—Desvelos de hijo, desvelos de Padre
Introducción
Como ya conté en mis recuerdos sobre el beato Álvaro del Portillo, conocí a san Josemaría Escrivá de Balaguer el día 11 de marzo de 1954, entre los andamios de las obras de Villa Tevere, donde se encuentra la sede central del Opus Dei en Roma.
Recuerdo perfectamente las palabras que me dirigió nada más verme: "te has hecho esperar mucho, hijo mío". Efectivamente, se esperaba que hubiera llegado a finales de diciembre o primeros de enero, pero por cuestiones militares había tardado casi tres meses en arreglar el pasaporte.
El saludo y el cariño del Padre me dieron la impresión de que me conociera desde siempre. Muchas personas me han transmitido una idéntica impresión, tras haberlo visto por primera vez, y comprobar cómo san Josemaría ya les conocía, mediante la oración y mortificación por ellos, mucho antes de encontrarse personalmente con cada uno.
En los veintiún años largos que viví cerca de monseñor Escrivá de Balaguer, he sido testigo de su entrega y sus virtudes. Muy en particular, durante mis años de estancia en el Colegio Romano de la Santa Cruz —desde 1954 hasta la fecha del fallecimiento de san Josemaría— he sido testigo de sus desvelos hacia este centro de formación internacional. Veía su proyección en el tiempo, lo que supondría para toda la Obra el que saliera cada año un grupo de todos los países —muchos de ellos sacerdotes—, bien preparados espiritual y científicamente. Quería que su estancia en Roma fuera una etapa de formación ascética e intelectual y una ocasión para romanizarse más: con un gran amor a la Iglesia y al Papa, con corazón católico, universal. Para lograrlo, no escatimó ningún medio: en primer lugar su oración y su mortificación personal, y la que pedía a tantas personas. Al marcharse de Roma cada promoción, les pedía que siempre rezaran mucho, e hicieran rezar por el Colegio Romano, que tuvieran constantemente el corazón en Roma. Al mismo tiempo se dedicó sin tregua a la formación directa de los alumnos.
Cuando llegué a Roma era ya tarde —marzo— para matricularme en la universidad. Solamente pude hacer algunas materias de Teología, y hasta septiembre me dediqué fundamentalmente a formar el coro, a ayudar en las obras de la casa y a hacer turnos de atención de la portería. El rector del Colegio Romano era un entusiasta de la música y dedicándole tiempo logramos un buen coro, que se estrenó en Pascua y actuó varias veces. Recuerdo que cantamos una polifonía —Haec dies quam fecit Dominus— a ocho voces, que resultó ser un gran éxito.
Conservo muchos recuerdos de san Josemaría, notas de su predicación y de las tertulias con él a las que tuve la suerte de asistir. No pretendo hacer ahora una relación exhaustiva de ese material que, gracias a Dios está recogido y en parte publicado, sino algo semejante a lo que escribí hace algunos meses con los recuerdos sobre mis años de trabajo junto al beato Álvaro del Portillo: poner un poco de orden en mis papeles y animar a todos los que no le trataron personalmente a profundizar en su ejemplo y acudir a su intercesión.
Como un personaje más
Poco después de llegar a Roma, durante el curso de retiro que tuvimos en la semana del 11 al 18 de abril, san Josemaría nos dio dos meditaciones diarias. Cualquiera que conozca con detalle la biografía de monseñor Escrivá de Balaguer quizá recuerde que en esos días su diabetes estaba en una fase particularmente grave, que culminó con un shock anafiláctico el 27 de abril de 1954. A los que escuchábamos su predicación no se nos pasaba por la cabeza que estuviese enfermo; de hecho, no sabíamos que lo estaba. Sus palabras llegaban hasta el fondo del alma y nos removían interiormente. Revivía el Evangelio: se metía en las escenas del texto sagrado como si fuera un personaje más, y nos ayudaba a hacerlo a quienes le escuchábamos.
A partir de entonces le escuché predicar muchas veces: cursos de retiro, retiros, meditaciones, pláticas, homilías, etc. Además de otras ocasiones en las que nos abría su alma, en tertulias y otros ratos de conversación. Si debo subrayar una nota característica de toda su enseñanza me quedo, sin duda, con la confiada esperanza en Dios con la que deseaba que lucháramos en nuestra vida interior. Nos inculcaba una seguridad total en Dios, a la vez que nos pedía la correspondencia personal a la gracia, traducida en una lucha interior constante en lo pequeño, en lo ordinario de cada día.
Nos hacía ver que las pequeñas derrotas —y aun las grandes— no debían desanimarnos, sino llevarnos a una humildad mayor, a la sinceridad y a recomenzar la lucha con mayor alegría, Y aun para los momentos que podrían parecemos más difíciles —por dificultades interiores o exteriores— nos llenaba de un optimismo que no puede desvanecerse nunca si nos apoyamos en Dios. En 1962 anoté estas palabras suyas: "aunque alguna vez parezca que todo se viene abajo, no se viene abajo nada, porque Dios no pierde batallas". Nos hacía ver que, con la gracia de Dios, no hay nada irremediablemente perdido: todo tiene arreglo menos la muerte, comentaba a veces con un dicho popular, y añadía: "y para nosotros, la muerte es Vida".
Cifraba nuestra alegría y nuestra seguridad en el sentido de la filiación divina, al que correspondemos con nuestra pelea interior: "estaremos tristes —le oí comentar muchas veces con estas palabras o con otras semejantes— el día en que dejemos de luchar"; "no olvidéis que nuestra alegría tiene sus raíces en forma de Cruz".
Escuchar su predicación ayudaba a renovarse interiormente. Conseguía despertar un deseo eficaz y práctico de mayor entrega a Dios, de servicio a todos los hombres, de vivir para amar y servir a Dios y a la humanidad entera. Tengo que decir que ya había tenido yo esta convicción en los años 49 a 54, antes de conocer personalmente a san Josemaría, al escuchar en Bilbao los ejercicios espirituales predicados por sus hijos sacerdotes, a quienes él mismo había formado.
Después de ser alumno del colegio romano, fui subdirector, director de estudios, director espiritual y, del 63 al 75, rector. Más de un millar de personas de 45 países pasaron en esos años por ese centro de formación, en el que monseñor Escrivá de Balaguer llevaba el peso de toda la labor formativa, al mismo tiempo que nos enseñaba a formar, con indicaciones concretas.
