60 años del Opus Dei en Colombia

Una mirada atrás, al comienzo, mueve sin duda al agradecimiento. La pequeña semilla que, como el grano de mostaza, era entonces algo insignificante y sin relieve para la sociedad de los años sesenta en Colombia, ha venido a convertirse – como en la parábola (Cf. Mateo 13, 31-32) – en árbol fecundo, colmado de frutos.

Padre Teodoro Ruiz y el Dr. Ángel Jolín, los primeros en llegar a Colombia.

Desde la Guajira hasta Ipiales, de Santander a Leticia, en ciudades importantes y en lejanas y pequeñas poblaciones, se ha escuchado el mensaje de la llamada universal a la santidad, encomendado por Dios a San Josemaría el 2 de octubre de 1928.

    El Opus Dei es una gran catequesis, repetía San Josemaría. Sólo tiene esa finalidad: dar formación cristiana, enseñar a vivir el Evangelio con todas sus consecuencias, descubrir el sentido divino de las realidades humanas, pensar en los demás, hacer apostolado: un apostolado discreto, en silencio, persona a persona, sin ruido innecesario. Un campesino, que ha vivido toda su existencia en las riveras del río San Jorge, recordaba a su patrón que “a mediados de los años sesenta, un sacerdote joven pasó por estas tierras con algunos universitarios y nos enseñó que se puede ser santo en el trabajo diario, aunque se esté dedicado solamente a las faenas del campo”.  Y un maestro de escuela de Maicao, conversa con un colega del Amazonas el cambio de sus vidas, no sólo en lo que respecta a su progreso profesional gracias a la educación a distancia en la Universidad de la Sabana, sino principalmente en lo que se refiere al horizonte descubierto del valor de sus vidas como cristianos y como educadores: “Antes, se trataba solamente de un duro trabajo, en un ambiente difícil y sin medios: una labor ingrata y, a veces, triste. Ahora, en cambio, la convicción de que nuestra tarea vale la pena, junto con la alegría de descubrir la trascendencia humana y sobrenatural de la educación. Hace tan poco tiempo nos limitábamos a transmitir conocimientos: hoy procuramos hacernos santos mientras contribuimos a la educación de la juventud de nuestras tierras”.

TRABAJANDO CON TODOS

    A través del hilo de la historia de estos sesenta años en Colombia, se podría hacer un seguimiento en cadena desde los primeros que llegaron a comenzar la labor apostólica (una media docena), hasta los cientos de miles que en este tiempo han recibido formación en Centros de la Prelatura o en contacto con alguien vinculado a ella. Pero no es suficiente, para descubrir la hondura de lo realizado en este lapso, con apelar a labores apostólicas corporativas, o tareas personales de fieles de la Obra con Cooperadores y amigos, católicos o no, puestas en marcha en tantas ciudades: residencias universitarias, centros de capacitación para la mujer, escuelas familiares agrarias, centros de cultura y formación humana, colegios y centros universitarios, para personas de todos los estratos y condiciones sociales, de todas la edades.  Para descubrir la acción del Opus Dei lo más importante es lo que hace el padre o la madre de familia en su hogar, el empleado o el dirigente en su empresa, el universitario con sus compañeros, el enfermero con quienes tiene contacto en el hospital, el obrero con aquellos que sudan a su lado la jornada de sol a sol: uno a uno, en diálogo de amistad, transmitiendo primero con la vida, con el ejemplo de una conducta coherente, y luego con la palabra,  la doctrina de Cristo: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mateo, 5, 48)

LLEGAN LOS PRIMEROS. Y LUEGO, ELLAS

    Algo más de dos años después de la llegada del sacerdote Teodoro Ruiz, para comenzar con unos pocos más – Aurelio Mota, químico farmaceuta, Ángel Jolín, médico, Luis Borobio, arquitecto, Pepe Albendea, estudiante de derecho... -, la labor confiada directamente por San Josemaría  Escrivá de Balaguer a estos pioneros, en Bogotá y luego en Medellín, ya despuntaban las primeras vocaciones – Diego Ernesto Torres, Nacho Gómez, Octavio Arizmendi...-, y las primeras residencias de estudiantes universitarios, como anticipo de lo que hoy es un conjunto abigarrado y multicolor de labores apostólicas, con un común denominador: afán de apostolado, espíritu de servicio y un fuerte dinamismo de santidad en la familia, en el trabajo cotidiano, en los diversos momentos de la vida ordinaria, que tienen el aliento, lejano en la distancia y entrañablemente cercano en el espíritu del San Josemaría.

