Evangelio (Mc 8,11-13)
En aquel tiempo:
Salieron los fariseos y comenzaron a discutir con él, pidiéndole, para tentarle, una señal del cielo. Suspirando desde lo más íntimo, dijo:
— ¿Por qué esta generación pide una señal? En verdad os digo que a esta generación no se le dará ninguna señal.
Y dejándolos, subió de nuevo a la barca y se marchó a la otra orilla.
Comentario
El sábado pasado gozábamos al contemplar a Jesús compadecido de la muchedumbre hambrienta. Con unos pocos panes, les da de comer hasta que todos quedan saciados: una prodigiosa señal del cielo. Pero hoy nos quedamos contrariados: después del gran milagro, los fariseos se enfrentan a Jesús y le piden otro milagro. Y Jesús se estremece: ¿es posible tanta dureza de corazón? ¿Por qué piden una señal? La respuesta es un no rotundo. No habrá señal.
Algo parecido ocurre con la técnica del sonido: a veces un receptor dice: “no hay señal”, porque hay un fallo de conexión con el emisor. Aquí no hay conexión entre Jesús y los que van en busca de Él con mala intención: no para escuchar su palabra sino para contradecirla. Y como no consiguen vencerlo verbalmente, le piden que demuestre su verdad con un signo del cielo. Creen en los milagros, pero no en la palabra de quien hace esos milagros. En definitiva, no creen en Jesús. Es más, lo rechazan. Le dan la espalda con su actitud, y Jesús no puede hacer otra cosa que darles también la espalda retomando su travesía en barca. No es la primera vez que vemos a Jesús “entristecido por la ceguera de los corazones” (Marcos 3,5).
¿Qué señal puede servir para unos corazones endurecidos? Ninguna. Más bien, la señal es no darles ninguna señal. Debió de ser muy doloroso para Jesús tener que dejarlos sin poder practicar con ellos la misericordia. Quizá era la única salida para ellos, para su posible conversión. Como nos enseña San Josemaría, “Jesús jamás se muestra lejano o altanero, aunque en sus años de predicación le veremos a veces disgustado, porque le duele la maldad humana. Pero, si nos fijamos un poco, advertiremos en seguida que su enfado y su ira nacen del amor: son una invitación más para sacarnos de la infidelidad y del pecado”[1].
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 162, homilía “El corazón de Cristo, paz de los cristianos”.