En la representación del Juicio Final de la Capilla Sixtina, obra maestra de Miguel Ángel, vemos a Cristo en el centro, que parece gobernar el universo con un movimiento de brazo. A su lado se encuentra santa María, que mira con piedad a sus hijos mientras se presentan ante el supremo Juez. En torno a estas dos figuras se dispone una multitud de personajes: santos del Antiguo y del Nuevo Testamento, mártires y apóstoles, que contemplan al Salvador.
«Cada estado de vida conduce a la santidad, ¡siempre! En tu casa, por la calle, en el trabajo, en la Iglesia, en ese momento y en tu estado de vida se abrió el camino hacia la santidad» (Papa Francisco)
Este tipo de representación del Juicio Final posee una larga tradición en el arte cristiano. En la Edad Media era común, en las fachadas de las iglesias y catedrales y a veces también en el interior, mostrar a Cristo rodeado de santos: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, sabios doctores y sencillos trabajadores manuales, reyes y papas, monjes y soldados, vírgenes y padres de familia, de todos los ambientes y lugares, de todas las razas y culturas. Esta inmensa turba con frecuencia se acompañaba de ángeles tocando instrumentos musicales, haciendo del conjunto una gran orquesta que interpreta una hermosa sinfonía, dirigida por el compositor y maestro, Jesucristo. Benedicto XVI comparó a los santos con un gran «conjunto de instrumentos que, aun con su individualidad, elevan a Dios una única gran sinfonía de intercesión, de acción de gracias y de alabanza»[1]. Cada uno es maestro de un instrumento distinto, y el resultado es una música variada, siempre nueva, que interpretamos cuando a lo largo del año litúrgico celebramos su memoria. Los bienaventurados forman parte de nuestra vida por la Comunión de los santos: estamos unidos a la Iglesia del Cielo, «donde las almas están triunfando con el Señor»[2]. La sensibilidad litúrgica cristiana se manifiesta cuando se entrelaza lo que creemos, vivimos, celebramos y rezamos.
Riquezas de la santidad cristiana
A lo largo de la historia, son innumerables los hombres y mujeres que han puesto por obra las palabras de Jesús: «Estote ergo vos perfecti, sicut Pater vester caelestis perfectus est»[3]; sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. La riqueza de carismas del Espíritu Santo, las diferencias en el modo de ser de las personas y la amplia gama de situaciones en las que los cristianos han vivido, hacen que este mandato del Señor se encarne en maneras diversas. «Cada estado de vida conduce a la santidad, ¡siempre! En tu casa, por la calle, en el trabajo, en la Iglesia, en ese momento y en tu estado de vida se abrió el camino hacia la santidad»[4].
¡Cuánto atraen los santos! La vida de una persona que ha luchado por identificarse con Cristo constituye una gran apología de la fe. Su potentísima luz resplandece en medio del mundo. Si en ocasiones parece que la historia de los hombres está gobernada por el reino de la oscuridad, se debe posiblemente a que estas luces brillan en menor número o más tenuemente: «estas crisis mundiales ―apuntaba san Josemaría― son crisis de santos»[5]. El contraste entre la luminosa existencia de los santos y las tinieblas en las que quizá se vieron rodeados puede ser grande; de hecho, muchos fueron objeto de incomprensiones o de persecuciones, abiertas o solapadas, como le sucedió al Verbo Encarnado: «vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz»[6]. Sin embargo, la experiencia nos muestra el indudable atractivo de los santos: en tantos ambientes de nuestra sociedad, se sigue reconociendo con admiración el testimonio de una vida cristiana fuerte, radical, coherente. Las historias de los santos muestran además cómo el contacto con el Señor llena el corazón de paz y de alegría; cómo se puede difundir serenidad, esperanza y optimismo en nuestro entorno; y cómo permanecer, al mismo tiempo, abiertos a las necesidades de los demás, especialmente a las de los más desfavorecidos.