Tomar un helado con un santo
Al subrayar la calidad de su predicación o la cercanía con las que nos ayudaba a aprender a servir a las almas, se puede tener la impresión de que san Josemaría se dirigía a nosotros siempre desde un púlpito o que solamente hablaba de teología. Nada más lejos. El cariño por sus hijos le llevaba a conocerlos y a quererlos uno a uno: procuraba tener con todos delicadezas de padre y de madre.
Muchas de las veces en que salía en coche a Roma, por motivos de trabajo, etc., invitaba a uno o dos alumnos para que le acompañaran junto con el beato Álvaro, o con quien conducía el coche o le acompañase a la gestión de que se tratase. Yo salí una vez con él y me fue enseñando la ciudad a medida que la recorríamos. Al final me preguntó si me gustaría llegar hasta Ostia. Por supuesto dije que sí y allí nos fuimos. Al llegar dimos un paseo muy breve, y allí quiso que compráramos unos helados. Durante el camino cantamos muchas canciones que le gustaban ("coplas de amor humano a lo divino", como nos diría tantas veces), entre ellas la titulada "Solamente una vez". Monseñor Escrivá de Balaguer cantaba con brío, se sabía toda la letra y he de decir que tenía una voz muy agradable, con tono baritonal cálido y muy buen timbre. También recuerdo cómo fue invitando en pequeños grupos a todos los alumnos para que vieran algún programa de televisión en la habitación de don Álvaro, cuando sólo había un aparato en toda la casa: el Padre se olvidaba de sí mismo, preocupado de que todos vieran bien, de traducirles del italiano si no se manejaban bien en esa lengua, hacer comentarios, etc.
En el reparto de zonas de seguimiento de las obras de la casa, me tocó en suerte la entrada que da la calle Bruno Buozzi, 73. Seguir consistía en preocuparme de que no se retrasaran los pequeños detalles, impulsar el trabajo de los obreros, comprar algunos objetos que faltaban, etc. Varias veces tuve que comentar a san Josemaría retrasos y fallos. Con este motivo, nos explicaba que teníamos que hacer ver a los interesados los defectos con claridad y con delicadeza —irascimini et nolite peccare, (textualmente "enfadaos, pero no pequéis") nos recordaba con el salmo y su buen humor—, de modo que haya autoridad acompañada de rectitud, caridad, etc. Fue una regla de oro que me sirvió mucho en toda mi vida.
Terminadas las obras de aquella zona, en diciembre del 54, entré en el turno de atención de la portería. Monseñor Escrivá de Balaguer bajaba una o dos veces por la mañana y por la tarde y nos iba dando pequeñas indicaciones: cómo atender a las visitas, ventilar, limpiar las barandillas, etc. Le pasábamos nuestras experiencias por escrito, y luego nos devolvía esas notas con correcciones y comentarios, que permitieron al cabo de unos meses escribir unas experiencias de la atención de la portería que pudieran servir a quienes atendieran ese encargo en el futuro. Una vez hecho esto, se espaciaban mucho más sus bajadas a la portería.
Sobre la atención de la portería y la elaboración de las experiencias —algo que, lógicamente también hacía con otros encargos—, tengo grabada una escena que tuvo lugar unos años más tarde, el 17 de octubre de 1959: el rector del Colegio Romano estaba dando unos avisos a los alumnos recién llegados para ayudarles a manejarse por la casa: se indicaban todos los años algunas advertencias que parecían prudentes para mejorar el orden y la eficacia del trabajo de todos. En esas estaban, cuando entró monseñor Escrivá de Balaguer y comentó: "haced lo que os dé la gana; actuad con sentido común y visión sobrenatural, y dejaréis contento a Dios; daréis alegría al Padre y al rector: haced lo que os dé la gana".
Un acontecimiento mundial, una película, el relato de una anécdota por parte de alguno de nosotros, le llevaban con toda naturalidad a Dios y a pensar en las almas. Por ejemplo, un día nos comentó que cuando algunas noches veía el Telegiornale, al aparecer en el televisor la bola del mundo con la que comenzaba, se acordaba de pedir por la paz del mundo. En otra ocasión, durante el intervalo de la proyección de una película ambientada en la leprosería de Molokai comentó el peligro de que tantas personas buenas se dejasen contagiar por la lepra de la falta de doctrina... O en una tertulia en la que le hablaron de un amigo que había ganado un campeonato de lanzamiento de peso sin apenas entrenamiento, añadía que para levantar el edificio de nuestra santidad a pesar de nuestras miserias, hemos de entrenar cada día.
"Yo quisiera —nos comentaba un día a un grupo poco numeroso— que, cerrando los ojos de la carne, contemplarais la vida de Cristo como en una película: que fuerais actores de su vida, estando con los Apóstoles y con las Santas Mujeres, más cerca de Jesús que Juan". No es que todas sus consideraciones tuvieran ese tono: hablábamos con él de los acontecimientos del día, de nuestras preocupaciones grandes y de las pequeñeces del día a día; pero se notaba que su oración era constante, y que en todo momento procuraba transmitirnos su experiencia vital en detalles pequeños.
En otra ocasión nos habló del amor a la Trinidad Beatísima, haciéndonos ver cómo llega un momento en que Dios concede al alma el trato diferenciado con las tres Personas Divinas, y que esto acaba siendo una necesidad para el alma. Estas son las palabras que anoté el día 18 de diciembre de 1959: "Tenemos que seguir a Jesús en su vida, en su muerte y en su Resurrección; y cuando se va a los cielos y nos quedamos nosotros abajo, alegres porque ha ido junto al Padre y tristes porque parece que nos deja solos. Pero no nos deja solos: se queda en la Eucaristía, y nos habla del Paráclito: Ego rogabo Patrem, et alium Paraclitum dabit vobis... (yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito...) Tenéis que tratar a la Santísima Trinidad. Es una necesidad cuando pasa algún tiempo; y se percibe la distinción en la unidad, el modo de obrar propio del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. Y su presencia, porque allí donde está el Hijo, allí están el Padre y el Espíritu Santo". Hasta en detalles muy pequeños, como era, por ejemplo, anotar un número para hacer un sorteo de algún objeto entre nosotros, se advertía que, con buen humor, siempre elegía múltiplos de tres, por devoción a la Trinidad.
