Construir sobre piedra: El plan de vida espiritual (II)

El camino que recorremos junto a Dios está marcado tanto por tiempos de bonanza como por dificultades y fatigas. La fidelidad al plan de vida no consiste en aspirar a conseguir una «ejecución perfecta», sino en permanecer en el amor de Dios, y encontrar en él nuestro descanso.

Lea la primera parte de este editorial “«En casa y de camino, acostado y levantado»: el plan de vida (I)”


Durante sus años en Nazaret, Jesús conoció desde dentro el trabajo manual; quizá incluso el de la construcción. San Mateo nos lo deja entrever cuando, en los últimos compases del Sermón de la montaña, recoge una comparación de la que el Maestro se sirvió alguna vez para explicar cómo debíamos asimilar sus enseñanzas. Jesús habla de dos tipos de constructores: uno que edifica su casa sobre arena, y otro que escoge construir sobre piedra (cfr. Mt 7,24-27). Las casas son en apariencia semejantes, porque ambas están construidas a partir de las mismas palabras de Jesús, pero el tiempo mostrará hasta qué punto una es mucho más frágil que la otra. Cuando llegan las dificultades —cuando cae la lluvia, vienen las inundaciones y los vientos soplan y golpean la casa—, se vuelve más claro que no basta con tener una noción abstracta y teórica de la vida cristiana: quedarse ahí sería como construir sobre arena. Por eso, necesitamos frecuentar a Jesús, mantener un contacto asiduo con él: acostumbrarnos a escucharlo atentamente en la oración, y desarrollar otros hábitos estables, duraderos, que nos ayudarán a poner en práctica sus palabras. Así podremos vivir de él, no solo en los tiempos de bonanza, sino también en los momentos en que nuestra fe y nuestras convicciones se pongan a prueba.

San Josemaría expresaba algo muy semejante a partir de un recuerdo de infancia, que se acerca a la vida interior desde la imagen del camino: «Se quedaron muy grabadas en mi cabeza de niño aquellas señales que, en las montañas de mi tierra, colocaban a los bordes de los caminos; me llamaron la atención unos palos altos, ordinariamente pintados de rojo. Me explicaron entonces que, cuando cae la nieve, y cubre senderos, sementeras y pastos, bosques, peñas y barrancos, esas estacas sobresalen como un punto de referencia seguro, para que todo el mundo sepa siempre por dónde va la ruta». En la vida de un cristiano, continuaba, sucede algo análogo: «Hay primaveras y veranos, pero también llegan los inviernos, días sin sol, y noches huérfanas de luna. No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter». Y es precisamente en esos momentos más difíciles, concluía, cuando un plan de vida espiritual resulta más necesario: esas costumbres, «bien arraigadas y ajustadas a las circunstancias propias de cada uno, serán como esos palos pintados de rojo, que continúan marcándonos el rumbo, hasta que el Señor decida que brille de nuevo el sol, se derritan los hielos, y el corazón vuelva a vibrar, encendido con un fuego que en realidad no estuvo apagado nunca: fue solo rescoldo oculto por la ceniza de una temporada de prueba, o de menos empeño, o de escaso sacrificio»[1].

Crecer en las crisis

Es muy normal que, a lo largo de la vida, uno deba atravesar momentos de crisis, de mayor o menor entidad[2]. Sucede, por ejemplo, que los jóvenes se entusiasman con grandes ideales y se lanzan a la aventura sin reflexionar demasiado; al adquirir más experiencia, sin embargo, se desaniman: constatan lo difícil que es cambiar el mundo, o ya simplemente cambiar uno mismo; o se sorprenden de la facilidad con que sus emociones, antes fuertes y que tal vez creían garantía de la estabilidad de sus convicciones, ceden ante nuevas circunstancias. También hay momentos de la vida, puntos de inflexión como la llegada de la madurez o de la jubilación, en los que naturalmente se tiende a hacer balance del camino recorrido, y en los que pasan a veces al primer plano los fracasos, las decepciones, lo que podía haber sido y no fue; se puede volver entonces difícil aceptar la propia historia, se nubla quizá la vista para valorar y agradecer tantas cosas buenas, y se busca consuelo en lo que san Josemaría llamó, con un juego de palabras intraducible, la mística ojalatera: «¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa profesión, ojalá tuviera más salud, o menos años, o más tiempo!»[3].

Estas y otras crisis similares no son —no deberían ser— momentos sin Dios: también entonces, incluso más, el Señor está cerca de nosotros y sigue dándose sin medida. Por esto las crisis son oportunidades importantes para crecer en la relación con Dios, que puede hacer florecer el desierto y sacar fruto de la tierra seca (Is 35,1). El idealismo juvenil puede ser purificado y elevado por la gracia, pero necesita madurar para llegar a ser verdaderamente sobrenatural. Los reveses y las decepciones no deben convertirnos en cínicos «realistas», porque el mero conocimiento de nuestras limitaciones naturales está lejos de ser toda la verdad sobre nosotros mismos y sobre la historia humana. Estos momentos, que pueden ser duros, son lugares de maduración, en los que el Señor quiere ensancharnos el corazón. Un escritor francés lo dijo de modo elocuente: «El hombre tiene lugares en su pobre corazón que no empiezan a existir hasta que el dolor entra en ellos, de modo que lleguen a ser»[4].

Del mismo modo que el amor humano se construye y se profundiza pasando tiempo juntos (¡sufriendo juntos!), así nuestro amor a Dios se fortalece y se renueva por la frecuentación, por la «unión con Cristo en el Pan y en la Palabra, en la Sagrada Hostia y en la oración»[5], en sus distintas modalidades: adoración silenciosa, diálogo confiado, examen de conciencia, oración vocal, etc. Estos y otros hábitos similares no son una lista tediosa de cosas a hacer, sino encuentros que despiertan, avivan y enriquecen la relación con Dios, y desde ella las relaciones con los demás, que se vuelven más fuertes y profundas.