La devoción a los santos
La insondable riqueza de la santidad cristiana ha sido continuamente recordada y meditada por la Iglesia a la luz de la Palabra de Dios. La Liturgia celebra con amor cada año a sus hijos que han pasado por el mundo, como Jesús, «haciendo el bien»[7], siendo vivas luminarias para sus hermanos los hombres, ayudándoles a ser felices en esta tierra y en la vida futura. Las fechas que conmemoran sus respectivas memorias litúrgicas corresponden habitualmente al día de su muerte o dies natalis: la fecha en que nacen a la nueva vida, la del cielo. En otras ocasiones, recuerdan otros momentos destacados en su biografía, especialmente aquellos relacionados con la recepción de los sacramentos.
Grande era la devoción de san Josemaría a los santos: «¡Qué amor el de Teresa! –¡Qué celo el de Xavier! –¡Qué varón más admirable San Pablo! –¡Ah, Jesús, pues yo... te quiero más que Pablo, Xavier y Teresa!»[8] La Sagrada Liturgia es un lugar privilegiado para crecer en amor a estos intercesores celestes y para sentirlos cercanos, como amables compañeros de viaje, durante la vida terrena. El Misal Romano, recogiendo una tradición plurisecular de fe celebrada, contiene formularios comunes de oraciones para las Misas de mártires, pastores, doctores de la Iglesia, vírgenes, y santos y santas que alcanzaron la plenitud de la vida cristiana en circunstancias y estados de vida distintos. En la mayoría de los casos, sus celebraciones contienen algunas de estas oraciones comunes y otras oraciones propias.
Las fechas que conmemoran las memorias litúrgicas de lo santos corresponden habitualmente al día de su muerte o dies natalis: la fecha en que nacen a la nueva vida, la del cielo
En cualquier familia se festejan de modo especial los aniversarios de los miembros más destacados, como el padre o la madre, los abuelos… Así ocurre también en la familia de Dios que es la Iglesia. Además de las celebraciones de santa María, el calendario romano general celebra las solemnidades de san José (19 de marzo); de la Natividad de san Juan Bautista (24 de junio); de san Pedro y san Pablo (29 de junio) y de Todos los Santos (1 de noviembre). A ellas se suman un buen número de fiestas de santos: además de las de los apóstoles y evangelistas, que jalonan todo el año, son fiestas las memorias litúrgicas de san Lorenzo (10 de agosto); san Esteban protomártir (26 de diciembre) y los santos Inocentes (28 de diciembre). A estas fechas se unen las memorias, cuya celebración puede ser libre u obligatoria. En la Obra, además de las fiestas del Señor, de la Virgen y de san José, se celebran con especial devoción la exaltación de la santa Cruz (14 de septiembre); las fiestas de los santos Arcángeles (29 de septiembre) y de los Apóstoles patronos de las labores de la Prelatura; la de los Ángeles Custodios (2 de octubre).
Como se lee en el libro del Apocalipsis, los santos constituyen «una gran multitud que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas»[9]. Este Pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, como el justo Abel y el fiel patriarca Abraham; los del Nuevo Testamento; los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos. Es la gran familia de los hijos de Dios, formada por aquellos que forjaron su santidad con el impulso del eterno animador, el Espíritu Santo.
Las colectas del Misal Romano
Un escritor francés contemporáneo decía que los santos son como «los colores del espectro en relación con la luz»[10]. Cada uno expresa, con tonalidades y brillos propios, la luz de la santidad divina. Parece como si el fulgor de la Resurrección de Cristo, al atravesar el prisma de la humanidad, se abriera en una gradación de colores tan variados como fascinantes. «Cuando la Iglesia, en el ciclo anual, hace memoria de los mártires y los demás santos “proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que padecieron con Cristo y han sido glorificados con Él; propone a los fieles sus ejemplos, que atraen a todos por medio de Cristo al Padre, y por sus méritos implora los beneficios divinos”»[11].