La escuela del dolor
En junio de 1957 falleció en Roma su hermana, Carmen Escrivá de Balaguer, poco antes de cumplir los 58 años. Se le notaba que había llorado y estaba visiblemente afectado esos días, como cuando recibía la noticia del fallecimiento o la enfermedad de personas de la Obra. Estaba habituado al dolor. En una tertulia de ese mismo año nos decía: "Hijos míos, no sabéis lo que es la soledad. No lo podéis saber. Yo sí lo sé por experiencia: ¡tremendo! Quizá el Señor haya permitido que yo la conociera, para que mis hijos no se sintieran solos. Pero si, por un momento siquiera, sentís ese vacío absoluto, ese sentirse desamparado y conociéndose miserable, ¡torpe!, ¡inepto!, ¡inhábil!... En esos momentos en que ni siquiera se sabe cuál es la Voluntad de Dios, y uno protesta: ¡Señor, ¡cómo puedes querer esto, que es malo, que es abominable ab intrinseco! —como la Humanidad de Cristo se quejaba en el Huerto de los Olivos—, cuando parece que la cabeza enloquece y el corazón se rompe... Si alguna vez sentís este caer en el vacío, os aconsejo aquella oración que yo repetí muchas veces junto a la tumba de una persona amada: Fiat, adimpleatur, laudetur atque in aeternum superexaltetur iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia. Amen. Amen. (Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén)
En las Navidades del año 1959 tuve ocasión de aprender muy de cerca cómo vivía y compartía las penas de sus hijos, arropándolos con su cariño humano y sobrenatural a la vez, paterno y materno. En uno de estos días —quizá el 28 de diciembre— se recibió una llamada de México comunicando que había habido un accidente de coche en el que habían muerto varios miembros de la familia de un alumno del Colegio Romano. Monseñor Escrivá de Balaguer, en cuanto supo la noticia, lo llamó y estuvo un buen rato con él, consolándolo y dándole serenidad y unión con la Voluntad de Dios. También le indicó que fuese unos días a México para atender a su familia. San Josemaría me señaló algunos detalles concretos de delicadeza y cariño que debíamos tener con él: desde la conveniencia de llevarle a dar un paseo por Roma para distraerle un poco, hasta la posibilidad de ayudarle a dormir esa noche con alguna medicina. Al día siguiente, antes de marchar, le dirigió en la tertulia las siguientes palabras: "te encomendaremos mucho, y tú ten mucha paz. No dejéis de encomendar a la familia de este hermano vuestro. La única salida cuando vienen cosas de estas —que alguna vez en la vida ocurren a todos— es ver la mano de Dios, que no es un tirano, que nos quiere: no está a la expectativa, como un cazador... No lo entendemos, pero es bueno lo que hace, y es el momento de rezar aquella oración: 'Fiat adimpleatur...", decirle que es justísima y amabilísima la Voluntad de Dios, cuando estamos como locos... Y es entonces la mejor hora de rezar, el momento bueno de ser hijos de Dios, de poner la confianza en Él. Lo digo para vuestra vida y para cuando tengáis que dirigir almas".
Esta preocupación la he visto muchas otras veces en años sucesivos, en situaciones parecidas. En otro caso concreto, en que se recibió por la noche la noticia del fallecimiento del padre de un alumno, me aconsejó que, para evitarle un disgusto innecesario y una noche de insomnio, no se lo comunicara hasta la mañana siguiente, antes de la santa Misa, para que pudiera ofrecer el Santo Sacrificio por el alma de su padre. O cuando tuvo lugar un fuerte terremoto en Guatemala y tardaban en llegarnos noticias acerca de si había que lamentar desgracias personales entre los de la Obra que ya estaban en ese país: "nosotros tenemos corazón —nos dijo en la tertulia—, si no, no seríamos humanos. Y yo sufro". También era notable la delicadeza y la puntualidad con las que recibía a los padres de algún alumno del Colegio Romano que estaban de paso por Roma y pedían saludarle. Organizaba las cosas para recibirlos personalmente, que fueran a Misa en Villa Tevere, desayunasen, diesen una vuelta por la casa... En el oratorio dedicado a la Sagrada Familia leían el texto de la consagración de las familias de los fieles de la Obra a la Sagrada Familia de Nazaret, que está grabado allí en una lápida.
Tenía una importante fortaleza ante los dolores físicos. Es algo que tardé en percibir porque no era habitual que hablase de sus problemas de salud. Conforme pasó el tiempo y aumentaron mis responsabilidades en la casa empecé a enterarme de dolores de muelas, insomnios, jaquecas... o de las serias molestias que sufrió durante largo tiempo por un herpes zoster en la cintura.
Recuerdo un domingo en que estaba san Josemaría enfermo, guardando cama: tenía una gripe, frecuente en Roma, que aunque no tenga gran importancia, cansa y abate bastante. Nos llamó a dos a su cuarto para que le diéramos conversación y estuviéramos un rato con él: nada más entrar en el dormitorio, casi antes de que le preguntáramos cómo estaba, comenzó a darnos conversación y a bromear con nosotros. Cuando nos marchamos, pasados veinte o treinta minutos, caímos en la cuenta de que había sido él quien nos había entretenido en una tertulia divertida, como si se encontrara perfectamente de salud.
No se piense, por todo esto, que san Josemaría no ponía los medios para quitar la enfermedad o el dolor físico. Al contrario, decía: "el dolor físico, cuando se puede quitar, se quita, ¡bastantes sufrimientos hay en la vida!, y cuando no se puede quitar, se ofrece" (del 1 de enero de 1969). Así, insistía a los enfermos, en primer lugar, en que lo dijeran cuanto antes, que no era razonable sentirse mal y no informar al médico; y después, que obedecieran en todo y se dejaran cuidar. Cada vez que había una epidemia de gripe, nos preguntaba si habíamos tomado todas las medidas oportunas y cuando, a partir de 1970, comenzó a comercializarse una vacuna contra la gripe, cada año, a primeros de octubre, nos recordaba que debíamos vacunarnos todos los del centro.
Al terminar estos cursos, en junio de cada año, advertíamos todos el cariño paterno, humano y sobrenatural, que tenía por sus hijos, en unas tertulias entrañables con los que se marchaban de Roma. Era una escena de familia que se repetía cada año. Concretamente, en junio de 1956 ante el primer grupo grande de hijos suyos que se iban a diversos países, san Josemaría estaba visiblemente emocionado —se le saltaban las lágrimas—, a la vez que nos ayudaba a llevar los sentimientos al plano sobrenatural, haciéndonos ver que nosotros no nos separamos nunca, ni nos decimos adiós, porque estamos siempre unidos por la Comunión de los Santos.
