“Un verdadero amor no puede desaparecer con la muerte”

Alexandra Briones, egresada de Periodismo de la Universidad de los Andes, obra corporativa del Opus Dei, narra cómo se acercó a Dios tras experimentar la muerte de su abuela.

Alexandra junto a sus papás y su familia cuando cumplió 18 años.

Mi padre es católico, mi mamá no; ella no es bautizada pues su papá era judío, aunque es devota de la Virgen. Somos tres hermanos y soy la del medio.

Tuve una etapa bien oscura en mi vida, prácticamente toda mi adolescencia, período en el que tenía la autoestima muy baja. En esa época pertenecía a un grupo de “metaleros”, jóvenes asociados a una tribu urbana, amantes de la música metal. Con ese grupo a veces salía y participaba de sus fiestas, en algunas de las cuales se hacía mención a Satanás. Como yo creía en Dios, de algún modo trataba de convencerlos de su existencia y los animaba a relacionarse con Él ante sus dificultades, porque me llamaba la atención los problemas que tenían. Pero poco les influía y paulatinamente era yo la que iba absorbiendo sus creencias. 

A los 15 años uno es muy simple. Te gusta el metal y no le tomas el peso a lo que escuchas, dices o haces. Y lo que haces, la mayoría de las veces es por rebeldía, por parecerte al grupo y llevar la contra. 

Una vez en el colegio, en clases de religión, ante la alusión que hacía la profesora de que… “la Iglesia nos tiene que iluminar ...”, la ataqué asegurando, “la única Iglesia que ilumina es la que arde”. Fue una tontera que había escuchado y la reproduje sin tomarle el peso. 

Pero por otra parte era bien inconsecuente. En el colegio tenía la asignatura de religión y me gustaba ir, porque era un modo de intentar solucionar mis dudas. Incluso cuando estaba muy deprimida, a la salida del colegio me escapaba a una Iglesia cerca. No sabía a qué iba, si a rezar, a pensar, pero sentía que necesitaba estar ahí. 

Y con esa misma falta de reflexión postulé a la Universidad de los Andes, una obra corporativa del Opus Dei que está en Santiago de Chile. Terminé el colegio en Punta Arenas (en el extremo sur del país) y allí organizaron una feria de universidades. Me encantó la propuesta de esta institución. 

Ya matriculada y asistiendo a clases en la universidad (en Santiago), comenzaron a aflorar mis inquietudes espirituales en los ramos teológicos que se imparten como parte de la formación universitaria. Era la más inquisidora, para todo pedía un por qué. Hasta que un día, una profesora me dijo, “creo que es mejor que vayas a hablar con algún sacerdote a la capellanía, porque hay cosas que no te puedo responder”. Pero no me animé. 

Un cáncer: la puerta a la fe

Así seguí hasta 2009 cuando le diagnosticaron un cáncer fulminante a mi abuela. Ella era mi segunda mamá, mi confidente, la que me consolaba y contenía cuando me peleaba con mis papás. Fue además la única persona que me apoyó en la que creía inicialmente era mi vocación: el canto. Ella era católica.

Alexandra con su abuela en la última Navidad que pasaron juntas en 2008.

Estuve el día que le entregaron el diagnóstico y la sentencia de muerte, ya que le pronosticaron dos meses de vida. Fue la primera persona cercana que se me moría. Le pedí mucho a Dios que no se la llevara, porque era todo para mí y en dos meses no alcanzaba a pedirle perdón, a demostrarle lo mucho que la quería. Cuando se murió me dio pena y sentí una rabia intensa. No aceptaba que no la podría volver a ver más.

En esa etapa, Laura, mi mejor amiga, jugó un papel fundamental. Ella era rebelde, como yo, lo que me hacía sentir identificada y estaba viviendo un proceso de conversión al cristianismo. Me acuerdo que en ese período me hablaba mucho de Dios y yo le decía “ándate, me aburres”. Pero cuando se murió mi abuela, estuvo conmigo, me acompañó con mucho cariño y me llevó a confesarme. No me confesaba desde el año 2001. Me aterraba la idea de entrar a un confesionario y no saber qué decirle al cura. Ella me animó a pedirle ayuda al sacerdote y me llevó al oratorio de la universidad y, mientras daba ese paso, ella rezaba intensamente un rosario tras otro pidiéndole ayuda a la Virgen para que me animara a abrir mi alma. 

La confesión duró más de una hora. Cuando salí sentí un alivio enorme, me había sacado una mochila gigantesca que llevaba cargando por años. Fue una conversación sincera, donde manifesté una inmensa cantidad de dudas. Le aseguré al sacerdote que no sabía por qué estaba allí, pero le pedí que me echara una mano.

Alexandra y su amiga Laura

 Después de saltar esa valla, vino todo mi proceso de conversión y aquí Laura tuvo un papel central acompañándome y motivándome. Pudo influir en mí porque de verdad es mi amiga. Una amiga que providencialmente conocí en la misma universidad, en la academia de teatro. 

Es muy curioso pero ella, en un minuto me hizo ver una realidad dura. Me aclaró que tenía que rezar mucho por mi abuela. “Puede estar en el purgatorio”, me aseguró. Mi primera reacción fue decirle que estaba loca. Pero luego ella, con mucho cariño, me explicó que sólo los santos se iban directo al cielo y que había que rezar por los difuntos. Fue tan fuerte lo que me dijo, que le seguí pidiendo ayuda. “Enséñame a rezar el rosario por favor”, le rogué. 

Para mi cumpleaños me regaló un rosario rosado. “Para que te den ganas de rezarlo, porque te gusta ese color”. Y tenía razón, me conoce tan bien que me dieron ganas de rezarlo y empecé a vivir esta práctica a diario. 

Alexandra y Laura con sus poleras preparándose para ir a un recital.

Después de hablar harto con Dios de esta enorme aflicción por la pérdida de mi abuela, llegué a la siguiente conclusión: el amor que nos teníamos era tan grande, que era imposible que hubiese desaparecido con la muerte. 

Luego de confesarme comencé a asistir con mi amiga a un plan básico, unos cursos de doctrina religiosa que se imparten en un centro del Opus Dei. Gracias a esa preparación me confirmé el año pasado. Luego de dar este gran paso, mis otros dos hermanos también lo hicieron. Esto probablemente obedece a muchas otras razones, pero igual espero haber influido en algo. 

Ahora canto en la misa de los lunes en la universidad. Así aprovecho de asistir a la Eucaristía un día más en la semana. Laurita me sigue llamando los domingos para ir a misa juntas. Ella se preocupa mucho por mí. Y sé que de su mano podré seguir profundizando en este camino de fe.