Enrique Muñiz es autor de varios libros entre ellos Isidoro 100%. También es editor de Los intercesores del Opus Dei y coautor de la biografía ilustrada sobre san Josemaría, Que solo Jesús se luzca.
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El año pasado grabé un podcast sobre Isidoro para esta colección que contiene fragmentos de la historia del Opus Dei y san Josemaría. Lo titulé El santo de mi puerta de enfrente y ahora que me dispongo a hacer la segunda parte y busco un título que permita distinguirla de la primera, me siento arrebatado por una mezcla de humildad y falta de originalidad, que me lleva a elegir el siguiente título: El santo de mi puerta de enfrente, segunda parte.
Una vez resuelto el título, vamos a hacer un poco de sumario. En la primera parte traté de hablar de tres temas sobre Isidoro: su vocación al Opus Dei, su espíritu de servicio y su optimismo. Hoy, en esta segunda parte, quiero decir algo sobre su crucifijo y su amor a la Cruz. Vamos primero con el crucifijo.
Conforme avance, puede dar la impresión de que he perdido el hilo conductor. Pido un poco de paciencia en esos momentos: lo que quiero contar requiere a veces un poco de contexto, pero enseguida regreso a la Cruz.
Su crucifijo
Gracias a la facilidad con que se pueden localizar textos de san Josemaría en la web escriva.org puedo citar uno de sus más conocidos consejos: «Tu Crucifijo. —Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también». Es el punto 302 de Camino.
Isidoro tenía crucifijo y sin duda lo usaba como recomienda Camino. Por ejemplo, cuando no era posible hacer un rato de oración cerca del sagrario, en el que Jesús se encuentra presente en la eucaristía, Isidoro rezaba ante su crucifijo.
Un día de julio de 1938 se planteó ante su crucifijo que consejo dar a varios jóvenes de la Obra que le habían pedido su opinión acerca de la conveniencia de cruzar el frente y pasarse a la otra zona de España.
Álvaro del Portillo y los que estaban escondidos en la legación de Honduras, fracasadas otras gestiones para pasarse a la otra zona, pensaron alistarse en el ejército republicano y cruzar por el frente para incorporarse al otro ejército. Así se lo escribieron a Isidoro en junio de 1938. En su respuesta, consciente de la responsabilidad —ya que con el paso de san Josemaría por los Pirineos hasta instalarse en Burgos, Isidoro había quedado como responsable de los que permanecían en Madrid— les aconsejó no llevar a cabo su plan, dándoles una serie de razones, entre las que estaba en primer lugar lo peligroso que podría ser esa aventura para sus vidas.
A pesar de la negativa, un mes más tarde los refugiados insistieron, dispuestos a aceptar lo que Isidoro decidiera. Suponían que su consejo seguiría siendo negativo, pero la respuesta inesperada llegó de manera categórica: «Lo he pensado bien delante del Señor, y podéis salir del Consulado para intentar lo que proponéis». Determinaba con toda naturalidad las fechas en que habían de abandonar el refugio, cómo se presentarían en la caja de reclutas, etc.
Más tarde se enteraron de que haciendo oración en su despacho ante su crucifijo supo que pasarían al otro lado del frente en una fecha precisa: el 12 de octubre de 1938. Isidoro no acostumbraba a hablar de ese episodio y aunque se tratase de un suceso ciertamente sobrenatural, tanto él como los que estaban al tanto del asunto siempre se refirieron a él con su versión más sencilla; es decir, que nadie habló nunca de apariciones ni de nada de ese estilo, sino simplemente de que Isidoro en un momento determinado, ante un crucifijo, tuvo la seguridad de que podía darles el permiso para pasar de una zona a otra, y que incluso sabía la fecha en que lo harían.
Pero que no acostumbrarse a contarlo no quiere decir que no lo contase nunca. Por lo menos se lo contó una vez a José Javier López Jacoiste, un navarro estudiante de Derecho —y con el tiempo jurista, catedrático de Derecho Civil y notario—, que le acompañó en el sanatorio de san Fernando la mañana del viernes de Dolores 16 de abril de 1943, momentos después de que san Josemaría le dio la Unción de Enfermos, que entonces se llamaba Extremaunción.