Nos decía con frecuencia que él no tenía un corazón para amar a Dios y otro para querer a sus hijos y a todos los hombres; que amaba al Señor con el mismo corazón con que amaba a sus padres y a nosotros. En ocasiones nos decía que nos quería con cuerpo y alma, como una madre no ama solamente las almitas de sus hijos, sino también el cuerpo. Pude comprobar, por ejemplo, cómo se preocupaba de que comiéramos bien: en algunas fiestas nos preguntaba si habíamos tenido buena comida. Le he visto preocuparse por alguno que estaba perdiendo peso —se fijaba como una madre— o porque otro estaba demasiado gordo.
Igualmente se fijaba en nuestro modo de vestir; quería que fuésemos elegantes y bien; muchas veces, a alguno que tenía cerca en la tertulia, le arreglaba el nudo de la corbata, que la llevaba descuidada. El 1 de octubre de 1970, por ejemplo, mientras estábamos escuchándole en uno de los patios interiores de Villa Tevere, en medio de una conversación sobre sinceridad, amor de Dios, etc., se fijó en dos o tres que tenían los zapatos demasiado viejos y les sugirió que se compraran otros. En varias ocasiones observó por pequeños detalles que algunos necesitaban gafas, o cambiar las que tenían; o aconsejaba a otro ir al dentista.
Cuando algún alumno se encontraba enfermo, su preocupación y su atención eran aún mayores. Recuerdo cómo se interesaba por los que guardaban cama en la enfermería: varias veces le acompañé a visitarlos y recogí las sugerencias que luego nos hacía para atenderlos mejor: que tuvieran dos almohadas, mantas suficientes, el vaso de noche cerca, etc.; sobre la comida, ventilación y temperatura de la habitación, la forma de ayudarles a cumplir las normas de piedad que pudieran hacer... A la vez, los divertía con su conversación y los enseñaba a vivir con sentido sobrenatural su situación y a ofrecer las molestias. En febrero de 1971, uno se rompió una clavícula durante un partido de fútbol; san Josemaría estuvo especialmente pendiente de él mientras le reducían la fractura y en los días sucesivos, en todas las ocasiones en que le veía, le preguntaba por su estado de salud. Incluso años después solía hacerle alusión al accidente.
Durante esos años internaron a varios alumnos en una clínica para distintas operaciones: monseñor Escrivá de Balaguer seguía al minuto el curso de las operaciones y las consiguientes convalecencias. Preguntaba por teléfono, los visitaba, etc. Por ejemplo, durante las Navidades de 1966 estuvo con un venezolano recién operado de estómago en una clínica. Después de enterarse bien de todos los detalles de atención médica y decirle que ofreciera sus dolores por la labor apostólica de Venezuela, por la Obra y por la Iglesia entera, estuvo entreteniéndole largo rato con buen humor; pero se dio cuenta de que al enfermo le dolía la herida al reírse, y evitó los comentarios y bromas que le produjeran risa.
Esta preocupación de san Josemaría por sus hijos estaba bien lejos de la blandenguería: era su cariño, verdaderamente materno, el que le hacía fijarse en esos detalles, poniendo los medios humanos a su alcance para evitar la enfermedad, a la vez que enseñaba a vivir el dolor con la alegría del que lo considera una caricia de Dios. En una ocasión vimos con él una película de cine en la que se narraba la desesperación de dos paralíticos que se resistían a aceptar su enfermedad: en el descanso, san Josemaría no se sentó un rato, como acostumbraba, sino que mientras paseaba nos habló con energía de la falta de sentido cristiano que aquello significaba. Nos habló de la alegría en el dolor y de los muchos enfermos que había tratado que llevaban sus sufrimientos con una dignidad maravillosa. Estaba claro que, además de referirse a otros, él tenía experiencia personal de ese hecho.
El mismo espíritu se veía cuando fallecía un hijo suyo. Se quejaba filialmente a Dios sobre todo cuando se llevaba a alguno joven. Sufría en esas ocasiones, porque tenía gran corazón, lloraba y, a la vez, se identificaba plenamente con la voluntad de su Padre Dios, que sabe más. Así lo vi cuando Dios se llevó a tía Carmen (1957), como he relatado ya; cuando tuvo noticia de un accidente de automóvil en el que fallecieron algunos hijos suyos; ante el fallecimiento de don José María Albareda, etc. Y en el curso 72-73, de modo particular cuando falleció don José María Hernández Garnica, el 6 de diciembre. La tertulia del día 8 de ese mes la dedicó íntegra a hablarnos de ese hijo suyo y de su muerte: de su fidelidad, de la alegría con que había llevado todos los sufrimientos; de las atenciones y delicadezas con las que lo rodearon hasta el último momento; del amor que nos une en la Obra en vida y después de muertos; del sufrimiento de su corazón de padre. "Es lógico que sufra, hijos míos: el Señor me ha dado para vosotros corazón de padre y de madre", nos dijo, y terminó: "y cuando el Señor me llame a mí, lo mismo. ¿Está claro? No quiero ni una corbata negra".
Desvelos de hijo, desvelos de Padre
En los años que duraron las sesiones del Concilio Vaticano II, monseñor Escrivá de Balaguer estuvo muy frecuentemente de tertulia con nosotros. Era patente la intensidad con la que vivió en este tiempo el desarrollo del Concilio, su oración por los frutos de esa gran asamblea eclesial, su preocupación por dar criterio a sus hijos en los puntos que se debatían y su amor a la Iglesia.
Quizá fue en el año 63 cuando comencé a darme cuenta en profundidad de lo que sufría san Josemaría por la situación de la Iglesia. Es sabido que, mientras duraban las sesiones del Concilio Ecuménico —como ha sucedido en otros casos de la historia de la Iglesia—, se difundían doctrinas y prácticas contrarias a la fe y a la moral: no era raro enterarse de personas que se dedicaban a atacar a la Iglesia Santa y al Papa en conferencias, folletos, prensa, etc. Se ponían en duda verdades dogmáticas definidas por el Magisterio, se presionaba a los padres conciliares e incluso se presentaban como conclusiones aprobadas las más dudosas elucubraciones dogmáticas y disciplinares.
