No descubro nada nuevo si digo que algunos cristianos tienen una visión muy pobre de la Santa Misa, que para otros es un mero rito exterior, cuando no un convencionalismo social. Y es que nuestros corazones, mezquinos, son capaces de vivir rutinariamente la mayor donación de Dios a los hombres.
En la Misa, en esta Misa que ahora celebramos, interviene de modo especial, repito, la Trinidad Santísima. Corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma: oímos a Dios, le hablamos, lo vemos, lo gustamos. Y cuando las palabras no son suficientes, cantamos, animando a nuestra lengua ‑Pange, lingua!‑ a que proclame, en presencia de toda la humanidad, las grandezas del Señor.
Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa en Cristo con todos los cristianos. (Es Cristo que pasa, nn. 87-88)