«Si el cristianismo –decía Juan Pablo II– ha de distinguirse en nuestro tiempo, sobre todo, por el “arte de la oración”, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!»[1].
Con toda tu alma
Queremos amar a Dios Padre con todas nuestras fuerzas, poner el alma en la oración, con todas sus potencias: la inteligencia y la voluntad, la memoria, la imaginación y los sentimientos. El Señor se sirve de ellas, sucesiva o simultáneamente, como cauces para entrar en diálogo con nosotros.
No hay dos ratos de oración iguales. El Espíritu Santo, fuente de continua novedad, toma la iniciativa, actúa y espera. A veces espera una lucha a palo seco, cuando parece que no llega ninguna respuesta: se nota entonces más el esfuerzo de la voluntad, sereno y tenaz, por hacer actos de fe y de amor, por contarle cosas, por aplicar la inteligencia y la imaginación a la Sagrada Escritura, a textos de la liturgia o de autores espirituales; buscándole con palabras o sólo mirando. La actitud de búsqueda es ya diálogo que transforma, aunque parezca, a veces, que no encuentra eco.
Otras veces irrumpen ideas o afectos que dan fluidez a los ratos de oración y ayudan a percibir la presencia de Dios. En unos casos y otros –con afectos, ideas, con ganas o sin ellas– se trata de que pongamos nuestras potencias en manos del Espíritu Santo. Somos suyos y Él ha dicho: ¿No puedo yo hacer con lo mío lo que quiero?[2] Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad. Una meditación que contribuye a dar valor sobrenatural a nuestra pobre vida humana, nuestra vida diaria corriente[3].
La única regla que Dios ha querido seguir es la que se impuso al crearnos libres: esperar nuestra filial colaboración. Al disponernos para la oración, lo haremos como hijos, luchando por mantener la atención en este Padre que quiere hablarnos. Al fin y al cabo, lo que está de nuestra parte no es que haya facilidad en la inteligencia, o que se encienda el corazón con afectos. Lo importante es la determinación por mantener la apertura al diálogo, sin dejar que decaiga esa actitud por rutina o desaliento.
Oración y plenitud
Dios habla de muchas maneras; la oración es sobre todo escucha y respuesta. Habla en la Escritura, en la liturgia, en la dirección espiritual y a través del mundo y en las circunstancias de la vida: en el trabajo, en las vicisitudes de la jornada o en el trato con los demás. Para aprender este lenguaje divino conviene dedicar un tiempo a estar a solas con Dios.
Hablar con Dios es dejar que Él vaya tomando el protagonismo en nuestro ser. Meditar la vida de Cristo permite entender nuestra historia personal, para abrirla a la gracia. Queremos que entre, para que transforme nuestra vida en fiel reflejo de la suya. Dios Padre nos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo[4] , y quiere ver a Cristo formado en nosotros[5], para que podamos exclamar: Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí[6].
Especialmente en el Nuevo Testamento, el mejor libro de meditación, contemplamos los misterios de Cristo: revivimos el Nacimiento en Belén, la vida escondida en Nazaret, las angustias de la Pasión... Esta asimilación al Hijo la realiza con eficacia el Espíritu Santo; pero no es un proceso mecánico delante del cual el bautizado sería sólo un espectador asombrado: podemos colaborar filialmente a la acción divina, disponiendo bien la voluntad, aplicando la imaginación y la inteligencia, dejando paso a los afectos buenos.
Esto hacía San Josemaría, cuando entendía sus propios sufrimientos al considerar la agonía de Cristo: Yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento?
Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces, como Él, podré gemir y llorar a solas en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi, Abba, Pater,... fiat![7]
A Dios hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas[8]; «a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre»[9], un diálogo en el cual el Padre nos habla del Hijo, para que seamos otros Cristos, el mismo Cristo. Vale la pena movilizar nuestras potencias a la hora de rezar con el Evangelio. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro (...). Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones[10].