 

    Las mujeres del Opus Dei llegaron algún tiempo después. Así lo describe una de ellas: “Era el quince de abril de 1954. El puerto de la ciudad de Cartagena, con la Popa destacándose al fondo. Llegamos a las 2 de la tarde, las cuatro que veníamos a empezar la labor de mujeres del Opus Dei en Colombia: Josefina de Miguel, María Adela Tamés, Tere Ivars y Concha Campá. El viaje se había iniciado el 28 de marzo, aniversario de la Ordenación sacerdotal del Fundador. En el puerto, a nuestro alrededor, gente de diversos colores y razas, un gran mundo variado y distinto, se abría a nuestros ojos y el corazón latía con fuerza. San  Josemaría había seguido nuestros pasos e hicimos el trayecto confiando en sus oraciones y apoyadas en su bendición. Era Jueves Santo. Hicimos las visitas a los Monumentos de la Catedral, San Pedro Claver, Santo Domingo. Nos admiró la piedad de la gente, su elegancia y respeto. El Viernes Santo volamos a Bogotá. Era el atardecer y llovía. Nos recibieron Mercedes de Gómez  Tanco y Maruja Huertas en un apartamento decorado con flores frescas y frutas tropicales. Desde entonces la labor continúa por tantas ciudades. Comenzamos casi simultáneamente en Bogotá y Medellín en una labor llena de sucesos cotidianos, de un trabajo profesional tan variado como las personas que hemos ido conociendo, tantas de las cuales se han incorporado a la Prelatura”.

DINÁMICA EXPANSIÓN

Desde Bogotá y Medellín la expansión no se detiene. Manizales, desde mayo del 58; Cali, a partir del año 61;  Cartagena, a comienzos del 70; Barranquilla, en el 78; Bucaramanga, en el 81. Y desde cada una de estas nuevas ciudades, con un impulso apostólico siempre fresco, en el mayor respeto por la libertad personal,  la misión del Opus Dei se extiende por ciudades intermedias. Un obispo que pide a sacerdotes de la Obra ayuda para la formación de su clero; una familia que se instala y remueve el ambiente de sus vecinos; un profesional que se traslada y genera un clima nuevo de espiritualidad en sus colegas; padres que piden colaboración para iniciar un colegio para sus hijos con criterios inspirados en ideas del Santo y solicitan la dirección espiritual de un sacerdote de la Prelatura. Así sucede en Palmira, o Santa Marta, Floridablanca en Santander, Neiva o Tunja, en Pereira o Montería, en Cartago como en Buga.

    Como una inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad, el espíritu del Fundador va llegando a miles y miles de personas, de la más diversa condición: desde niños hasta personas de la tercera edad, hombres y mujeres del campo y la ciudad,  intelectuales y profesionales, de todos los estratos, sacerdotes y seglares, personas conocidas e influyentes o, aún en mayor número, un sin fin de personajes anónimos, de los que la sociedad no sabe pero que son como savia viva que llena de esperanza su entorno, en un país y en un tiempo en que tanta falta hace aquello que el Santo pidió siempre a sus hijas y a sus hijos: que sean sembradores de amor, paz y alegría en los corazones de todos, en el mundo entero.

LAS CIFRAS NO LO DICEN TODO

    Para el Opus Dei es igual la importancia de quienes llevan adelante una universidad, del prestigio de la Universidad de la Sabana, como la de quienes enseñan los más elementales deberes familiares a mujeres campesinas, en El Alto en la Ceja, o La Casona en Silvania. No son las cifras que se contabilizan, ni las ciudades o las instituciones educativas o asistenciales, las que definen su labor en estos sesenta años. Lo verdaderamente valioso es el anuncio del Evangelio que realizan sus miembros, junto con  Cooperadores o con los millares de universitarios que se nutren de su espíritu; el apostolado de amistad y confidencia, persona a persona, con el fin de acercar a Cristo a quienes tienen a su lado por razones familiares, de cercanía social o por compartir las aulas escolares o universitarias.  Siempre en estrecha fidelidad de obediencia y amor al Santo Padre y en cercana colaboración con los señores obispos o los párrocos, como fieles corrientes que son todos sus miembros, ciudadanos de un país que amamos y por cuya paz luchamos.

    Realmente estos  años es poco para medir la influencia eclesial y social de una Institución que está llamada a pervivir mientras haya hombres y mujeres que trabajan con capacidad para santificar su labor, santificarse en ella y ayudar a encontrar la santidad precisamente en su mismo trabajo y en el ámbito de la propia familia.

Por Padre Javier Abad Gómez