Probablemente Pedro se sentía fuera de lugar. Mientras subía el monte Tabor con el Señor, en su interior se debatía y sufría al no entender. Sin duda, Jesús quería tener una manifestación especial de aprecio al llamarle junto a Santiago y a Juan para acompañarlo. Desde aquel episodio en Cesarea de Filipo, llevaría algunos días incómodo. ¿Por qué había anunciado Jesús que tendría que ser llevado a la muerte? ¿Por qué le había dirigido ese reproche tan duro?
Una alabanza
Acababan de llegar a la región de Cesarea de Filipo. Jesús, reuniendo a sus discípulos, les preguntó: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?». Todos comenzaron a expresar lo que habían oído, quizá con una sonrisa en la boca: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas». El Señor entonces les sorprendió con otra pregunta, esta vez más personal: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,13-15).
Entonces se hizo el silencio. Nadie se atrevía a responder. Pedro, sin embargo, tomó la palabra: «Tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Quizá pensaría que no había hecho nada especial: simplemente había dicho en alto lo que todos pensarían por dentro. Seguramente lo habrían hablado muchas veces, pero siempre en corrillo, en ese clima de confianza que se crearía cuando empezaban a hablar entre sí por la noche, intentando explicarse unos a otros lo que el Maestro había predicado.
«Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan –respondió Jesús–, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,17-18). Tal vez el apóstol no lograra entender el significado de esta revelación del Señor. Una cosa sí que le habría quedado clara: él, Pedro, iba a ser un apoyo sólido para el Mesías. Jesús quería contar con él para hacer algo grande, algo que desafiaría al mismo infierno.
También hoy Cristo continúa llamando a los hombres a colaborar con él en la obra de la redención: «Hijos de Dios. –Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. –El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine… De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna» [1].
Sentir las cosas de Dios
Pedro se llenaría de cierto orgullo al escuchar aquella alabanza. No obstante, se inquietaría cuando el Señor «comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar después de tres días» (Mc 8,31). Eso no podía ocurrir. Si él era el Mesías, como acababa de confirmarles, tendría que liberar a Israel y expulsar a los romanos para restaurar el reino de David. ¿Cómo sería posible si su propio pueblo le iba a condenar? No tenía sentido. Y Pedro, que se sentiría legitimado por el reciente elogio, se lo tenía que hacer saber.
En cierto modo, la manera de pensar del apóstol pervive también hoy. Se asocia el sufrimiento con el fracaso. De manera que, si uno emprende un camino y encuentra obstáculos, pensará que quizá se haya equivocado, o bien se desanimará porque no todo se desarrolla según sus planes. Por eso, cuando Pedro reprende a Jesús por lo que acaba de decir, el Señor le responde: «¡Apártate de mí, Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mc 8,33).
El miedo, la desesperación o la desconfianza surgen también como consecuencia de la acción del demonio en el mundo y en cada uno de nosotros. A veces, es él quien nos lleva a rendirnos o nos hace perder la paz cuando algo en nuestra vida no se ajusta a nuestras expectativas. Sentir las cosas como Dios implica, en cambio, descubrir el rostro de Cristo en cada situación, tanto en las alegrías como en las penas. «El camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es fácil. Ciertamente, en determinadas épocas, parece que todo se cumple según nuestras previsiones; pero esto habitualmente dura poco. Vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores; y en esta fragua el hombre puede adquirir fortaleza, paciencia, magnanimidad, serenidad» [2].
Así, cuando se acercan los momentos dolorosos, podemos renovar nuestro compromiso de ser piedra: no son circunstancias que nos indican que hemos fracasado en nuestra misión, sino oportunidad para madurar la vocación, abandonarnos en las manos de Dios y poner en él nuestra esperanza. «A veces pasamos por momentos de oscuridad en nuestra vida personal, familiar o social, y tememos que no haya salida. Nos sentimos asustados ante grandes enigmas como la enfermedad, el dolor inocente o el misterio de la muerte. En el mismo camino de la fe, a menudo tropezamos cuando nos encontramos con el escándalo de la cruz y las exigencias del Evangelio, que nos pide que gastemos nuestra vida en el servicio y la perdamos en el amor, en lugar de conservarla para nosotros y defenderla. Necesitamos, entonces, otra mirada, una luz que ilumine en profundidad el misterio de la vida y nos ayude a ir más allá de nuestros esquemas y más allá de los criterios de este mundo» [3]. Pedro todavía tardaría un tiempo en adquirir esa sensibilidad divina. Para ello, Jesús le pediría días más tarde que le acompañara al monte Tabor.

