Oratorio de Adviento: San Josemaría Escrivá de Balaguer

Conmemorando los 80 años de la estancia de San Josemaría en la Parroquia de San Cosme y San Damián de la ciudad de Burgos durante más de un año, se realizó este “oratorio” que refleja la espiritualidad del santo de la vida ordinaria a través del relato de su biografía.

San Cosme y San Damián Oratorio de Adviento: San Josemaría Escrivá de Balaguer

* El “oratorio” es un género musical dramático sin puesta en escena, ni vestuario, ni decorados. Compuesto generalmente para voces solistas, coro y orquesta sinfónica, a veces con un narrador, su tema es frecuentemente religioso (historias de la Biblia o del Evangelio, de la vida de Jesús o de las vidas de santos, etc.).

Sábado, 1 de diciembre de 2018 – Parroquia de San Cosme y San Damián (Burgos)

1. A veces se piensa que los santos han sido unos seres extraordinarios ya desde niños, con episodios milagrosos en sus vidas. Se dice que “santo se nace, no se hace”, quizá pensando que las personas normales y corrientes, los que no han hecho nada extraordinario, no pueden aspirar a ser santos.

Pero no. Los santos no son superhombres ni personas fuera de lo común. El caso de san Josemaría lo muestra muy bien. Él mismo decía que «Dios Nuestro Señor fue preparando las cosas para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo».

Desde aquella luz especial del 2 de octubre de 1928 enseñó que «la vida ordinaria el verdadero lugar de vuestra existencia cristiana». Explicaba que «allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres».

«Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha».

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2. «[Dios] Me hizo nacer en un hogar cristiano» –recordaba nuestro santo–, «de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe». Dios se sirvió del cariño y de la conducta ejemplar de sus padres para facilitar que comprendiera, más adelante, lo que es ser hijo de Dios. Ya en el hogar apareció temprano el capítulo del dolor en el libro de su vida. «Jesús me ha querido siempre para Él –anotó en sus Apuntes personales ‒, por eso me hizo sentir las espinas de todas las rosas del camino».

Cuando Josemaría tenía 8 años, falleció Rosario, su hermanita más pequeña. Dos años después, murió otra de sus hermanas, Lolita, con sólo cinco primaveras. Y al año siguiente, cuando Josemaría había cumplido 11 años, de nuevo el luto se hizo presente en su hogar por el fallecimiento de Chon, la hermana que le seguía en edad. Quedaron sólo Carmen y él. El niño pensó: «ahora me toca a mí», y así lo dijo a su madre. Pero doña Dolores le tranquilizó: «No te preocupes, hijo, que yo te he ofrecido a la Virgen y Ella cuidará de ti».

La quiebra del negocio familiar, por el mal comportamiento de un socio, llevó a los Escrivá a perder casi todos sus bienes, por lo que tuvieron que trasladarse a Logroño donde el padre de Josemaría halló trabajo en un comercio de tejidos.

Las desdichas unieron más estrechamente a los Escrivá, y la conducta ejemplar de su padre quedó como una luz para Josemaría. «Vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas (…) y se quedaron sin fortuna». «Le vi sufrir con alegría, sin manifestar el sufrimiento. Y vi una valentía que era una escuela para mí». «Fe recia sin ostentaciones, abundante fortaleza a la hora de la prueba bien unido a mi madre y a sus hijos. Así preparó el Señor mi alma, con esos ejemplos empapados de dignidad cristiana y de heroísmo escondido siempre subrayados por una sonrisa».

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3. El cambio de ciudad, de Barbastro a Logroño, propició un encuentro con Dios que sería decisivo en su vida. «Tenía yo catorce o quince años cuando comencé a barruntar el Amor (…). Vi con claridad que Dios quería algo, pero no sabía qué era».

Logroño estaba cubierta de nieve, en uno de los inviernos más crudos de su historia. El termómetro bajó a quince grados bajo cero. Una mañana, en medio de ese panorama blanco, Josemaría fijó la mirada en unas huellas sobre la nieve. Eran de los pies descalzos de un fraile carmelita que se dirigía a su convento. Conmovido en la raíz del alma, se preguntó: «Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo?».