Monseñor Escrivá de Balaguer sufría porque "no nos es ajeno nada de todo lo que toca a la Iglesia, Esposa de Cristo, a la que queremos servir". Padecía porque la Iglesia estaba siendo maltratada, por los sufrimientos del Romano Pontífice y por la desorientación que suponía para las almas. Por estas razones, nos pedía que rezáramos más; especialmente recuerdo sus palabras del 11 de mayo de 1965, en las que nos pedía que rezásemos para que Dios iluminase a los padres conciliares y concediera al Papa la fortaleza necesaria para que se presentasen de forma clara y atractiva todos los puntos referentes a la fe y a la moral. En esa tertulia, el fundador del Opus Dei utilizó varias veces para designar al Papa la expresión de santa Catalina de Siena il dolce Cristo in terra y nos habló muy elogiosamente de él, que merecía y necesitaba todo nuestro cariño y nuestra oración.
Al mismo tiempo que sufría y rezaba y hacía rezar, tenía la certeza de la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia: cada vez que nos hablaba del tema, terminaba diciéndonos que confiaba en la divinidad de los frutos del Concilio. Optimismo, serenidad y mayor amor a la Iglesia y al Papa eran la constante en su conversación: cuando nos aclaraba puntos de doctrina sobre los que se estaba sembrando el error, siempre añadía: "sacad de esta conversación más amor, más fidelidad, más unidad, más obediencia, más sujeción al Magisterio eclesiástico y al Romano Pontífice".
Puedo asegurar, con la experiencia de cientos de personas que pasaron por el Colegio Romano esos años, que las palabras de san Josemaría produjeron frutos sobrenaturales de mayor fortaleza en la fe; no recuerdo ni un solo caso de alguien a quien quedara un resabio de amargura o pesimismo, ni menos de prejuicios hacia alguna persona o situación.
Pienso que es de justicia detenerme un poco más en describir el amor al Papa que tenía y nos transmitió el fundador: amor sobrenatural y humano lleno de veneración y obediencia. Por ejemplo, el día 24 de junio de 1957, en un sencillo acto que tuvimos en el Aula Magna en presencia de monseñor Samoré, para comunicarnos que la Santa Sede había confiado a la Obra la Prelatura de Yauyos, san Josemaría dijo que si siempre habla servido a la Iglesia y al Papa con alegría, "ahora que nos ha mirado el Santo Padre, lo haremos con mucha más alegría".
Este espíritu lo vi manifestado en pequeños detalles: cada vez que era recibido en audiencia por el Papa, al volver nos llamaba para comunicárnoslo y pedía que se preparase un extraordinario en la comida para celebrarlo; y casi siempre, el mismo día, bajaba a vernos para transmitirnos la bendición y el cariño del Romano Pontífice, a la vez que nos contaba algún detalle externo de la audiencia. El 26 de octubre de 1958, mientras se celebraba el Cónclave para la elección de un nuevo Papa tras la muerte de Pío XII, nos pedía oraciones por el futuro Papa con las siguientes palabras: "Después de Jesús y de María, el Papa; quienquiera que sea. Ya le queremos al nuevo Romano Pontífice y estamos dispuestos a servirle ex toto corde, ex tota anima... (con todo el corazón y toda el alma) Rezad... y ofreced hasta la respiración". El día 28, nada más conocer que había fumata blanca, le oímos rezar el Oremus pro beatissimo Papa nostro... sin saber aún quién era; y al día siguiente celebramos con gran fiesta la elección de Juan XXIII. Lo mismo sucedería el 23 de junio del 63 cuando fue elegido Pablo VI. Estas palabras suyas del 26 de octubre del 58 resumen su vida en este punto: "cuando seáis viejos y yo haya ido a rendir cuentas a Dios, diréis a vuestros hermanos cómo el Padre amaba al Papa, con toda el alma, con todas sus fuerzas".
Muchas veces supe, por ejemplo, que no había dormido nada o casi nada durante la noche entera por su preocupación por la Iglesia: en ocasiones lo advertíamos porque se le veía cansado; un día, en concreto, el 6 de noviembre del 71, me llamó por teléfono a las 7:15 de la mañana para indicarme que pidiera a todos que ofrecieran la Santa Misa por una intención suya: me dijo que había pasado la noche en vela, rezando para que no se confirmasen unos rumores acerca de lo que se iba a decidir con ocasión de Sínodo de los Obispos que se estaba celebrando y que terminaba precisamente en ese día.
En concreto, en ese momento sufría por los ataques que se producían contra el celibato sacerdotal. Era grande, en efecto, el amor del fundador a este don divino, que consideraba corona del sacerdocio y de la Iglesia: no podía admitir que se tratara este tema con ligereza sin sufrir y rezar. Al mismo tiempo, nos advertía que era un tesoro que debíamos cuidar con amor, poniendo todos los medios que la Iglesia había aconsejado desde siempre: piedad, delicadeza, prudencia, etc. Con sentido sobrenatural y sentido común, nos hacía ver cómo el comportamiento externo en algunos casos podía llevar al enfriamiento del amor a Dios del sacerdote. Y de modo positivo, nos insistía con vehemencia en la necesidad de enamorarse del Señor, especialmente tratándole en la Eucaristía.
Su fe era muy fuerte. Con la convicción de que esta virtud es sobrenatural, nos invitaba a pedirla continuamente al Señor, con la jaculatoria adauge nobis fidem (auméntanos la fe). No le gustaba usar el verbo creer para expresar una opinión: en esos casos preferían decir pienso que... o me parece que... "Creer es una palabra maravillosa, divina. Yo la escribiría siempre con mayúscula, no me gusta emplear esa palabra cuando no es necesario", solía decir en algunas ocasiones, añadiendo "creer es algo muy importante; yo creo lo que manda la Santa Madre Iglesia, y eso con todas mis fuerzas".
Su amor y fe en nuestra Madre la Iglesia como Esposa de Cristo, sin mancha ni arruga, Custodio infalible del depósito de la fe, fue inquebrantable. No consentía el mínimo resquicio. Por esta razón, cuando especialmente durante sus últimos años de vida, se extendieron algunas doctrinas que enturbiaban el carácter sobrenatural de la Iglesia o ponían en peligro su unidad —por ejemplo, a finales de los años 60 con la polémica sobre iglesia carismática e iglesia jerárquica—, san Josemaría nos reafirmó continuamente con su actitud y su palabra en la verdadera fe: haciéndonos ver con energía la unidad inseparable de esas dos características de la Iglesia, su fin sobrenatural, etc.