La última palabra
Pedro jamás había escuchado un reproche semejante. Ni siquiera a los fariseos Jesús les había dirigido una acusación tan fuerte. En los días que siguieron no dejaría de dar vueltas a esta conversación. De piedra que resistiría al infierno había pasado a ser Satanás. Cuanto más se regocijaba en la alabanza, tanto más le dolía el reproche. Buscaría entender el porqué de la reacción del Señor, pero no lo conseguiría. Y como él, también los otros apóstoles tratarían de asimilar aquel episodio. «Podemos imaginar lo que debió ocurrir en el corazón de sus amigos, de sus amigos íntimos, sus discípulos: la imagen de un Mesías fuerte y triunfante entra en crisis, sus sueños se hacen añicos, y la angustia los asalta al pensar que el Maestro en el que habían creído sería ejecutado como el peor de los malhechores» [4].
El apóstol sabía que Jesús lo amaba. Además, el hecho de que le pidiera que le acompañara a la cima de la montaña, junto a Santiago y Juan, manifestaba que confiaba plenamente en él. Le había llamado Satanás, sí, pero no se había alejado de él, ni tampoco le había dicho que ya no sería su piedra. Y tiempo después –todavía él no lo sabía– el Señor le confirmaría como cabeza de la Iglesia a pesar de haberlo negado tres veces durante la pasión. «La experiencia del pecado no nos debe, pues, hacer dudar de nuestra misión. Ciertamente nuestros pecados pueden hacer difícil reconocer a Cristo. Por tanto, hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la purificación. Pero sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha» [5].
Cuando llegaron a la cima del Tabor, Pedro se detendría a contemplar el panorama. Quizá le vinieron a la cabeza aquellos momentos en los que los profetas de antaño habían encontrado a Dios en lo alto de un monte. Un lugar como aquel, desde donde se podía ver la vastedad de la creación, de un mundo que se pierde más allá del horizonte de la propia vista, lleva inevitablemente a pensar en la grandeza de Dios.
De repente, Pedro se dio cuenta de que algo pasaba con Jesús. «Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro» (Lc 9,29), «se puso resplandeciente como el sol» (Mt 17,2). También «sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos» (Mc 9,3). Los tres apóstoles vieron aparecer a dos hombres junto a Jesús que comenzaron a hablar con él. Se dieron cuenta de que «eran Moisés y Elías que, aparecidos en forma gloriosa, hablaban de la salida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén» (Lc 9,30-31).
Mientras los escuchaba hablar, Pedro tal vez recordó que las Escrituras ya habían anunciado que el Mesías iba a sufrir. «Fue maltratado, y él se dejó humillar, y no abrió su boca; como cordero llevado al matadero» (Is 53,7). «Han taladrado mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos. Ellos miran, me observan, se reparten mis ropas y echan a suertes mi túnica» (Sal 22,18-19). Ahora todo cuadraba. Por fin comenzaría a intuir el significado de aquellas misteriosas palabras que le habían llevado a reprender a Jesús. El Mesías sería un rey, pero no a la manera humana, sino un rey crucificado. «Su rostro radiante y sus vestidos resplandecientes, que anticipan la imagen de resucitado, ofrecen a estos hombres asustados la luz, la luz de la esperanza, la luz para atravesar las tinieblas: la muerte no será el fin de todo, porque se abrirá a la gloria de la resurrección. Jesús, pues, anuncia su muerte, los lleva al monte y les muestra lo que sucederá después, la resurrección» [6]. La temida cruz, por tanto, no tendrá la última palabra. El Señor se refería a eso cuando le echó en cara que no sentía las cosas de Dios. Para Pedro la crucifixión era signo de muerte y de fracaso, pero para Jesús lo será de vida y de salvación.
