Combate, cercanía, misión (5). «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa

Entrar en caminos de contemplación significa darnos cuenta de que necesitamos a Dios, de que necesitamos «luchar» con él. Y pedirle, una y otra vez, su bendición: no te suelto hasta que me bendigas.

Una noche de Navidad, mientras celebraba la Santa Misa y tenía entre sus manos la sagrada hostia, san Juan María Vianney se emocionó. Sonreía, lloraba, alargaba esos instantes sin apartar los ojos de Jesús. «Parecía hablarle; después volvían las lágrimas, y de nuevo la sonrisa», cuenta el hermano Atanasio, que lo observaba con atención. Al final de la celebración, le preguntó qué había sucedido en esos momentos. El cura de Ars respondió con sencillez: «Me había venido una idea curiosa a la cabeza. Le decía a nuestro Señor: “Si supiera que iba a tener la desgracia de no verte durante toda la eternidad, ahora que te tengo en mis manos, no te soltaría”»[1].

«He asido al amor de mi alma y no lo soltaré», como dice la esposa del Cantar (Ct 3,4). Son ecos de las súplicas que Jacob hacía al desconocido con el que había peleado toda la noche, mientras se preparaba para encontrarse con su hermano Esaú. «Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando con alguien hasta rayar el alba. Aquel, viendo que no podía vencer a Jacob, le tocó la articulación femoral y le dislocó el fémur. Luego le dijo: “Suéltame, que ya ha rayado el alba”. Jacob le respondió: “No te soltaré hasta que me bendigas”. Dijo el otro: “¿Cuál es tu nombre?”». El patriarca responde, desarmado: «Jacob». Y el misterioso personaje: «En adelante no te llamarás Jacob sino Israel, porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y lo has vencido». Jacob, cayendo en la cuenta de su posición de vulnerabilidad —porque ha dicho su nombre, pero no sabe el de su oponente— pide aún: «Dime por favor tu nombre». Y responde Dios: «“¿Para qué preguntas por mi nombre?”. Y lo bendijo allí mismo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel, porque se dijo: “He visto a Dios cara a cara, y sigo con vida”. Luego que hubo cruzado Penuel salió el sol, pero él cojeaba del muslo» (Gn 32, 25-32).

Dime algo, Jesús, dime algo

Cada vez que nos recogemos para hacer un rato de oración, y concretamente oración contemplativa, entramos en una especie de combate: «un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios enemigo, adversario, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que parece inalcanzable. Por esto el autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad para alcanzar lo que se desea»[2]. La oración contemplativa es «mirada de fe, fijada en Jesús»[3]; una mirada que lo busca, y que no deja de hacerlo, que no lo suelta hasta que nos bendiga, es decir, hasta que ilumine, con la luz de su mirada, «los ojos de nuestro corazón»[4].

¿Qué buscamos en su mirada? Las facciones de su rostro, sus sentimientos, su paz, el fuego de su corazón. Y si en esos ratos serenos no se nos concede el encuentro que anhelamos, estamos dispuestos a perseverar hasta que eso suceda. «No se hace contemplación cuando se tiene tiempo, sino que se toma el tiempo de estar con el Señor con la firme decisión de no dejarlo»[5]. La contemplación es «un don, una gracia, que no puede ser acogida más que en la humildad y la pobreza»[6]. Precisamente por eso Dios necesita nuestra perseverancia; necesita que le digamos: aquí te tengo y aquí me tienes... No me muevo, no me voy a ninguna parte. «Dime algo, Jesús, dime algo», como repetía a veces san Josemaría en su oración[7].

Personalizar

El misterioso personaje que luchó con Jacob no había sido convocado. Se presentó él, por su propia iniciativa. Y así sigue siendo ahora: es Dios quien viene a nuestro encuentro, porque «tiene sed de que el hombre tenga sed de él»[8]. Resulta sorprendente, pero esa sed «llega desde las profundidades de Dios»[9]: es tan grande y misteriosa como el amor que lo llevó a crearnos a cada uno, a cada una.

De nuestra parte, sencillamente hemos de plantarnos frente a él. El lugar de la cita no es solo el ámbito de los afectos, ni tampoco la imaginación o la razón, sino el corazón, «en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas»[10]. Se trata de estar ahí, de mantenerse en su presencia, de permanecer en su amor (cfr. Jn 15,9). No nos hemos embarcado en una simple operación psicológica, ni en un mero esfuerzo de concentración para llegar a un vacío mental: no estamos peleando contra el aire… Nuestra contemplación tiene la estructura de la fe cristiana: es «un diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios»[11].

No vamos, pues, a pelear con visitantes inoportunos que vienen precisamente en ese momento. Más que intentar echarlos, el mejor método es, simplemente, ignorarlos. A solas con Cristo, tomando conciencia de que él está plenamente volcado hacia mí, e invitándome a que también yo esté totalmente disponible para él. Para nuestro oponente no hay minutos en blanco; él no deja de mirarnos ni por un instante. Nosotros sí, podemos apartarnos, dar media vuelta y dejarlo plantado. Pero perderíamos su bendición.

