Audio: Vocación cristiana

Incluimos un audio de un fragmento de una homiliía de San Josemaría en la que habla de la vocación cristiana.

Vocación cristiana (18:47 min)

(Homilía pronunciada el 2–XII–1951, primer domingo de Adviento.)

Comienza el año litúrgico, y el introito de la Misa nos propone una consideración íntimamente relacionada con el principio de nuestra vida cristiana: la vocación que hemos recibido. Vias tuas, Domine, demonstra mihi, et semitas tuas edoce me (Ps XXIV, 4.); Señor, indícame tus caminos, enséñame tus sendas. Pedimos al Señor que nos guíe, que nos muestre sus pisadas, para que podamos dirigirnos a la plenitud de sus mandamientos, que es la caridad (Cfr. Mt XXII, 37; Mc XII, 30; Lc X, 27.).

Me figuro que vosotros, como yo, al pensar en las circunstancias que han acompañado vuestra decisión de esforzaros por vivir enteramente la fe, daréis muchas gracias al Señor, tendréis el convencimiento sincero –sin falsas humildades– de que no hay mérito alguno por nuestra parte. Ordinariamente aprendimos a invocar a Dios desde la infancia, de los labios de unos padres cristianos; más adelante, maestros, compañeros, conocidos, nos han ayudado de mil maneras a no perder de vista a Jesucristo.

Un día –no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia–, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana –que es la razón más sobrenatural–, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de El.

No me gusta hablar de elegidos ni de privilegiados. Pero es Cristo quien habla, quien elige. Es el lenguaje de la Escritura: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem –dice San Pablo– ut essemus sancti (Eph I, 4.). Nos ha escogido, desde antes de la constitución del mundo, para que seamos santos. Yo sé que esto no te llena de orgullo, ni contribuye a que te consideres superior a los demás hombres. Esa elección, raíz de la llamada, debe ser la base de tu humildad. ¿Se levanta acaso un monumento a los pinceles de un gran pintor? Sirvieron para plasmar obras maestras, pero el mérito es del artista. Nosotros –los cristianos– somos sólo instrumentos del Creador del mundo, del Redentor de todos los hombres.

Los Apóstoles, hombres corrientes

A mí me anima considerar un precedente narrado, paro a paso, en las páginas del Evangelio: la vocación de los primeros doce. Vamos a meditarla despacio, rogando a esos santos testigos del Señor que sepamos seguir a Cristo como ellos lo hicieron.

Aquellos primeros apóstoles –a los que tengo gran devoción y cariño– eran, según los criterios humanos, poca cosa. En cuanto a posición social, con excepción de Mateo, que seguramente se ganaba bien la vida y que dejó todo cuando Jesús se lo pidió, eran pescadores: vivían al día, bregando de noche, para poder lograr el sustento.

Pero la posición social es lo de menos. No eran cultos, ni siquiera muy inteligentes, al menos en lo que se refiere a las realidades sobrenaturales. Incluso los ejemplos y las comparaciones más sencillas les resultaban incomprensibles, y acudían al Maestro: Domine, edissere nobis parabolam (Mt XIII, 36.), Señor, explícanos la parábola. Cuando Jesús, con una imagen, alude al fermento de los fariseos, entienden que les está recriminando por no haber comprado pan (Cfr. Mt XVI, 6–7.).

Pobres, ignorantes. Y ni siquiera sencillos, llanos. Dentro de su limitación, eran ambiciosos. Muchas veces discuten sobre quién sería el mayor, cuando –según su mentalidad– Cristo instaurase en la tierra el reino definitivo de Israel. Discuten y se acaloran durante ese momento sublime, en el que Jesús está a punto de inmolarse por la humanidad: en la intimidad del Cenáculo (Cfr. Lc XXII, 24–27.).

Fe, poca. El mismo Jesucristo lo dice (Cfr. Mt XIV, 31; XVI, 8; XVII, 19; XXI, 21.). Han visto resucitar muertos, curar toda clase de enfermedades, multiplicar el pan y los peces, calmar tempestades, echar demonios. San Pedro, escogido como cabeza, es el único que sabe responder prontamente: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt XVI, 16.). Pero es una fe que él interpreta a su manera, por eso se permite encararse con Jesucristo para que no se entregue en redención por los hombres. Y Jesús tiene que contestarle: apártate de mí, Satanás, que me escandalizas, porque no entiendes las cosas de Dios, sino las de los hombres (Mt XVI, 23.). Pedro razonaba humanamente, comenta San Juan Crisóstomo, y concluía que todo aquello –la Pasión y la Muerte– era indigno de Cristo, reprobable. Por eso, Jesús lo reprende y le dice: no, sufrir no es cosa indigna de mí; tú lo juzgas así porque razonas con ideas carnales, humanas (S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 54, 4 (PG 58, 537).).