Se trata, en definitiva, de rezar sobre nuestra vida para vivirla como Dios lo espera. Es muy necesario, especialmente para quienes buscamos santificarnos en el trabajo. ¿Qué obras serán las tuyas, si no las has meditado en la presencia del Señor, para ordenarlas? Sin esa conversación con Dios, ¿cómo acabarás con perfección la labor de la jornada?[11]
Al contemplar, por una parte, los misterios de Jesús y, por otra, los acontecimientos de nuestra existencia, aprendemos a rezar como Cristo, cuya oración estaba toda «en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef1, 9)»[12]; aprendemos a rezar como un hijo de Dios, siguiendo el ejemplo de San Josemaría. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres. Mi experiencia sacerdotal me ha confirmado que este abandono en las manos de Dios empuja a las almas a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, que impulsa a trabajar constantemente con rectitud de intención[13].
La oración es el medio privilegiado para madurar. Es parte imprescindible de ese proceso por el cual el centro de gravedad se traslada del amor propio al amor a Dios, y a los demás por Él. La personalidad madura tiene peso, consistencia, continuidad, rasgos bien definidos que dan un modo, peculiar en cada uno, de reflejar a Cristo.
La persona madura es como un piano bien afinado. No busca la genialidad de emitir sonidos imprevistos, de sorprender. Lo sorprendente es que da la nota apropiada, y lo genial es que, gracias a su estabilidad, permite interpretar las mejores melodías: es fiable, responde en modo previsible y por eso, sirve. Alcanzar esa estabilidad y firmeza que da la madurez es todo un reto.
Contemplar la Humanidad del Señor es el mejor camino hacia la plenitud. Él ayuda a descubrir y corregir las teclas que no responden bien. En algunos será una voluntad que se resiste a poner por obra lo que Dios espera de ellos. Otros pueden notar que les falta calor humano, tan necesario para la convivencia y el apostolado. Algunos, quizá enérgicos, tienden sin embargo a la precipitación y al desorden, arrastrados por los sentimientos.
Es una tarea que no termina nunca. Implica detectar los desequilibrios, las notas que desafinan, con una actitud humilde y decidida a mejorar, sin impaciencias ni desánimos, porque el Señor nos mira con inmenso cariño y comprensión. ¡Qué importante es aprender a meditar nuestra vida con los ojos del Señor! Hablando con Él se despierta la pasión por la verdad, en contacto con ella; se pierde el miedo a conocer lo que somos realmente, sin evasiones de la imaginación o deformaciones de la soberbia.
Al contemplar la realidad desde el diálogo con Dios, se aprende también a leer en las personas y en los hechos, sin el filtro cambiante de una valoración exclusivamente sentimental o de la utilidad inmediata. Es también donde aprendemos a admirar la grandeza de un Dios que ama nuestra pequeñez, al contemplar tantos misterios que nos superan.
La verdadera oración
Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí[14]. Así se lamenta el Señor en la Escritura, porque sabe que cada alma tiene que poner en Él su corazón para alcanzar la felicidad. Por esto, en la oración, la disposición de la voluntad para encontrar, amar y poner por obra el querer de Dios, tiene una cierta preeminencia sobre las otras capacidades del alma: «El aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho»[15].
Muchas veces rezar amando impondrá esfuerzos, a menudo vividos sin consuelos ni frutos aparentes. La oración no es problema de hablar o de sentir, sino de amar. Y se ama, esforzándose en intentar decir algo al Señor, aunque no se diga nada[16]. Tenemos la confianza filial de que Dios otorga a cada uno los dones que más necesita, cuando más los necesita. La oración —recuérdalo— no consiste en hacer discursos bonitos, frases grandilocuentes o que consuelen... Oración es a veces una mirada a una imagen del Señor o de su Madre; otras, una petición, con palabras; otras, el ofrecimiento de las buenas obras, de los resultados de la fidelidad... Como el soldado que está de guardia, así hemos de estar nosotros a la puerta de Dios Nuestro Señor: y eso es oración. O como se echa el perrillo, a los pies de su amo. —No te importe decírselo: Señor, aquí me tienes como un perro fiel; o mejor, como un borriquillo, que no dará coces a quien le quiere[17].