A través de los formularios de las Misas de los santos del Misal Romano, la Iglesia expresa su oración en palabras que nos ayudan a considerar los distintos colores de ese espectro de luz. En cada una de estas celebraciones, existe al menos la oración colecta propia del santo, que el sacerdote recita en los ritos iniciales, inmediatamente antes de la liturgia de la Palabra. Esta breve oración nos indica el carácter de la celebración[12]: recuerda en modo sucinto qué "color" de la santidad de Dios brilló con más fuerza en el santo que conmemoramos ese día. Frecuentemente inician evocando alguna faceta de la historia de la salvación, en particular del Misterio de Cristo. Es además habitual que encomienden el pueblo cristiano al santo o santa, cuya intercesión se suplica para alguna circunstancia particular.
En las vidas de los santos parece como si el fulgor de la Resurrección de Cristo, al atravesar el prisma de la humanidad, se abriera en una gradación de colores tan variados como fascinantes
El contenido de las colectas es muy rico y variado. Así, por ejemplo, en la memoria de san Juan Fisher y santo Tomás Moro (22 de junio) se pide la coherencia entre la fe y la propia existencia (lo que san Josemaría llamará la unidad de vida); o se implora tener ardor apostólico como san Francisco Javier (3 de diciembre); o vivir del misterio de Cristo, especialmente contemplando su Pasión, como hizo santa Catalina de Siena (29 de abril); o ser encendidos en el corazón con el fuego del Espíritu Santo, en el día de san Felipe Neri (26 de mayo). En otras ocasiones se requieren dones y gracias para la Iglesia: la fecundidad del apostolado en la memoria de san Carlos Lwanga y compañeros mártires (3 de junio); la bendición de tener pastores según el corazón de Jesús, en el día de san Ambrosio (7 de diciembre); o una apertura confiada de los corazones a la gracia de Cristo, como repetía san Juan Pablo II (22 de octubre). Con los santos se recorren también los mil repliegues de la vida cristiana: así, en la memoria de san Juan Diego (9 de diciembre) se contempla el amor de la Santísima Virgen hacia su pueblo, y en la de santa Águeda (5 de febrero) se recuerda cómo agrada a Dios la virtud de la pureza.
Estos ejemplos, que podrían multiplicarse indefinidamente, nos muestran cómo las oraciones de las celebraciones de los santos constituyen una fuente riquísima para nuestro rato de oración personal del día, o para dirigirnos al Señor espontáneamente con alguna frase a lo largo de las horas de trabajo y descanso. Son como gemas preciosas de belleza singular, algunas con muchos siglos de antigüedad, que se engarzan en esas joyas de la Tradición cristiana que son las celebraciones litúrgicas. Con ellas, rezamos como han rezado tantas generaciones de cristianos. Las memorias y fiestas de los santos a lo largo del año nos brindan oportunidades de conocer un poco más a estos poderosos intercesores ante la Trinidad, así como de hacer nuevos amigos en el Cielo.
Estrellas de Dios
En los santos «el contacto con la palabra de Dios ha provocado, por decirlo así, una explosión de luz, a través de la cual el resplandor de Dios ilumina nuestro mundo y nos muestra el camino. Los santos son estrellas de Dios, que dejamos que nos guíen hacia aquel que anhela nuestro ser»[13]. Al igual que la estrella de Oriente guió a los Magos hacia su encuentro personal con Cristo, lo santos nos indican, como estrellas polares en la noche, cuál es el “norte” al que debemos dirigirnos.
Entre esas estrellas que señalan el camino, la Iglesia ha propuesto también públicamente a la devoción del pueblo cristiano a san Josemaría y al beato Álvaro. El ardor apostólico y el servicio desinteresado a la Iglesia y a todas las almas, que esculpieron la identidad cristiana del Fundador del Opus Dei y de su primer sucesor, caracterizan las oraciones que la Iglesia eleva a Dios en sus respectivas fiestas litúrgicas. En el primer caso, la Iglesia implora a nuestro Padre Dios que, por la intercesión de san Josemaría, en medio del trabajo ordinario, «nos configuremos a tu Hijo Jesucristo y sirvamos con ardiente amor a la obra de la Redención»[14] y que la celebración de los sacramentos «fortalezcan en nosotros el espíritu de hijos adoptivos»[15]. En la oración colecta del beato Álvaro se ruega que, imitando su ejemplo, «nos gastemos humildemente en la misión salvífica de la Iglesia»[16], porque don Álvaro fue fiel a la Iglesia y siguió lealmente a san Josemaría en la difusión del mensaje de la llamada universal a la santidad y el apostolado.