Jacob no quita la vista de Aquel con quien pelea. Tiene que mantenerse atento, sin desviar el contacto visual, sin perder la dirección de su corazón. ¿Mirar la pantalla del teléfono? No; se cortaría el ámbito del contacto interior. ¿Las distracciones que vemos venir, como lo son tantas veces todo tipo de cuestiones organizativas, o la curiosidad por lo que sucede a nuestro alrededor? No. Y tampoco los pensamientos centrados en estar a la altura o dar la talla, que pueden ser un retorno sutil sobre nosotros mismos. Toda nuestra vida está centrada en alguien, en «la persona de Jesucristo, a quien deseamos conocer, tratar y amar»; y ponerle «en el centro de nuestra vida significa adentrarse más en la oración contemplativa»[12]. El reclamo es radical y cada vez más englobante. Dios bendice al que pelea por el don de la contemplación, anticipo del don de la vida eterna, que ya desde ahora empezamos a saborear. «La oración, que comenzó con esa ingenuidad pueril, se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro, porque sigue el paso de la amistad con aquel que afirmó: Yo soy el camino»[13].

La contemplación busca «al amado de mi alma (Ct 1,7). Esto es, a Jesús»[14]. Alguien como yo, a quien puedo tratar a mi nivel, porque él mismo me ha llamado amigo (cfr. Jn 15,15). La oración contemplativa no será tal mientras no haya personalización. «Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la humanidad santísima de Cristo»[15]. Jesús es el puente que, a través de lo corporal, nos lleva a lo divino. Esa «lucha» cuerpo a cuerpo supone un encuentro de miradas, de sonrisas, de rostros y, sobre todo, de corazones. Se trata de apropiarnos del sentir del corazón de Jesús, aprender «el “conocimiento interno del Señor” para más amarle y seguirle»[16]. ¿Cómo se siente él hoy conmigo? ¿Encuentra sintonía, concordia? ¿Advierto y asumo sus alegrías y sus penas?

En la oscuridad y en las pruebas

El combate se desarrolla de noche. Es la noche en la que se mueve la fe: no tenemos otra mediación para el encuentro cara a cara. Nuestra búsqueda se verifica en la oscuridad, «en la fe pura, esta fe que nos hace nacer de él y vivir en él»[17]. Ni el sentimiento —si llega, bienvenido; si se va, bien ido—, ni tampoco la pura razón, porque no estamos haciendo acrobacias mentales. Lo que hemos encendido es la fe en una persona viva que desea el encuentro. En la fe no tenemos la inmediatez de los sentidos ni la claridad de los silogismos; andamos en la penumbra hasta que llegue el momento de la visión. Pero la oscuridad de la fe nos permite ver más lejos. De día nuestra mirada alcanza unas decenas de kilómetros: se detiene en el azul de la atmósfera. Pero de noche vemos las estrellas, a millones de años luz. La fe nos descubre mundos nuevos.

El combate contemplativo supone también afrontar el desaliento, la sequedad, el cansancio de la fe, incluso la tristeza de no entregarnos totalmente al Señor porque tenemos muchos bienes (cfr. Mc 10,22); o una rebeldía interior frente a la lógica de Dios, que a veces nos parecerá tan distinta de la nuestra; o bien la sugestión de que aquello no es para nosotros, que no tenemos esa sensibilidad… ¿No estaré subido en una fantasía? ¿Adónde vamos con esto? ¿No es un planteamiento demasiado místico? En este momento Jacob podría haber dejado de pelear. De hecho, ¿no habrá tenido sus vacilaciones mientras luchaba? Seguramente sí, pero continuó. Es preciso ir adelante con determinación y con alma de niño, sabiendo que andamos por un camino de amor, que es un camino de confianza y de abandono.

Si la oración de meditación atiende a los medios, la contemplación atiende al fin. Estamos con aquel con quien queríamos estar. No consideramos ahora las virtudes, ni los propósitos, ni las luchas… De todo eso tratamos en la meditación. Nuestro tiempo, el vacío de nuestro tiempo, se llena ahora con su sola presencia. Encendemos el ansia, la ilusión, el adelanto del cielo. La medida de nuestro cielo será la medida de nuestro deseo: la sed de Dios, el «ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro...»[18]. Y con ese deseo, llenos de paz, caminamos por la vida cuando entramos en caminos de contemplación: «Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán»[19].

Jacob tuvo que caminar largas jornadas hasta el lugar donde Dios lo encontraría. Ahí no tenía acompañantes: nos dice la Biblia que este episodio sucede cuando se ha quedado solo. Tampoco tiene equipaje: acaba de pasar todo lo que tenía a la otra orilla (cfr. Gn 32,24-25). Y es necesaria «la noche», en el sentido de que el intercambio pide recogimiento. Por una vez, Jacob «ya no es dueño de la situación —su astucia no sirve—, ya no es el hombre estratega y calculador (…). Por una vez, Jacob no tiene otra cosa que presentar a Dios más que su fragilidad y su impotencia, también sus pecados»[20]. Dios viene a buscarlo cuando está sin defensas, y libre de otras cosas que lo distraigan. Porque, para contemplar, necesitamos la libertad y la apertura del corazón: nada más que la percepción de nuestra poquedad y el deseo del encuentro. Aquel a quien esperamos no se presentará si tenemos el corazón ocupado. Ninguna de nuestras ansias debe ser mayor que la de estar con él.