Esta experiencia se da también en la amistad humana. Cuando nos encontramos con otras personas puede ocurrir que no sepamos qué decir, porque la cabeza no responde a pesar de los intentos por entablar conversación. Buscamos entonces otros medios para que no se cree un ambiente de frialdad: una mirada amable, un gesto de cortesía, una actitud de escucha atenta, un pequeño detalle de preocupación por sus cosas. Toda experiencia verdaderamente humana abre posibilidades de trato con Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre.
Como fidelidad y perseverancia son otros nombres del amor, sabremos ir adelante, también cuando la inteligencia, la imaginación o la sensibilidad escapen a nuestro control. En esos momentos, el amor puede encontrar otras vías para expandirse. Tu inteligencia está torpe, inactiva: haces esfuerzos inútiles para coordinar las ideas en la presencia del Señor: ¡un verdadero atontamiento! No te esfuerces, ni te preocupes. –Óyeme bien: es la hora del corazón[18].
A la hora de hablar con Dios, aunque no responda la cabeza, no se interrumpe el diálogo. Incluso cuando constatamos que, a pesar de una auténtica lucha, hay distracción y embotamiento, tenemos la seguridad de haber agradado con nuestros buenos deseos a Dios Padre, que mira con amor nuestros esfuerzos.
Oración y obras
Me atrevo a asegurar, sin temor a equivocarme, que hay muchas, infinitas maneras de orar, podría decir. Pero yo quisiera para todos nosotros la auténtica oración de los hijos de Dios, no la palabrería de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús: no todo el que repite: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos (...). Que nuestro clamar ¡Señor! vaya unido al deseo eficaz de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma[19].
Y para convertir en realidad esas mociones recibidas en la oración, conviene formular a menudo propósitos. El fin de la reflexión sobre las prescripciones del Cielo es la acción, para poner por obra las prescripciones divinas[20]. No se trata solamente de que nuestra inteligencia bucee en ideas piadosas, sino de escuchar la voz del Señor, y de cumplir su voluntad. Tu oración no puede quedarse en meras palabras: ha de tener realidades y consecuencias prácticas[21].
La oración de los hijos de Dios ha de tener consecuencias apostólicas. El apostolado nos revela otra faceta del amor en la plegaria. Queremos volver a aprender a rezar, también para poder ayudar a los demás. Allí encontraremos la fuerza para llevar a muchas personas por caminos de diálogo con Dios.
No rezamos solos porque no vivimos ni queremos vivir solos. Cuando ponemos nuestra vida delante de Dios, necesariamente hemos de hablar de lo que más nos importa: de nuestros hermanos en la fe, de nuestros familiares, amigos y conocidos; de quienes nos ayudan o de aquellos otros que no nos entienden o nos hacen sufrir. Si la voluntad está bien dispuesta, sin miedo a complicarse la vida, podremos escuchar en la oración sugerencias divinas: nuevos horizontes apostólicos y modos creativos de ayudar a los demás.
El Señor, desde dentro del alma, nos ayudará a comprender a los demás, a saber cómo exigirles, cómo llevarles hacia Él; dará luces a nuestra inteligencia para leer en las almas; acrisolará los afectos; nos ayudará a querer con un amor más fuerte y más limpio. Nuestra vida de apóstoles vale lo que vale nuestra oración.
[1] Juan Pablo II, Litt. Enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2004, n. 25.
[2] Mt 20, 15.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 119.
[4] Rm 8, 29.
[5] Cfr. Gal 4, 19.
[6] Gal 2, 20.
[7] San Josemaría, Via Crucis, I, 1.
[8] Cfr. San Ambrosio, De officiis ministrorum, I, 20, 88.
[9] Conc. Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 25.
[10] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 253.
[11] San Josemaría, Surco, n. 448.
[12] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2603.
[13]San Josemaría, Amigos de Dios, n. 143.
[14] Is 29, 13; cfr. Mt 15, 8.
[15] Santa Teresa de Jesús, Fundaciones, cap. 5, n. 2.
[16] San Josemaría, Surco, n. 464.
[17] San Josemaría, Forja, n. 73.
[18] San Josemaría, Camino, n. 102.
[19] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 243.
[20] Cfr. San Ambrosio: Expositio in Psalmum CXVIII, 6, 35.
[21] San Josemaría, Forja, n. 75.