Nos ayuda acudir asiduamente a la intercesión de san Josemaría y del beato Álvaro para que nos alcancen del cielo la fidelidad a nuestra propia vocación, en toda circunstancia. “Leyendo” sus vidas –como si fueran una gran novela– aprendemos a ser santos en la vida ordinaria. De hecho, como recordaba san Bernardo en una homilía del día de Todos los Santos, «los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción (…); la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo»[17]. He aquí, por tanto, el significado del culto de estos hombres y mujeres de Dios: «contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran deseo de ser como ellos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios»[18]. Además, al contemplar –a lo largo del año– los santos y santas de todos los lugares y de todos los tiempos, experimentamos que «fueron, son normales: de carne, como la tuya. –Y vencieron»[19].
«Hay muchos cristianos maravillosamente santos; hay muchas madres de familia maravillosamente, encantadoramente santas; hay muchos padres de familia estupendos. Ocuparán en el cielo lugares de maravilla» (San Josemaría)
La celebración del culto a los santos nos recuerda con fuerza la llamada universal a la santidad: con la gracia de Dios, todos podemos corresponder con plenitud a la amorosa invitación a participar de la Vida divina, en nuestras circunstancias. Como animaba el papa Francisco: «Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo para quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicarse exclusivamente a la oración. Pero no es así. Alguno piensa que la santidad es cerrar los ojos y poner cara de santito. ¡No! No es esto la santidad. La santidad es algo más grande, más profundo que nos da Dios. Es más, estamos llamados a ser santos precisamente viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día»[20]. Personas de toda condición recorren el camino de la perfección cristiana: «hay muchos cristianos maravillosamente santos; hay muchas madres de familia maravillosamente, encantadoramente santas; hay muchos padres de familia estupendos. Ocuparán en el cielo lugares de maravilla. Y obreros y campesinos. Donde menos se piensa, ahí hay almas que vibran»[21].
¡Qué ilusión considerar que, conforme pasen los años, serán más y más los santos de la vida cotidiana, que celebraremos litúrgicamente para que nos impulsen a enamorarnos de Cristo en nuestro quehacer habitual!
Fernando López Arias
[1] Benedicto XVI, Audiencia, 25-IV-2012.
[2] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 26-VI-1974, en Catequesis en América I, 695 (AGP, biblioteca, P04).
[3] Mt 5, 48.
[4] Francisco, Audiencia, 19-XI-2014.
[5] San Josemaría, Camino, n. 301.
[6] Jn 3,19.
[7] Hch 10, 38.
[8] Camino, n. 874.
[9] Ap 7, 9.
[10] J. Guitton, Oeuvres Complètes 2, Paris: Desclée de Brouwer, 1968, 933.
[11] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1173. Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 104.
[12] Cfr. Instrucción general del Misal Romano, n. 54.
[13] Benedicto XVI, Homilía, 6-I-2012.
[14] Oración colecta de la Misa de san Josemaría (26 de junio).
[15] Oración poscomunión de la Misa de san Josemaría (26 de junio).
[16] Oración colecta de la Misa del beato Álvaro (12 de mayo).
[17] San Bernardo, Sermo 2, en Opera Omnia Cisterc. 5, 364 (Lectio altera del Oficio de lecturas de la Liturgia de las Horas del 1 de noviembre).
[18] Benedicto XVI, Homilía, 1-XI-2006.
[19] Camino, n. 133.
[20] Francisco, Audiencia, 19-XI-2014.
[21] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 18-V-1970, en Crónica 1970, 284 (AGP, biblioteca P01).