Aquellos hombres de poca fe, ¿sobresalían quizá en el amor a Cristo? Sin duda lo amaban, al menos de palabra. A veces se dejan arrebatar por el entusiasmo: vamos y muramos con El (Ioh XI, 16.). Pero a la hora de la verdad huirán todos, menos Juan, que de veras amaba con obras. Sólo este adolescente, el más joven de los apóstoles, permanece junto a la Cruz. Los demás no sentían ese amor tan fuerte como la muerte (Can VIII, 6.).

Estos eran los Discípulos elegidos por el Señor; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia (Cfr. Gal II, 9.). Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres (Mt IV, 19.), corredentores, administradores de la gracia de Dios.

3 Algo semejante ha sucedido con nosotros. Sin gran dificultad podríamos encontrar en nuestra familia, entre nuestros amigos y compañeros, por no referirme al inmenso panorama del mundo, tantas otras personas más dignas que nosotros para recibir la llamada de Cristo. Más sencillos, más sabios, más influyentes, más importantes, más agradecidos, más generosos.

Yo, al pensar en estos puntos, me avergüenzo. Pero me doy cuenta también de que nuestra lógica humana no sirve para explicar las realidades de la gracia. Dios suele buscar instrumentos flacos, para que aparezca con clara evidencia que la obra es suya. San Pablo evoca con temblor su vocación: después de todos se me apareció a mí, que vengo a ser como un abortivo, siendo el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios (1 Cor XV, 8–9.). Así escribe Saulo de Tarso, con una personalidad y un empuje que la historia no ha hecho sino agrandar.

Sin que haya mediado mérito alguno por nuestra parte, os decía: porque en la base de la vocación están el conocimiento de nuestra miseria, la conciencia de que las luces que iluminan el alma –la fe–, el amor con el que amamos –la caridad– y el deseo por el que nos sostenemos –la esperanza–, son dones gratuitos de Dios. Por eso, no crecer en humildad significa perder de vista el objetivo de la elección divina: ut essemus sancti, la santidad personal.

Ahora, desde esa humildad, podemos comprender toda la maravilla de la llamada divina. La mano de Cristo nos ha cogido de un trigal: el sembrador aprieta en su mano llagada el puñado de trigo. La sangre de Cristo baña la simiente, la empapa. Luego, el Señor echa al aire ese trigo, para que muriendo, sea vida y, hundiéndose en la tierra, sea capaz de multiplicarse en espigas de oro.

Ya es hora de despertar

La Epístola de la Misa nos recuerda que hemos de asumir esta responsabilidad de apóstoles con nuevo espíritu, con ánimo, despiertos. Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo, pues estamos más cerca de nuestra salud que cuando recibimos la fe. La noche avanza y va a llegar el día. Dejemos, pues, las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz (Rom XIII, 11–12.).

Me diréis que no es fácil, y no os faltará razón. Los enemigos del hombre, que son los enemigos de su santidad, intentan impedir esa vida nueva, ese revestirse con el espíritu de Cristo. No encuentro otra enumeración mejor de los obstáculos a la fidelidad cristiana que la que nos trae San Juan: concupiscentia carnis, concupiscentia oculorum et superbia vitae (1 Ioh II, 16.); todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida.

5 La concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general, ni la apetencia sexual, que debe ser ordenada y no es mala de suyo, porque es una noble realidad humana santificable. Ved que, por eso, nunca hablo de impureza, sino de pureza, ya que a todos alcanzan las palabras de Cristo: bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt V, 8.). Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros.

Al tratar de la virtud de la pureza, suelo añadir el calificativo de santa. La pureza cristiana, la santa pureza, no es el orgulloso sentirse puros, no contaminados. Es saber que tenemos los pies de barro (Dan II, 33.), aunque la gracia de Dios nos libre día a día de las asechanzas del enemigo. Considero una deformación del cristianismo la insistencia de algunos en escribir o predicar casi exclusivamente de esta materia, olvidando otras virtudes que son capitales para el cristiano, y también en general para la convivencia entre los hombres.

La santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado. La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa.

Decía que la concupiscencia de la carne no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios.

Comportare así, sería como abandonarse incondicionalmente al imperio de una de esas leyes, la del pecado, contra la que nos previene San Pablo: cuando quiero hacer el bien, encuentro una ley por la que el mal está pegado a mí; de aquí es que me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo que hay otra ley en mis miembros, que resiste a la ley de mi espíritu y me sojuzga a la ley del pecado... \f8Infelix ego homo!, ¡infeliz de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? (Rom VII, 21–24.). Oíd lo que contesta el apóstol: la gracia de Dios, por Jesucristo Señor Nuestro (Rom VII, 25.). Podemos y debemos luchar contra la concupiscencia de la carne, porque siempre nos será concedida, si somos humildes, la gracia del Señor.

6 El otro enemigo, escribe San Juan, es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no sabe descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea –los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo– sólo con visión humana.

Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gen III, 5.)y y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.

La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos. La lucha contra la soberbia ha de ser constante, que no en vano se ha dicho gráficamente que esa pasión muere un día después de que cada persona muera. Es la altivez del fariseo, a quien Dios se resiste a justificar, porque encuentra en él una barrera de autosuficiencia. Es la arrogancia, que conduce a despreciar a los demás hombres, a dominarlos, a maltratarlos: porque donde hay soberbia allí hay ofensa y deshonra (Prv XI, 2.).

7 La misericordia de Dios

Empieza hoy el tiempo de Adviento, y es bueno que hayamos considerado las insidias de estos enemigos del alma: el desorden de la sensualidad y de la fácil ligereza; el desatino de la razón que se opone al Señor; la presunción altanera, esterilizadora del amor a Dios y a las criaturas. Todas estas situaciones del ánimo son obstáculos ciertos, y su poder perturbador es grande. Por eso la liturgia nos hace implorar la misericordia divina: a Ti, Señor, elevo mi alma; en Ti espero; que no sea confundido, ni se gocen de mí mis adversarios (Ps XXIV, 1–2.), hemos rezado en el introito. Y en la antífona del Ofertorio repetiremos: espero en Ti, ¡que yo no sea confundido!

Ahora, que se acerca el tiempo de la salvación, consuela escuchar de los labios de San Pablo que después que Dios Nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor con los hombres, nos ha liberado no a causa de las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia (Tit III, 5.).

Si recorréis las Escrituras Santas, descubriréis constantemente la presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra (Ps XXXII, 5.), se extiende a todos sus hijos, super omnem carnem (Ecclo XVIII, 12.); nos rodea (Ps XXXI, 10.), nos antecede (Ps LVIII, 11.), se multiplica para ayudarnos} (Ps XXXIII, 8.), y continuamente ha sido confirmada (Ps CXVI, 2.). Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Ps XXIV, 7.): una misericordia suave (Ps CVIII, 21.), hermosa como nube de lluvia (Ecclo XXXV, 26.).

Jesucristo resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt V, 7.). Y en otra ocasión: sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso (Lc VI, 36.). Nos han quedado muy grabadas también, entre otras muchas escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím (Lc VII, 11–17.). ¡Cuántas razones de justicia para explicar este gran prodigio! Ha muerto el hijo único de aquella pobre viuda, el que daba sentido a su vida, el que podía ayudarle en su vejez. Pero Cristo no obra el milagro por justicia; lo hace por compasión, porque interiormente se conmueve ante el dolor humano.

¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor! Clamará a mí y yo le oiré, porque soy misericordioso (Ex XXII, 27.). Es una invitación, una promesa que no dejará de cumplir. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos la misericordia y el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno (Heb IV, 16.). Los enemigos de nuestra santificación nada podrán, porque esa misericordia de Dios nos previene; y si –por nuestra culpa y nuestra debilidad– caemos, el Señor nos socorre y nos levanta. Habías aprendido a evitar la negligencia, a alejar de ti la arrogancia, a adquirir la piedad, a no ser prisionero de las cuestiones mundanas, a no preferir lo caduco a lo eterno. Pero, como la debilidad humana no puede mantener un paso decidido en un mundo resbaladizo, el buen médico te ha indicado también remedios contra la desorientación, y el juez misericordioso no te ha negado la esperanza del perdón (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 7 (PL 15, 1540).