«El Espíritu Santo es la fuente inagotable de la esperanza cristiana»

Para la última catequesis sobre el Espíritu Santo, el Papa Francisco ha elegido el tema de la esperanza, que será central en el Jubileo de 2025.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hemos llegado al final de nuestras catequesis sobre el Espíritu Santo y la Iglesia. Dedicamos esta última reflexión al título que hemos dado a todo el ciclo, que es: “El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo guía al Pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza”

Este título se refiere a uno de los últimos versículos de la Biblia, en el Libro del Apocalipsis, que dice: «El Espíritu y la Esposa dicen: “¡Ven!”» (Ap 22,17). ¿A quién va dirigida esta invocación? Va dirigida a Cristo resucitado. De hecho, tanto San Pablo (cfr 1 Cor 16,22) como la Didaché, un escrito de los tiempos apostólicos, testifican que en las reuniones litúrgicas de los primeros cristianos resonaba, en arameo, el grito “Maràna tha!”, que significa precisamente “¡Ven, Señor!”. Es una oración a Cristo para que venga.

En esa fase más antigua, la invocación tenía un trasfondo que hoy llamaríamos escatológico. Expresaba, de hecho, la ardiente espera del retorno glorioso del Señor. Y este grito y la espera que expresa nunca se han apagado en la Iglesia. Todavía hoy, en la Misa, justo después de la consagración, proclama la muerte y la resurrección de Cristo “en la espera de su venida”. La Iglesia está a la espera de la venida del Señor.

Pero esta espera de la última venida de Cristo no ha quedado como única. A ella se ha unido también la espera de su venida continua en la situación presente y peregrinante de la Iglesia. Y es a esta venida a la que piensa especialmente la Iglesia cuando, animada por el Espíritu Santo, clama a Jesús: “¡Ven!”.

Ha ocurrido un cambio – mejor dicho, un desarrollo – lleno de significado respecto al grito “¡Ven!”, “¡Ven, Señor!”. Este ya no se dirige únicamente a Cristo, sino también al mismo Espíritu Santo. Quien grita es ahora también Aquel a quien se le grita. “¡Ven!” es la invocación con la que comienzan casi todos los himnos y oraciones de la Iglesia dirigidos al Espíritu Santo: «Ven, Espíritu creador», decimos en el Veni Creator, y «Ven, Espíritu Santo», Veni Sancte Spiritus, en la secuencia de Pentecostés; y así en tantas otras oraciones. Es justo que sea así, porque, después de la Resurrección, el Espíritu Santo es el verdadero “alter ego” de Cristo, Aquel que actúa en su lugar, que lo hace presente y operante en la Iglesia. Es Él quien “anuncia las cosas futuras” (cfr Jn 16,13) y nos las hace desear y esperar. Por eso, Cristo y el Espíritu son inseparables, también en la economía de la salvación.

El Espíritu Santo es la fuente inagotable de la esperanza cristiana. San Pablo nos dejó estas palabras preciosas: «Que el Dios de la esperanza os llene de toda alegría y paz en la fe, para que reboséis de esperanza por la acción del Espíritu Santo» (Rm 15,13). Si la Iglesia es una barca, el Espíritu Santo es la vela que la impulsa y la hace avanzar en el mar de la historia, hoy como en el pasado.

La esperanza no es una palabra vacía, ni un deseo vago de que las cosas salgan bien: la esperanza es una certeza, porque está fundada en la fidelidad de Dios a sus promesas. Por eso se llama virtud teologal: porque es infundida por Dios y tiene a Dios como garantía. No es una virtud pasiva, que se limita a esperar que las cosas sucedan. Es una virtud profundamente activa que ayuda a hacerlas realidad. Alguien que luchó por la liberación de los pobres escribió estas palabras: «El Espíritu Santo está en el origen del clamor de los pobres. Es la fuerza dada a los que no tienen fuerza. Él guía la lucha por la emancipación y por la plena realización del pueblo oprimido» 

El cristiano no puede conformarse con tener esperanza; también debe irradiarla, ser sembrador de esperanza. Es el regalo más hermoso que la Iglesia puede ofrecer a toda la humanidad, especialmente en los momentos en que todo parece invitar a arriar las velas.

El apóstol Pedro exhortaba a los primeros cristianos con estas palabras: «Adorad en vuestros corazones a Cristo el Señor, dispuestos siempre a dar razón de la esperanza que hay en vosotros». Pero añadía una recomendación: «Hacedlo, sin embargo, con dulzura y respeto» (1 Pe 3,15-16). Y esto porque no será tanto la fuerza de los argumentos lo que convencerá a las personas, sino el amor que sepamos poner en ellos. Esta es la primera y más eficaz forma de evangelización. ¡Y está abierta a todos!

Queridos hermanos y hermanas, ¡que el Espíritu nos ayude siempre, siempre a “rebosar de esperanza por la acción del Espíritu Santo”!

Libreria Editrice Vaticana / Rome Reports