En la noche más oscura
Cuando Moisés y Elías dejaron de hablar, Pedro no pudo contenerse: «Señor, qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17,4). Cualquiera de nosotros habría dicho lo mismo. Cuando percibimos de manera clara la cercanía de Dios, experimentamos una alegría que nos gustaría que se prolongase indefinidamente. Algo similar ocurre también cuando vivimos un momento especialmente agradable: unos días de descanso, una reunión familiar, un plan con amigos… Pero todo eso, como el episodio del Tabor, tiene un inicio y un fin. Pretender eternizarlos, además de ser imposible, llevaría a alejarnos de la realidad y nos impediría acoger con serenidad y paz los momentos en los que la realeza de Dios parece oculta.
El Señor permitió que Pedro, Santiago y Juan pudieran contemplar su gloria como anticipo de la pasión, para que pudieran vivirla con fe y esperanza en la resurrección. «Jesús quiere que esta luz ilumine sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y muerte, cuando el escándalo de la cruz sea insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en él. Así, después de este episodio, él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los asaltos de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga» [7].
Cuando en nuestra vida se presente la cruz, podemos hacer memoria de todos esos encuentros que hemos tenido con Cristo en el Tabor, en los que hemos notado de manera particular la felicidad de caminar junto a él. Y también entonces, aunque quizá tengamos la impresión de que esos recuerdos forman parte de un pasado que no volverá, sabemos que Dios no nos suelta de su mano. «A veces, cuando todo nos sale al revés de como imaginábamos, nos viene espontáneamente a la boca: ¡Señor, que se me hunde todo, todo, todo...! Ha llegado la hora de rectificar: yo, contigo, avanzaré seguro, porque tú eres la misma fortaleza: Quia tu es, Deus, fortitudo mea (Sal 42,2).
»Te he rogado que, en medio de las ocupaciones, procures alzar tus ojos al cielo perseverantemente, porque la esperanza nos impulsa a agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural; también cuando las pasiones se levantan y nos acometen para aherrojarnos en el reducto mezquino de nuestro yo, o cuando –con vanidad pueril– nos sentimos el centro del universo. Yo vivo persuadido de que, sin mirar hacia arriba, sin Jesús, jamás lograré nada; y sé que mi fortaleza, para vencerme y para vencer, nace de repetir aquel grito: todo lo puedo en aquel que me conforta (Flp 4,13), que recoge la promesa segura de Dios de no abandonar a sus hijos, si sus hijos no le abandonan» [8].
* * *
Pedro «todavía estaba hablando, cuando una nube de luz los cubrió y una voz desde la nube dijo: “Este es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle”» (Mt 17,5). Los tres discípulos, asustados por lo que acababan de oír, cayeron de bruces. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, dijo: «Levantaos y no tengáis miedo» (Mt 17,7).
Mientras bajaban la montaña, Pedro iría meditando sobre todo lo que había presenciado en los últimos días. Comenzaría a entender que «los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura» (Rm 8,18): por mucho que el Mesías tenga que sufrir, su victoria será mucho más grande. Sin embargo, todavía tendría un largo camino que recorrer para comprender plenamente el significado de estos episodios.
Muchos años después, en un clima de continua amenaza para la Iglesia naciente, Pedro escribirá una carta a los primeros cristianos en la que les animará a no perder la esperanza en medio de las dificultades:
«Os hemos dado a conocer el poder y la venida futura de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto, él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la suprema gloria le dirigió esta voz: “Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias”. Y esta voz venida del cielo la oímos nosotros estando con él en el monte santo. Y tenemos así mejor confirmada la palabra de los profetas, a la que hacéis bien en prestar atención como a una lámpara que alumbra en la oscuridad, hasta que alboree el día y el lucero de la mañana amanezca en vuestros corazones» (2P 1,16-19).
[1] San Josemaría, Forja, n. 1.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 77.
[3] Francisco, Ángelus, 28-II-2021.
[4] Ibid.
[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 114.
[6] Francisco, Ángelus, 28-II-2021.
[7] Benedicto XVI, Ángelus, 4-III-2012.
[8] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 213.