró la amistad como uno de los grandes tesoros de la vida y dejó en herencia este mensaje a los fieles de la Obra. En este podcast, Pablo Pérez, Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Navarra, cuenta la duradera y profunda amistad de san Josemaría con Francisco Moreno y Enrique Giménez Arnau, dos amigos a los que conoce en su juventud en Zaragoza.

En la historia del Opus Dei, el papel que desempeña su fundador es muy especial. Hoy me gustaría hacer referencia a un aspecto de la personalidad y de la vida de Josemaría Escrivá, que marca de una manera intensa la historia del Opus Dei. Contaré primero dos episodios de sus amistades y después nos detendremos un poco en la herencia que transmitió a las personas sobre cómo vivir la amistad.

Josemaría, el amigo que siempre le iba a ver

La primera amistad que me interesa mencionar es la de Josemaría con un compañero suyo de seminario, en Zaragoza. Sus padres vivían junto con su hermana Carmen y su hermano pequeño Santiago en Logroño y él se traslada al Seminario a Zaragoza en el año 1920 y allí, entre el 20 y el 23, convive con un hombre que se llama Francisco Moreno, que fue uno de sus amigos más íntimos en el Seminario de Zaragoza, tan íntimos que Francisco le llevaba a su pueblo, un pueblo de Teruel, a pasar las vacaciones, y a veces Josemaría le llevaba a pasar un tiempo con sus padres en Logroño.

Con él compartía la preocupación por la situación de su padre, un hombre que había tenido una pequeña empresa en Barbastro, que se había visto arruinado y que ahora estaba mayor, cansado y obligado a trabajar como dependiente en una tienda de telas. Francisco recuerda cómo consolaba a Josemaría ante las preocupaciones acerca de su padre. Recuerda también cómo en su familia se encariñaron con Josemaría tanto que era un hijo más prácticamente. En fin, una amistad entrañable de la que da testimonio un extenso escrito de Francisco Moreno cuando tiene noticia de la muerte de Josemaría Escrivá, que se recoge en el libro de Ramón Herrando "Los años de seminario de Josemaría Escrivá en Zaragoza 1920-1925", un libro muy interesante para conocer la personalidad del joven Josemaría Escrivá.

Pues bien, Francisco se ordenó sacerdote en 1923, volvió a Zaragoza para vivir en el Seminario de San Carlos, que estaba en el mismo edificio que el Seminario de San Francisco de Paula, y allí siguió en contacto con Josemaría y estaba estudiando también Derecho Canónico, aparte de ejercer el ministerio sacerdotal, cuando sobrevino una crisis en el año 1924, por la cual Francisco decide abandonar el sacerdocio. Esto provoca un disgusto importante en Josemaría Escrivá y una gran preocupación por conseguir que su amigo volviera, que recapacitara sobre lo que estaba haciendo y volviera a descubrir su vocación.

De hecho, se fue a Barcelona nada más terminar ese curso (tenemos el testimonio por un telegrama del padre de Josemaría Escrivá, que le pregunta cuándo va a volver de Barcelona). Se va a verle allí. Este hombre había buscado ya otro empleo y estaba alejado de su inicial intención de vivir como un sacerdote.

Esa búsqueda de la recuperación de Francisco continuó durante mucho tiempo, al mismo tiempo que Josemaría estaba viviendo momentos muy difíciles. Ese mismo año 24 -para recordar un poco el ambiente en el que se mueve-, muere su padre en el mes de noviembre y se producen esas escenas dickensianas del año 1924, primero el 27 de noviembre cuando Josemaría vuelve a Logroño y ante el cadáver de su padre -su hermano lo recordaba claramente que entonces tenía seis años, Santiago Escrivá de Balaguer-, recuerda que su hermano dijo solemnemente ante los restos de su padre "Nunca os abandonaré. Nunca os dejaré solos a su madre y a sus hermanos".