Debo decir algo sobre José Javier. Ya anuncié que iba a perder el hilo conductor. Vuelvo enseguida. José Javier conoció la Obra mientras estudiaba en Zaragoza. A finales de marzo de 1940, san Josemaría hizo un viaje en tren a Zaragoza (el destino final del viaje era Barcelona, pero hicieron escala en la capital del Ebro) y allí le presentaron a los tres primeros que se habían incorporado a la Obra en esa ciudad —dos de ellos navarros—: José Javier, Jesús Arellano y Xavier Ayala. A san Josemaría lo acompañaban en ese viaje Isidoro, Álvaro del Portillo, José María Hernández Garnica y Francisco Ponz.
Los tres de Zaragoza y los que acababan de llegar de Madrid se reunieron junto al Fundador un par de veces ese día y hablaron de mil cosas: estudios, familia, amigos, proyectos... En un momento, san Josemaría preguntó a los aragoneses si tenían crucifijo y al contestarle que no, pidió a los que iban con él que les dieran los suyos. Isidoro dio el suyo a José Javier. Francisco Ponz recuerda bien que se quedó sin crucifijo y tuvo que conseguir otro, pero no se fijó a quién correspondió el suyo.
Volvemos al Sanatorio de san Fernando el 16 de abril de 1943. Isidoro había recibido la Unción de enfermos, ceremonia a la que habían asistido media docena larga de personas —entre ellas el director del sanatorio y su mujer— y se quedó a solas con José Javier, que era el que esa mañana tenía turno de acompañar a Isidoro. Leo sus recuerdos: «Hablamos luego de la historia del crucifijo que llevo. Resulta que cuando el Padre me admitió en Zaragoza, me dio el crucifijo que entonces llevaba Isidoro y la historia es esta: El Padre, en el Madrid republicano, celebraba (la santa Misa) con él; lo tuvo después José María Albareda y cuando se marcharon, Isidoro lo puso junto al sagrario que tenía. Y cuando Álvaro, Vicente y Eduardo (que son los tres que pidieron consejo para alistarse y cambiar de bando por el frente) se iban a pasar, Isidoro acudió a él, y entonces fue cuando conoció exactamente la fecha en que habían de llegar los tres a Burgos, y se lo escribió al Padre, que también ya lo sabía. Y me dijo, “así que ese crucifijo es una reliquia”».
Esto es lo que quería contar sobre el crucifijo, que por supuesto se conserva. Solo quiero subrayar la rapidez con la que Isidoro se desprendió de un crucifijo que consideraba toda una reliquia: san Josemaría pidió crucifijos para unos universitarios y allá se fue el crucifijo.
Su amor a la Cruz
En cuanto al amor de Isidoro a la Cruz, los testigos son unánimes al señalar que en el desarrollo de la enfermedad de la que falleció, fue tan notable su unión con Dios como palpable su deterioro, sus ahogos y sus esfuerzos por obedecer a las indicaciones de los médicos y ofrecer alegremente sus muchos dolores. La mayor parte de las personas de las que se recogieron testimonios tras la muerte de Isidoro se refieren a sus últimos años, y especialmente a sus últimos meses, los que pasó en sanatorios acompañado constantemente por alguno de la Obra, pero ya antes del cáncer Isidoro hacía sacrificios voluntarios, era sobrio, esforzado, puntual, amable, solidario. O sea, lo que más conocemos son sus últimos meses de vida, pero su espíritu de sacrificio viene de antes, de bastante antes.
En el vídeo sobre su vida que se puede ver en Youtube —se titula Isidoro Zorzano, el sentido de una vida, dura 31 minutos y merece la pena verlo—, don Flavio Capucci, sacerdote italiano fallecido en 2013, que trabajó como postulador de las causas de canonización de san Josemaría y el beato Álvaro, dice lo siguiente: «El santo es la persona que durante su vida procura luchar por mejorar. Isidoro durante años estuvo esforzándose por rezar cada día con más intensidad, por trabajar con más espíritu de sacrificio, con más perfección, por servir más cordialmente al prójimo. Por lo tanto, cuando llegó la enfermedad todo eso fructificó e Isidoro vio en la enfermedad un tesoro, un tesoro para ofrecer a Dios por tantas necesidades, por toda la Iglesia y por todas las almas». Digamos que el sentido sobrenatural con el que llevó su enfermedad mortal es un fruto de cómo vivió pendiente de Dios y de los demás cuando estaba sano.
