José Enrique

Así se llama el libro escrito por Cristián Sahli que narra la vida del ingeniero y empresario español que quiso venir a Chile teniendo veinte años para dar a conocer y desarrollar el Opus Dei, misión a la que dedicó su vida entera.

El título es un acierto: José Enrique. Una combinación de nombres infrecuente que despierta la curiosidad por saber a quién corresponde y confirma el recuerdo de quienes lo trataron. Bastaba que se lo mencionara para poner atención, porque era un hombre de bien con gran autoridad.

José Enrique Diez Gil, nació en Haro, La Rioja, el 19 de enero de 1931. Cursó el bachillerato en Zaragoza. En 1948 se traslada a Madrid para estudiar Ingeniería Aeronáutica. Entonces se sintió llamado a ser santo en la normalidad de la vida diaria que predicaba san Josemaría, y pidió la admisión como numerario del Opus Dei.

se ofreció para ser destinado a algún país de América del Sur a propagar el mensaje de la Obra

Transcurrido un par de años se ofreció para ir a algún país de América del Sur a propagar el mensaje de la Obra. Debió sortear no pocos obstáculos. Una vez asentado en Chile, mientras hacía sus estudios universitarios, ya fue un apoyo decisivo para don Adolfo Rodríguez en ir abriendo camino al Opus Dei. Pronto comenzó también a trabajar, llegando a ocupar puestos directivos en importantes empresas. Falleció el 17 de agosto de 1999 en Nueva York, a donde había viajado como último recurso para curarse de un sorpresivo y fulminante cáncer hepático.

Mientras se preparaba en Madrid para estudiar Ingeniería Aeronáutica, pidió la admisión como numerario del Opus Dei, al sentirse llamado a ser santo en la vida diaria, que había aprendido de san Josemaría.

En sus años mozos chilenos, pese a la escasez de tiempo y al sin fin de sus ocupaciones, había sido buen alumno de las dos carreras que se propuso estudiar en simultáneo, Derecho e Ingeniería Comercial. En el impreso del “Manifiesto Movimiento de Avanzada Universitaria” para la votación del Centro de alumnos de Derecho, se leía: “es todo un símbolo de superación y trabajo”. El nombre de José Enrique apareció en la papeleta, y fue elegido presidente en octubre de 1953 con veinte preferencias más que el siguiente candidato.

En una convivencia de formación de jóvenes chilenos en los años cincuenta. José Enrique es el primero a la izquierda.

La simultaneidad –y el concepto se queda corto– caracterizaría la vida de José Enrique hasta el final. Siempre en el Opus Dei y dedicando sus mejores esfuerzos a orientar y acompañar la vida espiritual de muchos amigos y conocidos, antes de cumplir los treinta, su nombre comienza a sonar en el ambiente empresarial gracias a su preparación y la confianza que infundía.

En la madurez de su vida profesional, llegó a ser miembro del directorio de clínicas e isapres, empresas en los rubros frutero, minero y energético, y presidente de algunas. Además fue profesor de la Universidad Católica por dos décadas, dictando clases en Derecho y Periodismo. Y hasta el último semestre, impartió Ética de la Empresa en Ingeniería Comercial de la Universidad de los Andes. Sus autoridades no dudaron en ponerle su nombre a la principal Biblioteca del plantel.

Con sus sobrinas María Luz Calvo, Esther Diez y Pilar Calvo, en Barcelona.

Y José Enrique nunca dejó de dedicarse también a los libros que distribuía Librería Proa, actividad que comenzó en sus vacaciones universitarias, buscando contribuir a la cultura y dar buena formación humana y espiritual.

Tenía ascendiente sobre sus pares. Felipe Sahli, que participaba junto a él en algunos directorios, recuerda que sus palabras y opiniones fueron tomando cada vez más prestigio, a tal punto que eran respetadas unánimemente y decisivas en la práctica. Fernando Harambillet, que coincidió con él en el ámbito minero, destaca que tenía un carácter imponente, pero se dominaba, máxime en situaciones difíciles y tensas. Cuando alguien se exaltaba en una reunión, él moderaba y conciliaba.

Fiel al espíritu del Opus Dei

Fue un hombre culto, leído. Tras viajar a Iquitos y navegar por el Amazonas en su compañía, Cristián Arnolds y Gonzalo Ibáñez quedaron sorprendidos de cuánto conocimiento aportaba José Enrique: además de los tipos de plátanos, sabía de botánica y la historia de los pueblos latinoamericanos. Su gran amigo, Benjamín Toro –el jardinero de Antullanca, la primera casa de retiros del Opus Dei en América, de cuyo financiamiento y construcción también tuvo que ocuparse–, comenta no haberse topado con un mejor conocedor de los árboles: “Todo lo que sé de frutales, se lo debo a él”.

José Enrique a la derecha abajo en una tertulia con san Josemaría durante su catequesis en Chile el año 1974.

Su preocupación por el bienestar de las personas no pasaba inadvertido. Patricia Barrera, jefa administrativa de una empresa en la que José Enrique era director, señala que “cuando alguien estaba enfermo siempre me consultaba por su evolución, y cuando se remodelaron las oficinas de gerencia puso un especial acento en el confort, sobrio sí, pero cómodo”. La idea era que los empleados volvieran felices a sus hogares.

Conocía a las familias de los que trabajaban con él, se sabía el nombre de los hijos, preguntaba cómo les iba en los estudios y a más de alguno consiguió trabajo. José Luis Benavente, estrecho colaborador suyo en Librería Proa, cuenta que “a José Enrique le interesaba que los empleados tuvieran prosperidad material, para que pudieran comprar una casa, completar sus estudios... Me pedía que se les ofreciera facilidades económicas y préstamos para esos fines”. Francisco Soto, que realizaba gestiones materiales en la librería, recuerda agradecido que le dio todas las ayudas para cursar Administración y luego Contabilidad.

Era un hombre encantador: alegre, sencillo, generoso, culto. Siempre quedaba algo positivo de su conversación

Josefina Cruzat resume la impresión que se fue haciendo en los almuerzos o comidas a los que su marido Fernando Larraín invitaba a José Enrique: “Era un hombre encantador: alegre, sencillo, generoso, culto. Siempre quedaba algo positivo de su conversación”. Y, en fin, también de sus puños, cabría agregar.

Fue un apoyo decisivo para ir abriendo camino al Opus Dei en Chile. En la foto con don Adolfo Rodríguez –el primero en venir– a fines de los años 90.

Hombre de paz, pero fuerte y deportista, su vida en Chile comenzó en la residencia que don Adolfo había sacado adelante para alumnos de provincia que hacían sus estudios universitarios en Santiago. Todo un hito resultó que, a poco de venir, José Enrique se animara a ponerse los guantes de boxeo para enfrentar al campeón de su peso. El contrincante era más fornido y experimentado y todos apostaban por su triunfo, pero la paliza del español recién llegado conquistó la admiración y respeto de los residentes. Y empezaron a llamarle Farruco por lo valiente. No hay registro de muchos más pugilatos.