No te soltaré hasta que me bendigas

«Bendíceme». El patriarca no se conforma con menos. Tiene asido, cautivo, a su Señor. Pero ¿en qué consiste esa bendición? Jacob tiene la alegría de ver a Dios, y su alegría se amplifica cuando se da cuenta de que, aun habiéndolo visto, sigue con vida. La bendición es la contemplación del rostro de Dios, que nos llena de su paz, de su alegría, de su misericordia. No podremos lograrlo con un acto de nuestra voluntad, sino con la apertura de nuestro corazón a los dones del Espíritu Santo. «Toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, que se ha de vivir con el deseo y la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida solo con nuestras fuerzas, sino que se debe recibir de él con humildad, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro del Señor»[21].

Hemos de esperar, pues, pacientemente. Jacob tuvo que esperar toda la noche hasta el amanecer. No huyó, no desistió. La bendición se nos otorgará si la pedimos una y otra vez. Ponemos lo que está de nuestra parte, buscando el silencio, el recogimiento, la libertad del corazón… A Dios le corresponde poner los dones propiamente contemplativos: ciencia, entendimiento, sabiduría. Nosotros somos incapaces de ejercitarnos en ellos… Son actitudes receptivas que él da cuando quiere. Hemos de pedirlos y esperarlos con humildad. El Señor nos los dará poco a poco, o quizá de una vez. Y, cuando recibamos esta bendición, ya sea a sorbos o a raudales, proseguiremos nuestra ruta con la mirada puesta en la lejanía, porque esa bendición no es transeúnte, sino permanente. El patriarca se puso en marcha y… ¿a dónde fue? Es lo de menos. Lo importante es que lleva ya impreso en su alma el rostro de su Señor. «Aquella bendición que el patriarca le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es la bendición obtenida con engaño, sino la concedida gratuitamente por Dios, que Jacob puede recibir porque estando solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega inerme, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo»[22].

«He visto a Dios cara a cara, y sigo con vida», se dice Jacob. A lo largo de esta extraña pelea, ha ido logrando conocer a quien tenía delante. A lo largo de nuestra vida, con nuestra oración, vamos logrando conocer a Dios, vamos entendiéndole, o por lo menos aceptando sus modos de hacer, aun sin comprenderlos. Querríamos saber su nombre: «¿Tú quién eres?». Querríamos verle. Y Dios se muestra, pero se esconde, para que lo sigamos buscando: para que vivamos de él, para que vivamos de esa búsqueda…

El desenlace de este relato misterioso es paradójico, como lo es casi siempre nuestra fe. Dios bendice a Jacob y lo felicita por su victoria, pero a fin de cuentas le ha dislocado el fémur. El patriarca ha peleado el buen combate, ha afrontado sin desmayo al misterioso oponente. Pero en adelante caminará cojeando: será una especie de condecoración que le recordará la batalla. «Y es este Jacob el que recibe de Dios la bendición, con la cual entra cojeando en la tierra prometida: vulnerable y vulnerado, pero con el corazón nuevo»[23]. También nosotros saldremos heridos y renovados del combate: se nos dislocarán nuestras seguridades terrenas y nos guiará ya la marca de Dios. Él nos ha bendecido, y nos seguirá bendiciendo, pero nos hace tomar conciencia profunda de que nuestra verdadera seguridad está en él. Y cuanto más rezamos más nos damos cuenta de que lo necesitamos, de que necesitamos «luchar» con él. Y más le pediremos su bendición: no te suelto hasta que me bendigas.


[1] Cf. F. Trochu, Le Curé d’Ars Saint Jean-Marie Vianney, Lyon-París, 1925, p. 383.

[2] Benedicto XVI, Audiencia, 25-V-2011.

[3] Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715.

[4] Ibid.

[5] Ibid., n. 2710.

[6] Ibid., n. 2713.

[7] Cfr. apuntes íntimos, 12-XII-1935, citado en A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei (vol. 1), Rialp, Madrid, 1997, p. 582; apuntes íntimos, 20-XII-1937, citado en Camino, edición crítico-histórica, nota al n. 746.

[8] San Agustín, De diversis quaestionibus octoginta tribus 64, 4; citado en Catecismo, n. 2560.

[9] Catecismo, n. 2560.

[10] Ibid., n. 2563.

[11] Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Carta Orationis formas sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 15-X-1989, n. 3.

[12] F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 8.

[13] Amigos de Dios, n. 306.

[14] Catecismo, n. 2709.

[15] Amigos de Dios, n. 299.

[16] Catecismo, n. 2715.

[17] Ibid., n. 2709.

[18] Amigos de Dios, n. 310.

[19] Ibid., n. 296.

[20] Papa Francisco, Audiencia, 10-VI-2020.

[21] Benedicto XVI, Audiencia, 25-V-2011.

[22] Ibid.

[23] Papa Francisco, Audiencia, 10-VI-2020.

Ricardo Sada