Una oración al Dios de mi vida (Ps XLI, 9.). Si Dios es para nosotros vida, no debe extrañarnos que nuestra existencia de cristianos haya de estar entretejida en oración. Pero no penséis que la oración es un acto que se cumple y luego se abandona. El justo encuentra en la ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y durante la noche (Ps I, 2.). Por la mañana pienso en ti (Cfr. Ps LXII, 7.); y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso (Cfr. Ps CXL, 2.). Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración (Cfr. Dt VI, 6 y 7.).
(...) La vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios; momentos de coloquio sin ruido de palabras, junto al Sagrario siempre que sea posible, para agradecer al Señor esa espera –¡tan solo!– desde hace veinte siglos. Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad. Una meditación que contribuye a dar valor sobrenatural a nuestra pobre vida humana, nuestra vida diaria corriente.
Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones –aun las más pequeñas– se llenarán de eficacia espiritual.
Por eso, cuando un cristiano se mete por este camino del trato ininterrumpido con el Señor –y es un camino para todos, no una senda para privilegiados–, la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios. (Es Cristo que pasa, 119)