Entonces comenzó a pedir insistentemente «¡Señor, que vea!», como el ciego al que Jesús preguntó: «qué quieres que te haga» (Mc 10,51). Y también repetía: «¡Señor, que sea!», que se cumpla tu Voluntad. Porque sólo alcanza a ver lo que Dios quiere quien está dispuesto a cumplirlo.
Cuando comunicó la decisión de ser sacerdote, a don José se le saltaron las lágrimas. «Es la única vez que he visto llorar a mi padre», recordaba. Aquello no coincidía con los planes que se había forjado sobre su hijo, pero secundó los de Dios.
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4. A los dieciocho años se trasladó a Zaragoza para realizar los estudios de Teología. Corría el año 1920. Dos años después le confiaron un cargo de formación en el mismo seminario. Sus compañeros le recordarán siempre por su humanidad, sobre todo por su simpatía, y de modo especial por su piedad. Pasaba noches enteras en oración ante el Sagrario. ¡Señor, que vea! ¡Virgen del Pilar, que sea!, ¡que yo cumpla lo que Dios quiere de mí!
Su cargo de formador requería estar pendiente de sus compañeros para ayudarles a mejorar. Así comenzó a experimentar en sí mismo lo que más tarde llamará “alma sacerdotal”, los latidos de un corazón que desea entregar su vida a los demás sin poner límites al sacrificio, sin decir “¡basta!”.

A la vez que realizaba los estudios de Teología, comenzó en 1923 los de Derecho en la Universidad de Zaragoza. La decisión de matricularse en la Universidad fue providencial. El ambiente civil y secular de las aulas que comenzó a frecuentar le ayudó a desarrollar una cristiana “mentalidad laical” que, unida al “alma sacerdotal”, configurará profundamente su personalidad. Comprenderá que un hijo de Dios ha de ser como Jesucristo, humano y divino; ha de amar el mundo para salvarlo. Más adelante enseñará, por propia experiencia, que «en todo y siempre hemos de tener –tanto los sacerdotes como los seglares– alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical».
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5. El día de su ordenación sacerdotal, 28 de marzo de 1925, marcó el inicio de 50 años de sacerdocio, cuajados de fruto. Con intensa emoción celebró su primera Misa en la Basílica del Pilar. Había muy pocas personas presentes, además de su madre y de su hermana. También estaba presente el dolor por la falta de su padre, que había fallecido pocos meses antes. Dios le pedía, como a Jesús, el sacrificio de su voluntad. Ya desde el día de su cantamisa se hizo patente: Tenía la ilusión de que al llegar el momento de distribuir la Comunión, fuera su madre la primera en recibirla de sus manos, pero se adelantó una señora para arrodillarse en el reclinatorio y se vio privado de ese deseo.

Al día siguiente de la ordenación recibió su primer nombramiento. Se le enviaba a sustituir al párroco de Perdiguera, enfermo, durante unos meses. Ese poco tiempo dejó un recuerdo indeleble en las gentes del pueblo. A Josemaría le dolió ver el estado de dejadez en que se encontraba el sagrario y el altar. Había que barrer y limpiar la iglesia para poder decir Misa al día siguiente. En las semanas que siguieron visitó a todas las familias, organizó catequesis de adultos y de niños, preparó a éstos para la primera Comunión, llevó la Comunión a los enfermos que lo deseaban, y se puso a su servicio, dedicándose también las tardes a confesar.
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6. No habían pasado dos años desde la ordenación, cuando el arzobispo de Zaragoza autorizó su traslado a Madrid para obtener el doctorado en Derecho.

Aprovechando una pausa en la Universidad y en la academia en la que impartía clases de Derecho, quiso hacer los Ejercicios espirituales anuales para sacerdotes. El lugar, en este caso, fue la casa de los Padres Paules, en el madrileño barrio de Chamberí, cerca de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles. Comenzaron el 30 de septiembre. En la mañana del 2 de octubre, fiesta de los Santos Ángeles Custodios, mientras se encontraba en la habitación revisando sus notas personales, llegó la luz de Dios. En sus Apuntes íntimos dejó constancia de aquél momento transcendental: «Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé –estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática– di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los Ángeles».

¿Qué le hizo ver Dios aquél día? San Josemaría lo explica así: «La santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo».
Con esta inspiración vio con claridad la fundación del Opus Dei.
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7. ¿De qué medios disponía para anunciar esta luz interior? Los resumía así: «una carencia absoluta de medios materiales: veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor. Y basta».

Comenzó entonces una campaña de oración y de sacrificio. Los suyos, en primer lugar y los de muchas personas.

Por aquella época era capellán del Patronato de enfermos, una institución que se dedicaba a llevar atención material y espiritual a los más pobres, enfermos y abandonados. Recorría Madrid de un extremo a otro para visitarlos, asistirlos y quererlos, como al mismo Jesús. Un día se acercó a una mendiga en la calle. Le pidió que rezara por una intención suya, que no era otra que su misión. «Dale al Señor todo lo que puedas», le rogó.