Pero volvamos al hilo principal. Para empezar, no está claro en qué momento aparece la enfermedad. La guerra terminó en abril del 39. Isidoro está agotado, pesa 45 kilos, pero nadie achaca su debilidad a una enfermedad especial. Durante tres años ha ido por Madrid de acá para allá, muy mal alimentado y con mucha tensión. Al terminar la guerra se incorpora a su trabajo de ingeniero de ferrocarriles, que hace compatible con las muchas gestiones de puesta en marcha de nuevos centros: la residencia de Jenner, la de Lagasca, los pisos de Villanueva y Núñez de Balboa, otro que se puso y luego se dejó en la calle Martínez Campos... No para y cada vez es más notable su agotamiento.
Hay compañeros de Málaga que lo visitan en Madrid durante el año 39 y afirman que se le veía muy desmejorado y ya se le notaban los síntomas de la enfermedad que le causó la muerte. Podríamos decir sobre esto que a toro pasado todos somos Manolete: achacar esos cansancios al linfoma es algo fácil de hacer a posteriori. El hecho es que está débil y se cansa fácilmente. Visita varios médicos que no dan especial importancia a esos cansancios y en torno al verano de 1941, san Josemaría hace que lo examinen detenidamente varios médicos y el doctor José Alix le diagnostica el llamado linfoma de Hodgkin, enfermedad cancerígena del sistema linfático que entonces era mortal tras una lenta degeneración del organismo.
Comienzan los tratamientos de radiaciones y medicinas con la esperanza de que tenga lugar un milagro...
Hasta ese momento, prácticamente todos los centros del Opus Dei existentes eran residencias de estudiantes. Nada más alquilar y acondicionar el de la calle Villanueva, en Madrid, van allí a vivir algunos de los mayores de la Obra. No me voy a enzarzar en la descripción del salto gramatical por el que el adjetivo comparativo mayor pasa a ser sustantivo cuando decimos mayores para referirnos sin más a las personas mayores. Pero sí quiero comentar que las edades de las personas mayores que dejaron las residencias universitarias de Jenner o Lagasca para irse a vivir a Villanueva sirven para describir la juventud del Opus Dei en esos años, ya que entre esos mayores estaba Álvaro de Portillo, que fue el primer director de ese centro con 27 años, Ricardo Fernández Vallespín, con 31 o Juan Jiménez Vargas, con 28.
Y allí fue también Isidoro, mayor entre los mayores, ya que tenía entonces 39 años. Se pretendía que pudiera disfrutar de un ambiente más tranquilo en una casa pequeña sin el trajín propio de una residencia de estudiantes.
En diciembre de 1942, ante el avance del cáncer y los pocos efectos del tratamiento, se preveía que pronto iba a ser necesario hospitalizarle y se acudió a un médico para que hiciera un seguimiento más cercano. Así lo recordaba el doctor César Serrano de Pablo-Chaure, que fue el escogido para esa tarea:
«Fui un día, mejor dicho, una tarde, avisado por el Padre don Josemaría Escrivá (...), para ir a la Calle Villanueva nº 15 (hoy 13). Entonces yo no conocía a Isidoro. El Padre me pasó a una salita y me dijo: te he llamado para que veas a Isidoro, uno de los primeros que ingresaron en ella (la Obra), y por tanto testigo de todas las dificultades, sinsabores y contratiempos que hemos sufrido; es un luchador que me ayudó siempre muchísimo; está enfermo desde hace algún tiempo y los médicos que lo han visto me han asegurado que no tiene remedio. Ya verás por las radiografías, análisis y planes que le han prescrito, de qué se trata. Le tengo un gran cariño y por todo esto desearía y le pido a Dios, si así es su Voluntad, que al menos tuviera el consuelo de poder ver, antes de morirse, los primeros sacerdotes de la Obra. Desearía [que] hicieses todo lo humanamente posible para conseguirlo. Quiero ante todo, que nada le falte y, para que esté mejor atendido, creo [que] sería lo mejor ingresarle en un sanatorio, donde te pudieras encargar de él, sin que, al mismo tiempo, le faltasen nuestro cariño y nuestros cuidados, pues ya sabes y conoces el espíritu nuestro de intensificar la caridad con el enfermo, permaneciendo uno de nosotros constantemente a su lado.
