Nazaret y Belén: con Cristo en el propio hogar

"Cuando los esposos fundamentan su comunión de vida en la Eucaristía, su hogar reproduce espiritualmente la casa de Belén, el hogar de Nazaret". Son palabras de Mons. Javier Echevarría extraídas de un capítulo de "Eucaristía y vida cristiana" que ofrecemos a nuestros lectores.

La comunión de vida que instaura el matrimonio encuentra su centro fundamental en el Misterio eucarístico. Jesús continúa entregándose a su Esposa en el Sacrificio de la Misa; y, a través de la Eucaristía, continúa dando a los esposos la luz y la fuerza para que se amen como Él ha amado a su Iglesia, para que den a su Padre nuevos hijos por medio de su amor fiel y fecundo. Para los esposos cristianos, el Sagrario se yergue siempre como la referencia emblemática de su amor.

Cuando los esposos fundamentan su comunión de vida en la Eucaristía, su hogar reproduce espiritualmente la casa de Belén, el hogar de Nazaret. No supone osadía afirmar que se incorporan sobrenaturalmente a la familia de Jesús en esta tierra. María y José vivían centrados en Jesús y unidos por Él. Sus afanes, sus pensamientos, sus ilusiones, sus alegrías, sus dolores pasaban por aquel Hijo que Dios les confió. Las narraciones evangélicas nos relatan cómo Cristo llegó al seno purísimo de María, cuando Ella había descartado la maternidad física, ofreciendo al Señor su virginidad. Mateo nos transmite también cómo Jesús entró en la vida de José, cuando el Patriarca pensaba, ante aquel misterio que le excedía, abandonar en secreto a su esposa, para no difamarla. María y José, que ya estaban desposados, ven reforzado su vínculo santo de amor por la irrupción del Padre que, enviando su Espíritu sobre María, hace nacer de Ella virginalmente a su Verbo según la naturaleza humana.

Cristo une, no separa. Al mismo tiempo, la caridad y el cariño añaden categoría al respeto por el otro y valoran sabiamente sus necesidades, de modo que el propio comportamiento espiritual no suponga un peso; evita, por ejemplo, apartarse para rezar cuando lo que urge es reparar una puerta que no cierra, atender una visita, o preparar la cena, puesto que estas mismas actividades se transforman en ocasión de encuentro con Dios, es decir, pueden convertirse en oración.

Lo que separa a los hombres entre sí, lo que lleva un matrimonio al naufragio, suele proceder de la soberbia que pretende enrocarse en “su” razón, y de este modo resiste al don de Dios y aísla al interesado de los demás. He aquí un consejo de san Josemaría a los esposos: «Evitad la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en vuestras pequeñas reyertas, ninguno de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde —a solas— reñid, que ya haréis en seguida las paces».

Jesús sacramentado une a los esposos cristianos. Lo hace cuando cada uno por su cuenta se centra en la Eucaristía; y además, de modo muy específico cuando los dos participan juntos en algunas manifestaciones principales de la piedad eucarística. Se difundió hace muchos años el lema: "La familia que reza unida, permanece unida"; y la historia lo ha confirmado. El lema encontraba muchas aplicaciones: bendecir la mesa, rezar en común el Rosario, asistir con el cónyuge y los hijos los domingos a la Misa, y otras devociones más esporádicas. Comprendemos que de todas las manifestaciones, la eucarística precede con mucho al resto; aunque en ocasiones no falten las dificultades de orden logístico.

La importancia de participar juntos en la Santa Misa radica en la presencia de Cristo y de su Sacrificio: es poner a Jesús entre los dos, para que refuerce el vínculo de fe y amor que les une; es poner su entrega entre los dos, para que alimente la entrega de cada uno al otro. Considerar la Misa dominical como un momento esencial de la semana ayuda a centrar la comunión de vida matrimonial y de la entera familia en el Señor; es tener a Jesús y colocar su entrega en el puesto de honor, por encima de todo; es vivir de Él y por Él y con Él, aunque materialmente el templo esté alejado y no se pueda acudir allí todos los días.

Centrarse en la Eucaristía equivale a meter a Jesús en casa, a entrar en comunión espiritual con la Sagrada Familia que nos lleva como de la mano a la Trinidad Santísima. Vienen bien aquí unos versos de Lope de Vega al final del segundo acto de su obra de teatro sobre San Isidro: «Cristo, cuando acá vivía, / con Josef y con María / eran Trinidad del suelo, / figurando la del Cielo / pues que sólo un Dios había». El hogar cristiano radicado en la Eucaristía, se beneficia del hogar de Jesús, María y José, en el que cada uno pensaba en los demás, y donde el mayor estaba sujeto a los otros dos, a la vez que la esclava del Señor obedecía a quien se consideraba indigno de estar a su lado, porque la humildad sustentaba el verdadero humus del cariño y de la entrega de cada uno.

Cuando los esposos se afanan en que su fe y su amor se desarrollen con los ritmos del amor de Jesús a su Iglesia, tan manifiesto en la Eucaristía, se ajusta ya su hogar a lo que constituye un anticipo del cielo, sin que por este motivo se pierdan la sencillez y limitación que caracterizan las cosas de esta tierra. Lo notaba ya Tertuliano: «¿Cómo describiré la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia une, que la entrega confirma, que la bendición sella, que los ángeles proclaman, y al que Dios Padre tiene por celebrado? (...). Ambos esposos son como hermanos, siervos el uno del otro, sin que se dé entre ellos separación alguna, ni en la carne ni en el espíritu. Porque verdaderamente son dos en una sola carne, y donde hay una sola carne debe haber un solo espíritu (...). Al contemplar esos hogares, Cristo se alegra, y les envía su paz; donde están dos, allí está también Él, y donde Él está no puede haber nada malo».