Aquellas navidades fueron muy tristes porque faltaba el padre, porque no tenían medios económicos para celebrarlas, su hermano Santiago también recuerda cómo el mayor extraordinario que pudieron hacer fue que Carmen compró unos mazapanes y resultó que estaban malos. Y no pudieron tomar nada, ni siquiera un triste dulce -o alegre dulce en este caso- para celebrar la señalada fiesta de la Navidad.

Siempre que recuerdo esas escenas pienso en un ambiente dickensiano, con toda su tristeza y todo su abatimiento rodeándolo. Y me sorprende enormemente el contraste con la alegría con que vivía Josemaría Escrivá todo ese tiempo. También ante la dificultad que suponía la pérdida de su amigo o la pérdida de la vocación por parte de su amigo, que además fue acompañada en el seminario por una serie de contradicciones con Josemaría, porque había alguna gente que sospechaba que Josemaría acabaría siguiendo el mismo camino que había seguido Francisco porque al fin y al cabo, al ir a estudiar la carrera civil de Derecho, estaba de alguna manera preparando como una salida fuera del sacerdocio, cosa que a Josemaría le hacía sufrir mucho.

En definitiva, esa amistad no se perdió, sino que continuó. Josemaría siguió tratando de estar en contacto lo más posible con su amigo, tratando de hacerlo volver. No se volvieron a ver con frecuencia, pero sí recuerda Francisco cómo Josemaría inmediatamente después de terminada la guerra, se pone en contacto en cuanto sabe dónde está él habla con él, le habla del Opus Dei, le explica lo que está haciendo y vuelve a insistirle en que se rehaga. Él nunca le hizo caso. De hecho, al final acabó consiguiendo la secularización ya en los años 60, 40 años después de aquella primera crisis.

Pero siempre recuerda que Josemaría era el amigo que le iba a ver, que le quería entrañablemente y que siempre le dijo la verdad que debería cambiar. Es muy conmovedor leer el testimonio de este hombre sobre su amistad de juventud y sobre cómo estaban entrelazadas sus vidas.

Amigos distintos

Bien, un segundo episodio de amistad, también de los años de Zaragoza, esta vez con un compañero de estudios de la Facultad, Enrique Giménez Arnau, que va a tener una cierta trascendencia en un episodio que he estudiado con algo de detalle que son las clases de ética para periodistas que impartió Josemaría Escrivá en el año 1941.

En el curso 1925-26 Giménez Arnau era un estudiante de primer curso de Derecho. Josemaría Escrivá estaba recién ordenado, se había ordenado en el año 25 y había empezado la carrera de Derecho Civil. Y cuenta que entre los estudiantes sólo se distinguía Josemaría por sus hábitos talares, por llevar la sotana, pero que era uno más entre los compañeros. Describe que "charlaba con nosotros en los claustros de la facultad, participaba en nuestras inquietudes estudiantiles, en los temores y albures de los exámenes".

Giménez Arnau tenía entonces diecisiete años, seis menos que Josemaría. Y había otro elemento que los distinguía y que acabó por estrechar lazos de amistad entre ellos. Enrique sabía poco latín y lo necesitaba para superar el examen de Derecho Canónico. Josemaría se ofreció para darle clases particulares y de ahí nació la amistad del joven sacerdote con la familia Giménez Arnau. Josemaría no andaba nada bien de dinero, como acabamos de recordar, pero muy significativamente se negó a cobrarle las clases a Enrique, que pertenecía a una familia acomodada. Es otro síntoma de esa amistad vivida intensamente, generosamente, de corazón, como excediendo, siempre que puede, en motivos concretos con sus amigos.

