Conocí el Opus Dei cuando era un joven estudiante, poco antes de empezar la Universidad. Me impactaron el clima de alegría y el nivel humano y profesional de algunas personas.
Pertenezco a la Obra desde finales de los años 70.
¿Cuál es la ayuda que ha recibido en estos años?
Sobre todo, me han animado a corregir mi camino continuamente, primero como estudiante, luego como profesor –soy maestro de filosofía en un instituto de Turín- y, finalmente, como marido y padre.
He valorado especialmente la apertura de horizontes en la vida, que atribuyo a la constante formación cristiana recibida.
Recuerdo ahora que cuando era estudiante, acudí a una actividad organizada en un centro del Opus Dei, en la que repasamos a los grandes pensadores, clásicos y contemporáneos.
Pero la principal ayuda ha sido, fundamentalmente, interior: los medios de formación cristiana, en especial la dirección espiritual, me han orientado con gran libertad al continuo descubrimiento de Dios y de su presencia. Así, día a día, he procurado tratarle como a un amigo.
¿Pero que ocurre si es inconstante esta relación o esta formación?
Bueno, volvemos a poner la pelota en juego en alguno de los encuentros mensuales o semanales que se organizan.
En el fondo, la formación cristiana que se recibe en el Opus Dei es más o menos como llenar el depósito de gasolina. El coche sigue adelante, pero soy yo quien decide a dónde.
Es otra de las cosas que me gusta de mi vocación. Ser del Opus Dei no supone encerrarse en un grupo. Más bien te invitan a vivir la responsabilidad y la iniciativa personal en medio del mundo.
¿Y recibir tanto a qué le lleva?
He recibido tanto que, como el bien es difusivo, tengo la necesidad de dar de lo que he recibido.
Por ejemplo, como profesor, sugiero metas atractivas humanas y cristianas a los alunos. Una lección de filosofía o de Historia permite tratar cuestiones éticas y antropológicas que interesan a los alumnos.
A veces son ellos mismos quienes sacan el tema. Recuerdo que no hace muchos días, hablando sobre el Concilio de Trento, me hicieron un montón de preguntas sobre la confesión, la conciencia, y el sentido del bien y del mal.
Uno de los mayores deseos de un cristiano debe ser, como nos recordaba san Josemaría, “dar doctrina”. Yo trato de hacerlo con naturalidad, respetando las conciencias de todos, y al mismo tiempo sin lesionar la verdad.
Muchas etapas de la historia merece ser analizadas con otro espíritu. Mis alumnos, por ejemplo, saben que me niego a tratar la época medieval como un periodo oscuro. Tampoco presento la ciencia como algo opuesto a la fe, sino más bien todo lo contrario.
Es siempre una alegría descubrir que algunos alumnos leen por su cuenta los libros que recomiendo en clase o que les aconsejo que lean en verano. Se ve que tienen hambre de saber la verdad.
En los últimos años, junto con otros amigos, hemos organizado unos cursos llamados “Minimaster”. En ellos, repasamos algunos temas de historia, de pensamiento político o económicos, bioética, u otros aspectos que afectan a la ciencia, a la filosofía y a la fe. Todos unidos por el denominador común del humanismo cristiano.
Junto con mi mujer, he tenido la alegría de ver que nuestros hijos, junto con los de otros amigos, participan en un club para chicos, en el que otros jóvenes mayores organizan actividades formativas y de tiempo libre. La formación religiosa está encargada al Opus Dei.
Me he dado cuenta de que el gran ideal –mostrar a Cristo en toda realidad humana- exige que yo sea capaz de luchar contra mis defectos, como la impaciencia o el nerviososmo. Cristo me pide que le encuentre en mi vida, en mi trabajo, en mi familia.
El camino de la santidad se encuentra en todas las circunstancias, a todas horas, en todos los minutos, en cada uno de los sesenta segundos, diría Kipling. Con este convencimiento, puedo comenzar cada jornada con nuevos ánimos y nueva esperanza.
Así, la aventura de la vida continúa.