Mi encuentro definitivo con el Opus Dei

José María Casciaro nació en Murcia en 1923. Conoció el Opus Dei en 1940 siendo muy joven de labios de su hermano mayor Pedro, quien pertenecía a la Obra desde 1935. Durante la guerra civil española y tras la contienda, Pedro animó a su hermano pequeño a llevar una vida cristiana recta. Cuando, en abril de 1939, José Mª pudo conocer por fin a San Josemaría, comenzó a plantearse la vocación al Opus Dei. Estos recuerdos los relató en un libro: 'Vale la pena'.

La llamada divina es difícil de analizar. Tengo el vivo recuerdo de que una fuerza interior me empujaba, suavemente, pero con claridad, a entregarme a Dios en el Opus Dei, del que ya había alcanzado un conocimiento teórico y práctico bastante completo a través de las explicaciones de Pedro. Desde luego, cuestión clave era el compromiso de buscar una verdadera santificación cristiana a través del estudio como trabajo responsable, realizado en presencia de Dios. El fundamento de toda la vida cristiana se centraba en el sentido de saberme hijo de Dios, con una misión de servicio a los demás; y todo ello se contemplaba en las circunstancias normales de la existencia cristiana, que se desarrolla en medio del mundo.

Quizás el asunto punzante que se me presentaba era el del celibato apostólico, aunque yo no lo llamara tan técnicamente entonces. Yo me lo había planteado antes, pero ahora la cuestión aparecía en un plano cercano: ya no era un ideal en lejano horizonte, sino una realidad a la vista. Y a los 16 años es bien sabida la facilidad con que el corazón de un chico se inclina por una o dos de las chicas más atractivas con quienes trata. La gracia de Dios me hacía ver, con bastante nitidez, que mi camino era el de elegirle a Él, en una aventura divina, por encima de todas las criaturas. Se me presentaba, sí, como una aventura, pero al mismo tiempo sentía una seguridad serena, una confíanza interior, que no puede venir más que de Dios mismo, que llama. Pienso que no me costó mucho hacerme a la idea de una entrega total, y decidirme a ella libremente, sin traumas, aunque consciente de que aquella decisión implicaba algo muy serio. Y cada vez que consideraba esa elección -decir que si a la llamada de Dios-, experimentaba un poco de miedo, pero mucha mayor alegría interna.

Pedro volvió inmediatamente a Madrid. Yo me quedé en Torrevieja (España) durante las Navidades, madurando cuanto habíamos hablado. Meditaba en los puntos de Camino en medio de la atmosfera tranquila de los días de vacaciones. Pensaba que el paso decisivo podría ser pronto, a la vuelta a Barcelona. Antes de partir de Torrevieja me había decidido seriamente a llevar una vida cristiana plienamente coherente con las exigencias que Dios me pedía, y que se hacían cada vez más claras para mi. No contaba -tal vez impaciencias juveniles- con que en el Opus Dei me harían esperar durante muchos meses para tornar en consideración mi actitud.

El panorama respecto a mi relación con el Opus Dei se me presentaba despejado, pero tenía que esperar. Pedro no me había manifestado prisa alguna, sino más bien lo contrario. Por un lado, me faltaban unos meses para cumplir 17 años. Por otro, en el Opus Dei se quería tener certeza de la firmeza y constancia de mi decisión, como en los demás casos. No había, pues, prisa. El único que la tenía era yo.

Se esperaba que el Padre acudiera a Barcelona en breve. En esa próxima visita tendría la oportunidad de hablar directamente con el fundador de la Obra y expresarle, si quería, mis disposiciones respecto a mi decisión. Mientras tanto, debía seguir esperando.

El 12 de mayo, durante la comida en casa de tío Diego Ramírez, me llamó Rafael Termes: el padre estaba en Barcelona y podía verle. Es fácil suponer la emoción que me invadió. Terminé rápidamente de comer y me despedí de mi familia. Inmediatamente me recibió San Josemaría. Como la primera vez —hacía ya un año de aquel día de mayo del 1939- me trató entrañablemente. Me hizo algunas preguntas para ver si me había enterado bien de lo que supone la llamada a la Obra. Parece que debí de responder adecuadamente. A continuación, en un tono serio, me hizo la pregunta: "¿Te ha coaccionado tu hermano Pedro?"

Por dos veces más me repitió la pregunta en otros términos. Recuerdo que comencé a entrar en ciertos apuros, pues por momentos me parecía que no iba a tornar en cuenta mi petición, mantenida en mi interior cerca ya de cinco meses. Ya no recuerdo las cosas que debi exponer, pero supongo que fueron lo sufícientemente signifícativas para que san Josemaría se cerciorara de que mi decisión era completamente libre y bien madurada, pues por ultimo me dijo: "Ya te puedes considerar de la Obra. Ahora habla un rato con Álvaro, que te explicará algunas cosas".

Es fácil imaginar mi alegría e, incluso, mi tranquilidad: al fin veía cumplidos un deseo y una ilusión largamente acariciados y mantenidos. Todo esto era para mi formidable. No haría falta aclarar que pedir ser admitido no es lo mismó que pertenecer jurídicamente al Opus Dei. Ha de pasar, por lo menos, año y medio para ser miembro, con arreglo a derecho. Pero la Obra a todos ofrece los adecuados medios de formación ascética, cientifíco-religiosa y humana, los mismos que proporciona a quienes ya pertenecen jurídicamente al Opus Dei, y tiene con todos la misma solicitud y atención. Por ello, desde los primeros momentos nos sentimos dentro de la Obra, con la piena confianza de los hijos en su familia, viviendo la fíliación hacia el Padre y la fraternidad con los demás fíeles del Opus Dei.

Pasado el tiempo, al recordar aquel encuentro con el Fundador de la Obra, comprendí el exquisito cuidado con que san Josemaría velaba por la libertad en la entrega a Dios, para que está fuera sincera y por motivos exclusivamente sobrenaturales. Cuando, en varias ocasiones, le oí decir que en el Opus Dei tenemos una puerta estrecha para entrar y otra ancha para salir, me acordé siempre de aquel episodio del 12 de mayo de 1940, que corroboraba la profunda verdad de tal afirmación.

En 1998, casi cincuenta años más tarde de haberse incorporado al Opus Dei, Jose María Casciaro hacía así el balance de su vida:

"En varios lugares de la sede central de la Prelatura, en Roma, leemos la inscripción 'Vale la pena', lema que oímos muchas veces al Fundador de la Obra, y que expresa el valor de la entrega a Dios, con la tensión hacia la bienaventuranza eterna. En efecto, cuando uno vuelve la mirada a aquellos años primeros de la llamada divina, y recorre igualmente los posteriores, siente en lo más profundo la verdad de estas palabras.

Valía la pena seguir a san Josemaría, porque ello era, es, caminar como de la mano hasta Nuestro Señor Jesucristo. Se trata de una aventura, pero también de un camino seguro a través de la tierra hacia el Cielo. Después de más de medio siglo ¡cuán alegre y reconfortante es, en medio de las propias miserias, haber seguido la ruta que Dios me mostró desde la primera juventud!

De manera creciente, día a día me ha sostenido la ilusión de ir trenzando con otros la aventura maravillosa de hacer el Opus Dei en la tierra. Echando la mirada atrás, en efecto, se hace evidente que valía la pena recorrer tal andadura. Sí, una y mil veces, valía, VALE LA PENA".

José María Casciaro, Vale la pena, Tres años cerca del Fundador del Opus Dei: 1939-1942, Rialp, Madrid 1998