Meditaciones: II Domingo de Adviento (ciclo A)

Reflexión para meditar el segundo domingo de Adviento. Los temas propuestos son: nuestra esperanza se funda en que Dios entró en la historia; mirar nuestro pasado de manera esperanzada; anclarnos en Jesús nos abre hacia el futuro.

Nuestra esperanza se funda en que Dios entró en la historia.

Mirar nuestro pasado de manera esperanzada.

Anclarnos en Jesús nos abre hacia el futuro.


«LA CONMEMORACIÓN ANUAL del nacimiento del Mesías en Belén renueva en el corazón de los creyentes la certeza de que Dios cumple sus promesas. Por tanto, el Adviento es un fuerte anuncio de esperanza»[1]. Y al considerar la esperanza, podemos caer en el error de pensar que se trata de algo orientado exclusivamente hacia el futuro; parecería que, de frente a una adversidad de cualquier tipo, recurrir a esta virtud consistiría en rechazar el pasado, cerrar los ojos al presente y soñar con un futuro mejor.

Sin embargo, no es casualidad que este tiempo litúrgico de esperanza se sitúe entre la memoria de la primera venida de Jesucristo en Belén y la expectativa de su retorno glorioso al final de los tiempos. Es decir, el Adviento nos recuerda, al mismo tiempo, el pasado y el futuro. «Nuestra esperanza no carece de fundamento, sino que se apoya en un acontecimiento que se sitúa en la historia y, al mismo tiempo, supera la historia: el acontecimiento constituido por Jesús de Nazaret»[2].

San Mateo nos presenta a Juan Bautista como el precursor de Cristo. Él anuncia la llegada inminente de quien había sido esperado durante tanto tiempo: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos». Pero ese Mesías no se hará presente con una demostración de fuerza, como muchos imaginaban: lo hará naciendo en un pesebre. Dios no se ha quedado como un ser lejano, difícil de conocer, que entiende poco de nuestros problemas y con quien es casi imposible relacionarnos. El creador ha entrado en nuestra historia como uno más y se ha hecho muy cercano: esta es la raíz de nuestra esperanza.


«TODO cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza» (Rm 15,1-9). Puede suceder que no siempre sepamos conservar esa esperanza. La experiencia de nuestras propias flaquezas puede hacernos pensar que Dios acabará perdiendo la paciencia con nosotros. Sin embargo, al Señor le emociona ver que sentimos necesidad de él, también cuando nos acercamos a él con un «corazón contrito y humillado» (Sal 51,17). Pues, como escribe también san Pablo, donde «se multiplicó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). San Josemaría veía con optimismo la experiencia de las propias debilidades: pensaba que, mientras más evidentes podían ser, más profundos podrían ser los cimientos de la propia vida espiritual[3].

Por eso, la virtud de la esperanza se nutre de dos actitudes que podrían parecer antagónicas. Por un lado, toma fuerza del agradecimiento hacia todo lo que el Señor ha querido regalarnos. Una esperanza afianzada en el gran amor que Dios nos tiene, en la obra que hace con nosotros, puede sostenernos en tiempos difíciles. Sin embargo, nuestra esperanza también se fortalece cuando contemplamos nuestra propia biografía con una mirada reconciliadora: «Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones»[4]. Dios nunca nos pide cosas imposibles; solo quiere que le dejemos entrar hasta lo más profundo de nuestra alma, también de nuestro pasado. Entonces, podrá dirigir nuestros pasos futuros hacia el encuentro con Cristo que viene.


LA ICONOGRAFÍA ANTIGUA representaba la esperanza como un ancla. De ahí que, en muchas embarcaciones, el ancla más pesada y más importante reciba el nombre de esta virtud teologal. Esperar en Dios nos sostiene en los momentos de tormenta. Pero la imagen del ancla no debería hacernos pensar en un inmovilismo vital, como si la solución para nuestros problemas consistiera en quedarnos paralizados. Jesucristo viene a renovar todas las cosas (cfr. Ap 25,1), por lo que anclarse en él es estar dispuesto a zarpar hacia océanos inimaginados.

«Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra» (Is 11,4). La esperanza conjuga una aceptación realista de nuestra vulnerabilidad, con la apertura hacia los dones que Dios nos regala cada día. Sin negar nuestra personalidad ni nuestro pasado, queremos revestirnos poco a poco de nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13,14). Así, la llegada de Jesús en la Navidad no será un evento meramente exterior, sino que alcanzaremos una mayor intimidad con ese Dios que ha querido hacerse Niño para caber en nuestros corazones.

San Josemaría consideraba a la esperanza como un «suave don de Dios (...) que colma nuestras almas de alegría»[5]. Anclar nuestra vida en el pasado de nuestra salvación, y en el futuro de la segunda venida de Jesús, dota al presente de una divina suavidad; cada momento de nuestra vida se transforma en un encuentro con Jesús que vino y que vendrá. María, esperanza nuestra, supo abrir su propia historia al futuro de Dios y por eso fue tan feliz en cada momento de su paso por la tierra.


[1] San Juan Pablo II, Audiencia, 17-XII-2003.

[2] Benedicto XVI, Homilía, 1-XII-2007.

[3] Cfr. san Josemaría, Camino, n. 712: «¡Muy honda es tu caída! Comienza los cimientos desde ahí abajo (...)».

[4] Francisco, Patris corde, n. 4.

[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 206.