Fueron años, sobre todo a partir de 1965, en los que vivió con gran intensidad su amor a la Iglesia: ante los muchos ataques que sufría, tuvo la fortaleza de afirmarnos en la fe. Diría que en todas las tertulias de esos años, sacaba este tema de una forma u otra para llenarnos de optimismo y confianza en Dios, cuando a menudo trataban de rebajar la Iglesia a un plano humano, sembrando confusión y desconfianza hacia la Esposa de Cristo y la eficacia salvífica de los medios sobrenaturales de los que Nuestro Señor la dotó: "No tenemos derecho a dudar de Dios; y dudar de la Iglesia, de la eficacia salvadora de su predicación, de sus Sacramentos, es dudar de Dios mismo", nos dijo en Pentecostés de 1969.
Igualmente, en las conversaciones que le oí sobre estos temas, jamás había el menor asomo de crítica personal —"yo no conozco ningún sacerdote malo", le oí decir cientos de veces—. Cuando alguna vez tenía que contarnos algún hecho público menos edificante objetivamente, lo hacía en la presencia de Dios, urgido por la obligación de formarnos y prevenirnos contra posibles peligros para nuestra fe; y se limitaba en esos casos a hablar lo justo.
Confianza, optimismo
Desde Roma, seguíamos de cerca las iniciativas apostólicas que promovía el Opus Dei en todo el mundo. Por ejemplo, san Josemaría nos pedía oración y sacrificios por el apostolado en Kenia, Japón o Nigeria, o por los frutos de nuevas facultades de la Universidad de Navarra incluso antes de que se pusieran en marcha. No pedía esfuerzos extraordinarios, sino que ofreciéramos el trabajo, la piedad, la sonrisa... y eran intenciones que mantenía a veces durante años. Con frecuencia nos subrayaba que en los años romanos de estudio y formación tal vez tendríamos pocas ocasiones de hacer apostolado directamente con amigos y compañeros, por lo que teníamos que ser entonces como un poderoso motor sobrenatural que enviara fuerza a todas partes.
Del mismo modo, nos hacía valorar los frutos apostólicos con un metro sobrenatural: no le importaban los logros humanos si no eran instrumento y ocasión de acercarse a Dios y de acercar otras almas a Dios. El 11 de marzo del 56 anoté: "yo mido y veo la eficacia de las obras por la santidad de los que en ellas trabajan. No quiero ninguna labor si los hombres que en ella trabajan no se hacen mejores. ¡No me interesa! Todo eso es transeúnte, y nosotros vamos detrás de lo permanente".
Recuerdo que cuando Pablo VI publicó la Encíclica Mysterium fidei, san Josemaría me llamó para indicarme que en todos los círculos próximos se hablara de ella y afirmáramos la fe y la devoción a la Santísima Eucaristía: el día 28 de junio de 1965 cumplimos esa indicación. En todo este tiempo se desveló para que sus hijos tuviéramos fe viva y viviéramos con la mayor piedad posible la santa Misa: el mejor modo era, desde luego, tener la dicha de asistir a la celebrada por él: tuve esa suerte varias veces, tanto en el oratorio de la Santísima Trinidad, donde celebraba habitualmente con muy pocas personas, como en el oratorio de la Sagrada Familia en Navidad de 1956 y en el de Santa María de la Paz, bastantes veces, con los alumnos del Colegio Romano. Siempre quedé impresionarlo, al verle tan metido en Dios, tan identificado con Cristo; se nos pasaba el tiempo de su Misa en un abrir y cerrar de ojos y, al terminar, era mejor seguir gustando en silencio aquel rato y dar gracias a Dios. En esos momentos resultaba fácil entender lo que nos dijo en varias ocasiones: cómo veía claro que celebrar la santa Misa era Opus Dei, trabajo divino, y cómo terminaba cansado identificándose con Cristo. A los sacerdotes nos pedía especialmente que renováramos cada día la intención expresa de renovar in persona Christi el divino sacrificio del Calvario al consagrar el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo. Nos recordó en muchas ocasiones, de palabra y por escrito, detalles de piedad y de devoción que debíamos vivir, a la vez que nos repetía que teníamos que obedecer hasta el detalle a todas las indicaciones litúrgicas de la autoridad competente.
La confianza en Dios que vivió y nos transmitió le daban un optimismo contagioso que no decaía en ninguna situación. Muy lejos de toda ingenuidad, o de desconocer la realidad de las dificultades, se apoyaba firmemente en la filiación divina y en la Omnipotencia de Dios. Cuando algunas veces nos contaba dificultades o situaciones humanamente preocupantes, en las que se encontraba algún hijo suyo, siempre dejaba claro que Dios sacaría bienes de todo aquello si éramos fieles. Durante mis años romanos hubo, como es natural, momentos de preocupación de diverso tipo. San Josemaría se enteraba de todo —además, nos insistía en que no dejáramos de informarle de las dificultades— y nos tranquilizaba con sentido sobrenatural y siempre con buen humor.
Fortaleza de fundador
Al mismo tiempo que seguía todos los trabajos y nos formaba en tertulias y conversaciones, llenas de tono humano y sobrenatural, le veíamos pendiente de fijar y consolidar el espíritu de la Obra y los detalles de nuestra vida en familia. Así, en Navidad de 1955, a raíz de unas tertulias llenas de intimidad y de naturalidad, surgió la costumbre de leer el pasaje del Evangelio de san Lucas 2, 1-21 delante del Nacimiento, la Nochebuena. En la tertulia de esa noche el fundador del Opus Dei pidió a alumnos de distintos países que contasen costumbres y tradiciones de Navidad de sus respectivas naciones. Relataron cómo en Alemania era popular la tradición de leer ese pasaje del Evangelio la noche de Navidad. A monseñor Escrivá de Balaguer le gustó y nos preguntó: "¿os parece bien que vivamos esta costumbre cristiana en el Colegio Romano?". Contestamos afirmativamente y desde ese año pasó a ser parte de la vida en familia de este centro durante la Navidad. De modo análogo estableció —más bien, nos comunicó— algo que tenía muy dentro del corazón y vivía desde siempre: su preocupación por la santidad de los sacerdotes. Un día de diciembre de 1954, después de hablarnos de este tema, nos dijo: "¿Y si introdujéramos la costumbre, por lo menos en esta casa, de momento, de ofrecer todos una mortificación por los sacerdotes de todo el mundo en la época de las ordenaciones sacerdotales, en las Témporas? Por los sacerdotes de todo el mundo y especialmente por los del Opus Dei. En este tiempo hermoso de las ordenaciones de las promociones sacerdotales, ¿Os parece bien?" La costumbre quedó fijada para toda la Obra: años más tarde, debido a los cambios litúrgicos, la trasladó a otros días del año, siempre con el mismo contenido de rezar y mortificarse por los sacerdotes.