Pasó un tiempo, y la volvió a encontrar entre los enfermos y moribundos de un hospital que visitaba. «Qué haces tú aquí?, ¿qué te pasa? (…). [Ella] me contestó: Usted me dijo que encomendase una cosa que era para mucha gloria de Dios y que le diera todo lo que pudiera al Señor: le he ofrecido lo que tengo, mi vida». San Josemaría encomendó su curación, y quedó persuadido de que el Opus Dei había salido adelante gracias a «los enfermos de los hospitales de Madrid».

Cuando ya tenía 29 años, se encontraba en la calle, en un tranvía. De improviso, relata, «sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosa¬mente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! [¡Papá!] [...]. Probablemente hice aquella oración en voz alta. Y anduve por las calles de Madrid, quizá una hora, quizá dos, no lo puedo decir, el tiempo se pasó sin sentirlo. Me debieron tomar por loco. Estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad, que quedó encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse nunca». La asombrosa verdad de que Dios es un Padre que ama tiernamente a sus hijos le acompañaba sin cesar.
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8. Cuando estaba comenzando a germinar la semilla del Opus Dei, estalló la guerra en España y, con ella, la persecución religiosa que llevó al martirio a miles de sacerdotes y de laicos. A san Josemaría le buscaron para acabar con su vida, mientras permaneció en Madrid, hasta que logró trasladarse a Burgos para continuar ejerciendo libremente su ministerio público de sacerdote.

Llegó a nuestra ciudad en 1937 y desde aquí dio impulso a su misión. En Burgos terminó de escribir Camino, su obra más conocida, publicada en decenas de lenguas y millones de ejemplares. Aquí reunió y formó a los primeros miembros del Opus Dei. Les llevaba a las agujas de la catedral para que admiraran la crestería de piedra labrada con una perfección que no se percibía desde abajo. Y les comentaba que aquellos artistas habían trabajado cara a Dios, no cara a los hombres, y que así habían de trabajar ellos si querían santificar el trabajo.

Durante más de un año celebró la santa Misa, confesó y rezó en nuestra parroquia de san Cosme y san Damián. Y las orillas del Arlanzón escucharon sus conversaciones y su oración.

Escribe en una carta: «Esta mañana, camino de las Huelgas, a donde fui para hacer mi oración, he descubierto un Mediterráneo: la llaga Santísima de la mano derecha de mi Señor. Y allí me tienes: todo el día entre besos y adoraciones. ¡Verdaderamente que es amable la Santa Humanidad de nuestro Dios! Pídele tú que Él me dé el verdadero Amor suyo: así quedarán bien purificadas todas mis otras afecciones».
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9. De Burgos a Madrid y de Madrid a Roma en 1946. Tenía que transmitir a todo el mundo que el trabajo se puede convertir en oración, que es posible ser contemplativos en medio del mundo; que cada cristiano tiene una misión que cumplir siendo un apóstol y procurando que sus colegas, su familia, sus amigos, encuentren a Jesucristo, le conozcan y le amen; que todos han de poner lo que esté de su parte para transformar la sociedad, de modo que sea conforme con la dignidad humana y a la llamada a ser hijos de Dios.

Desde Roma impulsó la difusión por los cinco continentes del mensaje que había recibido. No le detuvo la falta de salud ni las enfermedades, ni las incomprensiones.

Al final de su vida, multitud de personas buscaban la santidad en la vida ordinaria por el camino que había abierto. Entre ellos ya hay uno que está en los altares, el Beato Álvaro del Portillo; y el Papa Francisco beatificará próximamente a Guadalupe Ortiz de Landázuri, laica, una de la primeras mujeres del Opus Dei. San Josemaría también había llevado al sacerdocio a centenares de jóvenes. Había promovido numerosas iniciativas educativas y asistenciales. En una palabra, había cumplido el afán que dejó estampado en el primer punto de Camino: «Que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil. Deja poso. Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón».

El 26 junio de 1975, su corazón dejó de latir en esta tierra, ante una imagen de la Santísima Virgen. Y desde ese mismo día, comenzó a notarse su oración desde el Cielo. Muchos recurren a su intercesión y han obtenido gracias y favores de todo género.

El 6 de octubre de 2002, el Papa Juan Pablo II proclamó santo a Josemaría Escrivá. «Fue elegido por Dios –afirmó el Romano Pontífice– para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario».