70 años: las cuatro primeras que llegaron a hacer el Opus Dei en Chile

La tarde del 9 de noviembre de 1953 pisaron tierra chilena las primeras mujeres que venían a transmitir el mensaje del Opus Dei en nuestro país. ¿Quiénes y cómo eran Dorita, Petrita, Charo y Patricia?

De izquierda a derecha: Charo, Petrita, Dorita y Patricia

En el momento en que el avión en que viajaban las cuatro primeras numerarias que venían a hacer el Opus Dei en Chile aterrizó en el aeropuerto de Los Cerrillos se cerró la prehistoria de la Obra en nuestro país y, también, parte de los primeros años de su historia. Era la tarde del 9 de noviembre de 1953, hace ya exactamente 70 años.

Las tres mayores bajaron primero: Dorita Calvo, oriunda de Valladolid y que había sido de las primeras mujeres que empezaron la labor en Roma; Petrita Angulo, de Segovia, de una alegría desbordante que ni siquiera perdió cuando regresó, tras unos años, a Europa para someterse a una delicada operación cardíaca; y Charo Gómez Antón, quien procedía de Potes y era la de las mil historias y las mil cartas, y quien fue una importante fuente para escribir muchísimas de estas líneas.

La menor y, al mismo tiempo, la última en descender la escalerilla, Patrocinio Ilárraz -en Navarra la llamaban Patrito y en Chile, Patricia-, lo hizo al final de todas, al momento en que pensaba “seré la última en irme”. Fue la única que permaneció hasta su muerte. Las otras tres regresaron a España.

Cuando décadas más tarde, en 1974, el fundador –hoy san Josemaría– viajó a nuestro país, se encontró con un Opus Dei creciente. Ya no en esos comienzos, sino que sumido en una labor apostólica que abarcaba muchos ámbitos.

EL QUIÉN ES QUIÉN DE AQUELLAS CUATRO PRIMERAS

Con su juventud a cuestas y un marcado sentido del humor, que las hacía reír de buena gana, mostraron un espíritu siempre dispuesto a comenzar y recomenzar con un renovado vigor su trabajo en este país tan nuevo para ellas. Pero las cuatro, muy diferentes entre sí (aunque como ellas mismas aseguraban constituían una sola piña, piña que perduró incluso cuando ya tres se habían marchado de regreso a España), pudieron -con esa fortaleza que les daba saberse hijas de Dios- sacar adelante tareas que, para muchos, eran “verdaderamente heroicas”.

¿Quiénes y cómo eran esas cuatro primeras forjadas en “Camino” –el libro de san Josemaría que marcó a las primeras generaciones de miembros de la Obra– y que fueron tan fieles a la formación que habían recibido del fundador?

DORITA CALVO

Dorita Calvo Serrador fue la primera directora que tuvieron las mujeres del Opus Dei en Chile. Quienes la conocieron dicen que se hacía querer fácilmente. Había nacido el 19 de enero de 1908 en Villavellid, provincia de Valladolid, y al pedir la admisión a la Obra en 1945 se convirtió, entre las mujeres, en la primera vocación de esa ciudad. Recién cuatro años antes, en 1941, san Josemaría les había escrito una carta a sus primeros hijos vallisoletanos, en que les decía: “Queridísimos: me costó arrancar de Valladolid. Ese rincón está muy metido en mi alma: Él –Jesús- y vosotros tenéis la culpa. Espero muchas cosas grandes de Valladolid: y esas cosas grandes salen a fuerza de cosas pequeñas”.

Dorita había leído en la prensa un artículo sobre la ordenación de tres ingenieros jóvenes: Álvaro del Portillo, José María Hernández de Garnica y José Luis Múzquiz. En la biografía de este último, “Echando raíces”, el autor John Coverdale consigna que Dorita, “una joven mujer que trabajaba en la administración pública”, recuerda: “Me movía entonces en un ambiente superficial y mi vida estaba vacía. Prácticamente mi único objetivo era pasarlo bien, y poco más”. El artículo la hizo pensar: “Estos chicos, tan jóvenes y tan guapos, lo han dejado todo por Dios. ¿Y yo, qué estoy haciendo?”.

Y más adelante escribe el autor: “Daba por supuesto que dedicarse a Dios suponía necesariamente hacerse monja, pero no estaba convencida de que Dios le pidiera eso. ‘Con lo que me ha costado sacar las oposiciones y tener este puesto de trabajo –se preguntaba-, ¿cómo voy a renunciar a esto ahora, de golpe? Dios me lo habría hecho ver antes’”.

Un sacerdote le sugirió ponerse en contacto con el Opus Dei. Y, casualmente, habló con uno de los tres recién ordenados. “A don José Luis (Múzquiz) le conté el problema que llevaba dentro -la llamada de Dios-, y la búsqueda del lugar adecuado donde entregarme; también le dije que el Opus Dei me había gustado mucho, pero que, por lo que había visto, eso no implicaba cambiar de vida; le dije que me daba la impresión de que llevaban una vida muy cómoda -veía la casa, tan bonita; las numerarias, tan bien arregladas- y que, a mí, sin embargo, Dios me lo pedía todo”.

“Don José Luis le explicó, apunta Coverdale, que pertenecer al Opus Dei suponía una entrega total. Entró en detalles para hacerle ver que la vida de las jóvenes del centro era muy sacrificada, y le aconsejó no fiarse de las apariencias. Insistió en que la llamada al Opus Dei era una vocación de santidad, una santidad que solo puede alcanzarse mediante una entrega total. Poco tiempo después Calvo solicitaría la admisión en el Opus Dei”.

Luego el fundador invitaría a Dorita a trabajar en los comienzos de la Obra en Italia, siete años antes de pedirle que viajara a Chile. Dorita trabajó intensamente en Chile casi durante una década, pero se enfermó y debió regresar a España. Al recordar esos años, comentaba décadas más tarde: “Nosotras fuimos a Chile a llevar la semilla. Como éramos las primeras, el fundador nos instruyó mucho. Nos dijo que mientras no nos identificáramos con el país y no lo quisiéramos como si hubiéramos nacido allá, no tendríamos eficacia apostólica. No hicimos más que obedecerle”.

Y enfatizaba: “Nuestro queridísimo Padre, cuando nos hablaba sobre universalidad, nos insistía en que íbamos a fundirnos en el país; no íbamos a enquistarnos”.

PETRITA ANGULO


Rubia, alta, de ojos claros, Petrita Angulo procedía de Segovia. Llegó a Chile entre las cuatro primeras y aquí, según recuerda Elisa Marusic, aprendió hasta a hacer muñecas para luego enseñarles a hacerlas a las alumnas de la Escuela Hogar LAR. La describe como “cariñosa y servicial” y dice que “se adelantaba a servir a las de la Obra y a las amigas. Era muy apostólica y una manifestación de ello es que vivía con mucha ilusión el mes de mayo, organizando varias romerías. Buscaba servir al Opus Dei en todo”.

Ana Sastre, en su libro “Tiempo de Caminar”, consigna sobre la primera Navidad que vivieron en América: “No hay apenas nada en la despensa: un poco de harina, leche y dos huevos. Petra Angulo, una de las españolas que ha venido a Chile, decide hacer unas galletas para una mínima celebración. Mientras prepara todo llaman a la puerta. En el umbral están dos señoras norteamericanas que vienen a visitarlas desde Boston”. Y, podemos terminar la historia, son las que les compran, en dólares y antes de que esté confeccionada, la copia fiel de un mantel que trajeron con ellas. Ahora podrán pagar el arriendo. Esa Nochebuena, 24 de diciembre de 1953, el Señor se quedaría en el oratorio del centro para siempre.

Elisa también señala que “era muy alegre y sabía animar las tertulias con un extenso repertorio de chistes, y aún enferma del corazón, antes de su operación, mantenía siempre su buen humor”. Al regresar a España, trató de conservar lo que ella consideraba era propio de Chile, aunque de un Chile un tanto idealizado...

CHARO GÓMEZ ANTÓN


Alta, de nariz pronunciada, tenía el orgullo de proceder de la comarca de Liébana, pues era oriunda del pueblo de Potes, en plena Cantabria montañosa. Hablaba siempre de su familia. De sus padres, que vivían allá, y de sus hermanos: Paco, numerario, y para ella un verdadero ídolo (siempre se refería “al majo de Paco”), y Gloria, Rafael, Luis y Begoña, y Chano, el menor, que se ordenaría y sería sacerdote de la Obra: don Luciano. Y solía encomendarse a Isidoro Zorzano (“el majo de Isi”) como si fuera uno más de su familia.

Era la de las mil anécdotas que, la mayoría de las veces, la convertían en protagonista: fue a ella a quien le robaron el abrigo y un florero con un bambi calipso, y persiguió, con lo aguerrida que era, al ladrón, apodado Jesús del Gran Poder; fue ella la convocada por la policía a “reconocer” al malhechor y la que volvió con el florero del bambi a casa… en fin.

En 1964 Francisco Gómez Antón viajó a Chile por encargo de la Universidad de Navarra. Para Charo fue el acontecimiento de la vida. Hacía once años que no veía al hermano predilecto. En una carta escrita el 27 de noviembre de 1999 señala: “Cuando llegué a Chile estaba nuestro Padre en Pamplona. Mi hermano Paco le preguntó: ‘Me dice mi hermana Charo si se queda con la nacionalidad española’ y el Padre le contestó: ‘Dile que se quede con las dos’. Hay un convenio entre estos dos países y se pueden conservar ambas”. Y agrega: “Ya sabéis que yo venía enferma. Nuestro Padre le dijo a mi hermano: ‘Paco, tienes que rezar mucho por Charo. Yo también lo estoy haciendo. El Señor no tiene tantas personas que le quieran para que nos haga esto’. El cariño de nuestro Padre. Qué responsabilidad para mí: no tiene tantas personas que le quieran”.

Charo era la de las mil inventivas: sabía quedarse en vela toda una noche para transformar con restos de tela unas cortinas y hasta un traje de baño… Además, versificaba todo y, ¡para qué decir!, cuando recibió el diploma que acreditaba su nacionalidad chilena. Por ahí se conserva muy bien guardado:

El que me den un diploma

En nada busca aumentar

Que me siente más chilena

Que hace 10 años atrás.

Por ser chilena la Charo…

la suavidad consiguió

y las demás cualidades

que a este país Dios dotó.

Les pido a todas la ayuda

Para poder terminar

Cantando que Chile es lindo

Que es más bonito que un sol

Y aquí delante de todas

Hecho un copihue les dejo

¡entero mi corazón!

Y componía verso tras verso con su cariño desbordante, a pesar de no tener minutos ni segundos libres en el día. En una carta escrita después de su regreso a España puntualizaba: “Nosotros fuimos con toda la ilusión de ir a un nuevo país y tratar de vivir lo que nuestro Padre nos pedía. Obedecimos y sólo pensábamos en darnos a todas las chilenas que íbamos a conocer”.

PATRICIA ILÁRRAZ URTASUN

De bajo perfil, trabajadora hasta el extremo, Patricia sólo regresó en contadas ocasiones a su tierra natal y por pocos días, para ver primero a sus padres y, luego, ya fallecidos éstos, a sus hermanos. Uno de esos viajes fue el que le permitió estar en la Universidad de Navarra y participar “desde un lugar muy alto”, explicaba, nada menos que en la histórica Misa celebrada por el fundador cuando pronunció una de sus homilías más difundidas: “Amar al mundo apasionadamente”.

El mundo de Patricia era amplio y a la vez estrecho: estrecho porque se circunscribía a los escasos metros cuadrados de la librería Noray, situada en la céntrica calle Estado, a pasos de la Plaza de Armas de Santiago. Amplio, muy amplio, porque durante décadas estuvo ahí, detrás del mesón, recomendando y vendiendo título tras título a centenas de ávidos lectores que pedían su opinión.

Cuando recién estaban en el centro de calle Moneda y se formó la Escuela Hogar LAR, ella era quien hacía clases de “Egipto para arriba y Egipto para abajo”, como graciosamente graficaba Charo. Y, también, desde la llegada había sido la encargada de las cuentas. Quizás ello fue lo que la adiestró para que más tarde, y durante décadas, administrara con tanto éxito la librería Noray.

Un artículo publicado en el diario El Mercurio el 27 de noviembre de 1999, días después de su muerte, reflejaba su personalidad:

Nacida en tierras tan vascas como las de Larrasoaña, en el valle de Esteríbar, el único bagaje con que Patricia llegó eran su Licenciatura en Filosofía y Letras, y sus estudios de lenguas, incluido el griego. Aquí quiso ser siempre, y lo fue, una chilena más. Muy pronto comenzó a trabajar -permanecería ahí durante casi cuatro décadas- en la librería Noray, en pleno centro de Santiago.

Hasta aquí llega su biografía. Es corta, cortísima. No hay en la vida de esta mujer fuerte, recia, sobria, culta, que siempre estaba al día, nada de espectáculo, de hacerse notar. Sólo un día tras otro, ida y vuelta, puntualmente a Noray. Pero es ahí donde se encierra toda su grandeza, porque a través de esos libros que pasaban por sus manos, de esos títulos y autores que tan bien calaba y sabía sugerir a potenciales lectores -¡el apostolado de la buena lectura!-, supo santificar su trabajo ordinario. Y ya enferma, comentó con conocimiento: ‘Si los editores leyeran lo que publican, ¡habría tan buena literatura!’.

Retrocedamos: cuando el 9 de noviembre de 1953 se abrió la puerta del avión que las trajo a Chile, ella fue la cuarta en bajar. Era la menor y venía convencida de que sería la última en dejar Chile. No sólo lo cumplió, sino que se quedó para siempre.

Lillian Calm, periodista