Con el corazón abierto a Dios

«Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María»[6]. La vida espiritual es fundamentalmente una relación de amor, y por eso la belleza y los desafíos del amor humano son como un libro abierto para comprender mejor sus dinamismos. Así, por ejemplo, cuando el compromiso de un matrimonio se debilita, puede ser en parte porque marido y mujer han ido distanciándose progresivamente. Se trata de un peligro constante en una relación estrecha: que la pareja no madure y crezca junta, porque la vida de cada uno adquiere nuevas dimensiones que no son compartidas con la otra persona, y que no son integradas en su aventura común.

Algo parecido puede ocurrir en nuestra vida espiritual. Dios no cambia, pero nosotros sí; y es necesario que compartamos con él, en un diálogo íntimo y continuo, todo lo que nos ocurre y nos habita, desde los éxitos o decepciones profesionales hasta nuestras aficiones y asuntos familiares: vivir todas las cosas «con el corazón abierto hacia Dios, de manera que el trabajo, también en la enfermedad, incluso en la dificultad, esté abierto a Dios»[7]. Así, a medida que avanzamos por la vida, el Señor podrá revelarnos nuevas dimensiones de los tesoros de sabiduría y conocimiento escondidos en Cristo (cf. Col 2,3): esa sabiduría que se adquiere en el silencio de la oración, en los momentos de acción de gracias después de la comunión, en la contemplación de las palabras y de la vida de Jesús en los Evangelios. Los discípulos de Emaús, «en su misteriosa caminata con Cristo resucitado, vivían un momento de angustia, confusión, desesperanza, desilusión. No obstante, más allá de todo eso y a pesar de todo, algo ocurría en lo más hondo: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino?” (Lc 24,32)»[8].

Necesitamos dejarnos ayudar, y ayudar también a los demás, de modo que nuestra vida espiritual no se limite a «tirar para adelante». Como nos ha recordado el Padre, «la formación, a lo largo de toda la vida, sin descuidar su necesaria exigencia, tiende en una medida importante a abrir horizontes»[9]. Nuestra lectura espiritual, y los textos y recursos que utilizamos para alimentar y enriquecer nuestra fe, deben estar bien elegidos para ayudarnos a profundizar en nuestra experiencia de Dios, aportándonos nuevas perspectivas y hablando a las necesidades de nuestro corazón, que serán distintas según las personas y según los momentos. El Espíritu Santo se servirá de esos esfuerzos, siempre modestos en comparación con sus dones, para hacer su obra en nosotros.

Pero detengámonos aún en otra analogía con el amor humano. Si veíamos que un enemigo de una relación es que la pareja deje de verse con regularidad, otro peligro igualmente poderoso es que, aun viéndose, no se hablen de verdad: están presentes con el cuerpo, pero no con el alma; no abren el corazón y no escuchan con verdadero interés. En tal caso, pasar tiempo juntos puede convertirse en una carga; y viceversa, renunciar a ese tiempo puede presentarse como una liberación. Algo parecido puede suceder en la vida espiritual si uno se atiene a un plan solo para cumplir con una obligación. San Josemaría hablaba de este tipo de rutina como el «verdadero sepulcro de la piedad»[10].

Ante este riesgo, es alentador pensar que estamos llamados a «comenzar y recomenzar» muchas veces a lo largo del camino[11]. Al igual que las parejas que se siguen queriendo, a la vuelta de tantos años, y que pueden decirse «gracias» y «lo siento» por muchas pequeñas cosas, también nosotros necesitaremos a menudo retomar un hábito que hemos empezado a descuidar, poner más la cabeza y el corazón en nuestra lectura espiritual, o redescubrir el valor de algunas oraciones tradicionales antes o después de la Misa, si nos damos cuenta de que nos distraemos fácilmente.

Se entiende así por qué la fidelidad al plan de vida no consiste en aspirar a conseguir una «ejecución perfecta», como si fuéramos solistas en un concierto de cámara o atletas en una competición olímpica de gimnasia artística. Se trata más bien de permanecer en el amor de Dios (cfr. Jn 15,9): descubrir y redescubrir, cada vez un poco más, el único fundamento sólido sobre el que podemos construir nuestra vida. Y de encontrar en esa piedra firme la alegría y la paz que nuestro corazón ansía: «Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre —¡tu Padre!— lleno de ternura, de infinito amor. —Llámale Padre muchas veces, y dile —a solas— que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo»[12].


[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 151.

[2] Cfr. San Josemaría, Carta 2, n. 22, sobre la «crisis de los 40 años»; más en general, cfr. R. Guardini, Las etapas de la vida, Madrid, Palabra, 2022.

[3] San Josemaría, Conversaciones, n. 88; cfr. Camino, Edición crítico-histórica, comentario al n. 832; J. Peña, «Mística ojalatera y realismo en la santidad de la vida ordinaria», Anuario Filosófico, 2002 (35), 629-654.

[4] L. Bloy, Lettre, 25-04-1873, Lettres de jeunesse, 1870-1893, Paris, Édouard-Joseph, 1920.

[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 118.

[6] Es Cristo que pasa, n. 166.

[7] Papa Francisco, Audiencia, 21-06-2017.

[8] Papa Francisco, Enc. Dilexit nos, n. 7.

[9] F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-01-2018, n. 11.

[10] Amigos de Dios, n. 150.

[11] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 292; Forja, n. 384.

[12] Forja, n. 331.

Oskari Juurikkala