Después de ponerme el Padre en antecedentes, pasamos juntos al cuarto de Isidoro y tuve el honor de conocerle. Había con él un acompañante que hacía de enfermero y le cuidaba solícitamente con una abnegada caridad que me conmovió.
«El enfermo era un hombre joven, demacrado, que me recibió con una franca sonrisa, con gran afecto sincero, espontáneo y natural que subyugaba y atraía desde el primer momento, contrastando intensamente, y al primer golpe de vista, con una naturaleza minada por grave enfermedad, a juzgar por la intensa demacración, la intensa fiebre, que le consumía, y la gran fatiga, que le ahogaba, obligándole a estar medio sentado en la cama.
Practicado un detenido reconocimiento y, a la vista de unas radiografías y numerosos análisis de todas clases, pude comprobar el carácter de su padecimiento, que no ofrecía ninguna duda y coincidíamos todos los médicos en el diagnóstico de linfogranulomatosis maligna de localización torácica.
Su enfermedad, tan larga y tan sumamente penosa, se resume en estas sencillas palabras: sufrimiento intenso y continuo, trabajo constante, paciencia extraordinaria, humildad natural y dulzura ininterrumpida; todo ello conseguido por una vida auténtica, sobrenatural, plena».
Lo siguiente que hay que decir es que a primeros de 1943, Isidoro se puso malísimo, necesitaba ser ingresado y el 2 de enero lo llevaron a la habitación nº 7 de la Clínica Santa Alicia, en la calle Don Ramón de la Cruz esquina con la de Montesa, donde sigue existiendo un centro de salud. Ahí estuvo hasta el 10 de enero —se trataba de un centro especializado en ginecología y obstetricia, con capacidad para atender urgencias, pero no idóneo para una estancia prolongada— por lo que ese día fue trasladado al sanatorio de San Fernando, del doctor Fernando Palos Yranzo, que estaba en un chalet de la colonia Cruz del Rayo, en el distrito de Chamartín de Madrid, concretamente en el chalet que ha albergado durante mucho tiempo el colegio Saint Chaumond, que ocupaba el actual número 32 de la calle Rodríguez Marín, y ha sido recientemente sustituido por otro semejante, pero nuevo. Allí estuvo ingresado Isidoro del 10 de enero al 2 de junio y es donde habló de su crucifijo con José Javier López Jacoiste, ese día lo llevaron al sanatorio San Francisco de Asís, que está donde estaba, bastante cerca de la clínica San Fernando, en la calle Joaquín Costa.
Hay una fotografía muy conocida de san Josemaría junto a Isidoro enfermo en cama en la que se puede ver sobre la cabecera una palma de las que se distribuyen el domingo de Ramos. Ya he dicho que la Unción de enfermos y la conversación con José Javier tuvieron lugar el viernes de dolores del año 43. La fotografía se hizo el lunes santo, tras el domingo de Ramos, tres días más tarde del viernes de dolores.
Isidoro murió el 15 de julio de 1943 y los tres primeros sacerdotes se ordenaron el 25 de junio del 44. O sea: no tuvo el consuelo de verlos ordenados. Tampoco estuvo acompañado por los de la Obra en el momento de su muerte. Hicieron turnos para no dejarle solo ni de día ni de noche, y los cumplieron durante 194 días, pero en el día 195 hubo un despiste en el cambio de turno e Isidoro murió sin la compañía de ninguno de la Obra.
Había pasado en soledad los años de Málaga y los de la guerra, por eso el fundador quiso que se acabara la soledad; también quiso que tuviera la alegría de ver a los primeros sacerdotes; pero Dios dispuso las cosas de otra forma. Es decir, el tesoro de la Cruz no solamente se manifestó en los dolores de su enfermedad hasta el fallecimiento.
De santa Teresa de Jesús se cuenta que ante unas dificultades cuando iba camino de fundar en Burgos, se dirigió a Dios diciendo «Señor, entre tantos daños y me viene esto» y escuchó «Teresa, así trato yo a mis amigos», a lo que filialmente respondió: «¡Ah, Señor!, por eso tenéis tan pocos». Salvando todas las distancias, algo así podría haber dicho Isidoro, que no solo aceptó la enfermedad hasta el final, sino que como queda dicho, vio en ella un tesoro.