Teología-ficción (El código Da Vinci)

Atacar a la Iglesia es gratis, ya que nunca se recibirá de parte de ella una respuesta vengativa. Artículo aparecido en El Mercurio, (19-I-04)

Hace un siglo apareció en Rusia una obra tan disparatada como difundida: "Los protocolos de los sabios de Sión". La clave de su éxito estaba en poner un par de verdades dentro de un cúmulo de fantasías, lo que le daba cierta apariencia de que efectivamente nos hallábamos frente a una conspiración judía para conseguir el gobierno mundial. Y como nunca falta la gente que goza de las explicaciones simples, hasta el día de hoy se sigue editando, aunque no conozco a ninguna persona sensata que le haga el mínimo de caso.

Con todo, el sistema resulta y sirve para hacer novelas sobre la CIA, los Templarios y, por supuesto, la Iglesia Católica. Basta que muera un Papa o que quiebre un banco italiano para que cualquier autor falto de ideas produzca una novela plagada de monseñores sanguinarios y codiciosos que se pasean por los oscuros pasadizos subterráneos del Vaticano.

Este tipo de novelas tiene una ventaja adicional: atacar a la Iglesia es gratis, ya que nunca se recibirá de parte de ella una respuesta vengativa. Los ingredientes van cambiando con el tiempo. En los últimos años se ha agregado un candidato perfecto: el Opus Dei. Y a esa institución se dedica un reciente best seller, "El código Da Vinci", de Dan Brown, que mezcla de un cuanto hay para intentar que los consumidores se entre-tengan.

La clave de esta historia estaría en un gran secreto: Jesús no sería Dios, sino un hombre excepcional, tan humano que tuvo hijos de María Magdalena, cuya descendencia perdura hasta ahora. Así, en "La Última Cena" de Da Vinci, quien acompaña a Cristo sería precisamente la Magdalena. Los Evangelios, por su parte, serían un tongo para justificar los inventos de la Iglesia. En la novela, un Papa pretende expulsar al Opus Dei de la Iglesia. Pero el Opus Dei tiene una carta: conseguir los documentos que muestran este secreto, cuyo conocimiento haría desaparecer a la Iglesia. Para esto, sin embargo, son necesarias algunas muertes.

Pero esto no es un problema para esos individuos que son presentados como unos monjes fanáticos que, aparte de hacer cosas muy raras, están convencidos de que el fin justifica los medios. Al menos el autor dice que el obispo del Opus Dei no planeó las muertes. Y cuando, al final del libro, todo fracasa, decide dedicar muchos millones a indemnizar a los deudos de las víctimas de toda esta conspiración.

La historia entera está salpicada de hechos que le dan verosimilitud: desde 243 Lexington Avenue, la dirección de los Headquarters del Opus Dei en Nueva York, hasta todo tipo de direcciones de internet que cuentan cosas horrorosas sobre esta prelatura de la Iglesia Católica. Lo único que uno echa en falta es algún parecido con la realidad.

Hace un cuarto de siglo que pertenezco al Opus Dei, y aunque respeto mucho a los monjes puedo asegurarles que mi vida diaria nada tiene que ver con la suya. Tampoco la de mi secretaria, madre de familia, ni la de las otras personas de la prelatura que conozco. Por otra parte, estoy absolutamente convencido de que no se puede hacer un mal, ni siquiera para salvar el futuro de la Iglesia Católica: en esto en el Opus Dei no han hecho más que repetirme lo que ya me habían enseñado de niño. Pero los conocimientos del señor Brown son asombrosos: sabe incluso que la divinidad de Cristo es un invento del siglo IV. Le importa poco que sean miles los cristianos que ya antes de esa época hayan terminado en el estómago de un león o quemados vivos precisamente por confesar la divinidad de Jesucristo. Lo importante es que los lectores se entretengan sin hacer funcionar las neuronas. Y vender muchos libros a catorce mil pesos el ejemplar.

Estos lectores probablemente no alcanzaron a leer lo que dice Peter Millar en "The Times": "Los editores de Brown han obtenido un puñado de elogios brillantes de escritores de películas de suspenso americanas, de esos de tercera fila. Sólo se me ocurre que la razón de su alabanza exagerada se debe a que sus obras quedan elevadas a la categoría de obra maestra cuando se las compara con este libro".

Joaquín García-Huidobro C., Profesor de Filosofía Universidad de los Andes.