La guerra los separó y también el traslado de Josemaría a Madrid después de la guerra. Y no se encuentran hasta durante la guerra en el año 38, en Burgos, cuando se descubren en una calle -hay una gran sorpresa de los dos cuando se encuentran-, y Josemaría le invita a ayudarle a misa que va a celebrar en un convento. Y allí desayunan juntos (recuerda Giménez Arnau, que con una de esas delicias que preparan las monjas en los conventos, alguna pasta o alguna cosa de estas). Y recuerda perfectamente cómo Josemaría le animaba a comer, a pesar de que fuera un viernes de Cuaresma aquel día, haciéndole notar que la mortificación no estaba exactamente en la cantidad, sino en algo más profundo. Y al traer ese recuerdo a la cabeza, Gilmer Arnau escribe: "trascendía en Josemaría un aire de alegre santidad".

La fuerte amistad con él acabó llevando a que le pidiera que bautizara a su primer hijo más adelante, a que invitar a ser profesor en esos cursos para la formación de periodistas en el año 41, y en una amistad que pervivió toda su vida sin que Josemaría Escrivá le hablará nunca del Opus Dei a Giménez Arnau debido a entender que no era ese su camino.

Es un ejemplo más de cómo quería a sus amigos. Amigos distintos de él en edad, distintos en otros aspectos de sus opiniones, de todo tipo políticas o profesionales, pero que tenían en su corazón un sitio muy importante.

Esta manera de entender la relación con los demás, la manera de ver cómo se puede trabar una amistad, cómo deben ser las relaciones humanas, es algo que Josemaría Escrivá inculcó desde el principio en las personas del Opus Dei.

Un espíritu de amistad entrañable

Hay un testimonio muy divertido por lo que tiene, o al menos me lo parece a mí, por lo que tiene de chocante que está escrito por un hombre muy relevante para la ornitología en España, José Antonio Valverde, uno de los fundadores de la Sociedad Española de Ornitología, que falleció allá por 2003, y que escribió un libro en varios volúmenes titulado "Memorias de un biólogo heterodoxo".

Y en ese libro puede leerse lo siguiente. "Ángel Jolín, que era uno de los primeros fieles del Opus Dei en Valladolid -esto es una apostilla mía. Vuelvo sobre la frase de Valverde-, fue una de las muchas personas que en momentos de apuro me dio amistad y coraje. Era hemofílico y como médico veía llegar sin miedo un fin ya próximo, porque cada hemorragia articular era seguida de una reducción de sus menguados movimientos. Cuando le conocí usaba bastones y doblaba ya poco los codos. Ángel y yo nos sentíamos en algún aspecto almas gemelas y renqueante. Hechos en las mismas lecturas tenía él una casa en Laguna de Duero, muy cerca de la charca hoy desecada donde íbamos a ver pájaros en los cortos recorridos que podíamos hacer, apuntalados por los bastones. También me invitaba a menudo a una residencia donde había una pequeña biblioteca que albergaba un tesoro, el libro Mamíferos de la Fauna Ibérica, de Ángel Cabrera. Era un piso donde se reunían a estudiar y orar en silencio los universitarios y licenciados. Un ambiente extraño pero amable. No se podía alabar una corbata o un encendedor sin que en el acto fueran ofrecidos, sin apenas posibilidad de rechazo cordial. Un grupo de ellos, excelentes remeros, acostumbraba remontar el Pisuerga muchos kilómetros río arriba, en excursiones de una jornada en las que combinaba deporte, natación, caza y observaciones ornitológicas. Conocía de antes a bastantes y eran, sin excepción, excelentes personas".

Hasta aquí la cita de Valverde, que siempre me ha hecho mucha gracia, pero es muy llamativo cómo está en estos primeros del Opus Dei en Valladolid en concreto, este espíritu de amistad entrañable con aquellas personas con las que conviven, de generosidad en el trato. De alguna manera se percibe aquí como, como dice el actual prelado del Opus Dei en una carta pastoral suya del año pasado, San Josemaría había encontrado en los relatos evangélicos que la amistad era una forma de apostolado. Y así quedó encarnada en el Opus Dei. Y así será transmitido.