Me interesa subrayar la naturalidad con la que se planteaban todas estas cuestiones, que a veces se incorporaban a la vida de la Obra y otras veces no. Tengo bien grabado el recuerdo de la tertulia del 19 de marzo de 1955. Alguien le preguntó sobre la conveniencia de utilizar industrias humanas para mantener la presencia de Dios durante el día. El que hacía la pregunta sabía que san Josemaría habla en Camino y en otros lugares de industrias humanas para referirse a los medios humanos que se pueden usar como recordatorio para mantener la presencia de Dios durante el día: San Josemaría respondió comparando esas industrias humanas a las muletas que conviene utilizar de vez en cuando, aunque no siempre se han de usar. Y nos explicó cómo las había usado él durante muchos años para tener presencia de Dios a lo largo de la semana:
-los domingos, procuraba pensar en la Santísima Trinidad repitiendo muchas veces "Gloria al Padre, al Hijo...": así le alababa —decía— como lo hacen los Ángeles en el Cielo;
-los lunes, en las Ánimas del Purgatorio, repitiendo "miles de veces" (concretó), "Requiem aeternam...", "Lux aeterna luceat eis, Domine...", etc.;
-los martes, en los Ángeles Custodios, repitiendo la oración que le había enseñado su madre, y la de "Sancti Angeli Custodes nostri defendite nos in proelio ut non pereamus in tremendo iudicio" (Santos Ángeles Custodios nuestros, defendednos en el combate, para que no perezcamos en el temible juicio);
-los miércoles buscaba la presencia de Dios a través de san José, al que decía muchas veces una poesía que compuso, que (decía san Josemaría) "era horrible", pero dicha con mucho cariño;
-los jueves, decía, eran una Comunión continua: comuniones espirituales, desagravio y perdón por las veces que pudiendo no comulgó; visitas... Añadió que tal vez nacía de aquí la costumbre de asaltar sagrarios (cfr. Camino, 876);
-los viernes, en la Pasión del Señor; algún pasaje concreto y muchas jaculatorias;
-los sábados, en la Virgen, diciendo: "Señora, más que Tú, solo Dios", "Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo".
En bastantes ocasiones durante estos años, vi cómo vivía y nos inculcaba la devoción a los Ángeles y a los santos. Pues bien: estos detalles de su piedad personal ligados a los días de la semana no han quedado como costumbre de la Obra. Contestó a la pregunta porque se la había hecho un hijo suyo y por si a alguno le servía su experiencia, pero no para todos.
En los primeros años míos romanos, ya he dicho que uno de mis encargos era lo relacionado con la música. Junto con Erramun Eguía, otro vasco que estaba en Roma que tenía un oído musical extraordinario pero escasos conocimientos de solfeo. Tampoco es que yo tuviera una específica gran preparación: me sirvieron mucho los cursos de armonía que había hecho, y mi experiencia en los coros en Bilbao; por lo demás fui haciéndome poco a poco, comprando algunos libros y partituras, escribiendo algunas armonizaciones a canciones, etc. Formamos varios coros, adquirimos algunos pianos y fuimos preparando acompañamiento musical para ceremonias litúrgicas y otros acontecimientos festivos.
En esos mismos cursos (de septiembre del 54 a junio del 56) hice la licenciatura de Derecho Canónico en el Angelicum: todas las mañanas íbamos a la universidad, casi siempre andando (unos 35 minutos), porque no había dinero para el transporte, ni para tabaco... ni para casi nada.
En este clima ordinario de privaciones tuvo lugar un sucedido del que recuerdo bien las fechas, pues dedicamos bastante tiempo a preparar la Misa en la que recibió la primera comunión Marco Castelli, hijo del constructor de Villa Tevere, al que san Josemaría quería agradecer su colaboración en las obras de la casa. Le pasamos un guion de cómo y qué cantaríamos en los distintos momentos de la ceremonia; lo aprobó con un comentario: que el tiempo restante sonara siempre el órgano.
Hay que decir que el órgano era uno de los primeros marca Hamond, que estaba en el coro de uno de los oratorios de la casa y que tenía altavoces en algún otro oratorio, el aula magna, etc. Reconozco que era horrible, pero hizo su servicio, hicimos multitud de chapuzas con el aparato: acompañar desde allí al coro que cantaba en el aula; usar dos teléfonos para seguir al coro en otros lugares, etc.
El día de la primera comunión de Marco salieron bien los cantos, pero a la hora de sonar el órgano, se estropeó y no pudimos hacer lo que se nos había pedido. Al final, nos llamó a Erramun y a mí y nos hizo ver nuestro fallo por no haberlo probado antes de la ceremonia. Después de recibir callados la reprimenda, cambió de expresión para preguntarnos si teníamos hambre. Antes de oír nuestra respuesta estaba llamando a la Administración, las mujeres encargadas de la atención de la casa, para decir "sacad, por favor, algo de comer para darlo a unos leones que tengo aquí" (yo tenía 24 años, Erramun era uno o dos años mayor que yo y aunque ya lo he dicho no me resisto a repetir que ambos éramos de Bilbao). Pronto llegó una bandeja surtida de embutidos baratos pero sustanciosos y alguna bebida. San Josemaría no probó nada mientras, animados por él, íbamos arramplando con todo, hasta que, cuando iba a desaparecer la última loncha, comentó: "¿no os parece que podríamos hacer alguna pequeña mortificación?".
Por cierto, recuerdo que san Josemaría no dio la primera comunión a Marco, ya que vino a celebrar un tío del chico que era obispo. Antes de dar la comunión, dirigió este buen obispo unas palabras en la que manifestó su emoción. Más o menos dijo: "estoy muy contento de darte tu primera comunión y espero también tener la alegría de poder darte la última". Una declaración que dejó asombrados a los parientes y amigos que asistían a la ceremonia... yo incluido.
En esas mismas fechas de la primavera del 56, nos hizo ver el desorden que podía suponer que quienes ya disponían de comida sana y abundante, tomasen media mañana sin una prescripción médica al respecto. Igualmente, en algunas ocasiones, para celebrar determinadas fechas, pedía para nosotros algún licor después de comer.
"Se me hace de noche"
Vivió exclusivamente para el Señor: era evidente que no tenía otro fin que el de conocerle, amarle y servirle, y que esta atracción divina crecía impetuosamente en los últimos años de su vida. Tenía puesta su mirada en la vida eterna, perspectiva desde la que valoraba todos los aspectos de la existencia: muchas veces le oí decir que hemos de tener la cabeza en el cielo y los pies bien asentados en la tierra, indicándonos que hemos de buscar la santidad, la unión con Dios, a través de las realidades de esta vida.
Con relativa frecuencia le oí hablar del Cielo, que el Señor nos dará si somos fieles; nos dejaba muy claro que esta fidelidad, y en particular la perseverancia final, es don de Dios que no podemos merecer, por lo que se hace necesario acudir a la misericordia de Dios y a los medios sobrenaturales. Recuerdo haberle escuchado decir que ninguno tenemos asegurada la perseverancia y que veía en esto un gran amor de Dios a cada uno y a su libertad, pero que no debía intranquilizarnos sino llevarnos a considerar la misericordia divina.
A partir de los años 60 le oí repetir la jaculatoria del salmo Vultum tuum, Domine, requiram, (tu rostro, Señor, buscaré) y era frecuente que nos hablara del rostro amabilísimo del Señor, que veremos en el Cielo. En una tertulia del 3 de mayo de 1967 le escuché, quizá por primera vez, estas palabras: "se me hace de noche", hablándonos con toda naturalidad del amor de Dios que nos espera. El año anterior, en una tertulia, cantamos una canción que se había hecho popular en Italia, titulada Aprite le finestre al nuovo sole; le gustó mucho, y en varias ocasiones nos decía que querría que se la cantásemos a la hora de su muerte. En esa misma tertulia, canturreó una canción que dice "yo soy para ti el atardecer, y tú eres para mí el amanecer", y terminó comentando: "la esperanza es un día con una luz que no se apagará jamás".
A la vez nos recordaba que no es propio del espíritu del Opus Dei desear morir, sino —aceptando siempre la voluntad de Dios— desear vivir, para trabajar mucho y morir estrujados como un limón: "hay que de desear vivir mucho, porque el Señor tiene pocos amigos en la tierra".
Su seguridad en la fe no tenía un carácter de seguridad presuntuosa. No se consideraba superior a nadie, sino que se apoyaba exclusivamente en Dios. Siempre que hablaba de polémicas doctrinales, de la necesidad de ser fieles a la doctrina de la Iglesia, terminaba diciéndonos que pidiéramos a Dios que no nos dejara de su mano, porque nosotros podíamos caer más bajo que cualquiera. Esta fue su enseñanza y su ejemplo: una humildad sincera y práctica, apoyada en un hondo conocimiento propio: nos decía con frecuencia que él se veía "capaz de todos los errores y de todos los horrores del hombre más vil", y que por eso comprendía las flaquezas humanas. Muchas veces le oí repetir una frase de un autor francés: "yo no sé cómo será el corazón de un criminal, pero me asomé al de un hombre de bien y me asusté". Este conocimiento del alma humana le llevaba a una actitud de contrición continua, que le llenaba de paz y serenidad.
No quiero terminar estas páginas sin dejar constancia de otra característica del talante de san Josemaría: era extraordinariamente agradecido. Cualquier cosa que hicieras por él la consideraba inmerecida y le llevaba a dar gracias. Lo comprobé en multitud de detalles: cada vez que me llamaba para encargar algo, siempre lo hacía con un por favor, y luego daba las gracias, y si se trataba de algo más personal, como pedir que estuviera listo el coche porque iba a hacer una salida, pedía excusas por molestar, preguntaba si había alguna dificultad, etc. Cuando se celebraba su santo o su cumpleaños, solíamos preparar algún programa de canciones: nunca dejó de agradecer cariñosamente lo que hacíamos. En alguna ocasión en que me dio un encargo algo particular me lo agradeció varias veces cuando me veía. A don José Luis Pastor, que durante años fue su médico, en todas las tertulias le agradecía públicamente lo que hacía por él, etc.
Teníamos una gran ilusión en que viera terminadas las obras y pudiera vivir en Cavabianca (la sede definitiva del Colegio Romano, a la que me trasladé en 1974). Cada vez que mencionábamos el asunto se ponía de manifiesto su desprendimiento hacia algo que él mismo había seguido con tanto interés, y su disponibilidad ante la Voluntad de Dios: pensaba siempre en que lo importante era servir a "los que vendrán después", sin dar importancia a lo que él pudiera llegar a ver en vida. Al acabar una de las últimas tertulias que tuvimos con él en Cavabianca, el 24 de abril de 1975 a las siete de la tarde, cuando estaba ya en el coche para marcharse, le dijimos que estaba quedando todo muy bonito, y casi sin dar importancia a este tema, nos respondió que no le interesaban los edificios sino los que los ocupábamos. Unas semanas más tarde, el 7 de junio, mientras íbamos todos con él hacia la ermita de la Santa Cruz (una de las construcciones que hay dentro de Cavabianca), le insinué que podíamos acercarnos a ver una plaza que había quedado muy bonita; me respondió con humor, mientras se apoyaba en mi brazo: "tampoco en tu tierra se comen un ternero de una vez... Ya la veré si Dios quiere".
El día 22 de junio de 1975, cuatro días antes de que entregara su alma a Dios, lo vi y saludé por última vez. Como siempre que venía a Cavabianca hacía indicaciones para completar la decoración, mejorar detalles, etc., y al mismo tiempo alababa y animaba a los arquitectos. Nada más verme me preguntó: "cómo va eso?". Tardé en reaccionar porque no me imaginaba que pudiera acordarse de que yo tenía un pequeño herpes labial, que ya estaba prácticamente curado.
Ese día le acompañé en el paseo que dio por distintas zonas de Cavabianca, que terminó con una tertulia en la sala de lectura. Me pareció que estaba cansado, al menos al final de la visita, que duró casi dos horas. Pienso que fue para todos la última lección que nos dio en su vida terrena: la ilusión y el empeño en el trabajo —sus indicaciones a los que estaban pintando, a los arquitectos...—, la rectitud de intención y el afán de almas que le movían, su unión con Dios mientras veía las cosas, su preocupación y cariño por sus hijos, su gracia y su buen humor.