Está ahí desde los primeros latidos de la vida de la Iglesia: es una dinámica que nace con ella y que en cierto modo resume su misma esencia. San Pablo la detecta en actividades tan centrales como la evangelización o la celebración de la Eucaristía: «Yo os transmití lo que a mi vez había recibido», escribe en dos ocasiones a los de Corinto (cfr. 1Co 11,23; 15,3). No se trata simplemente de la comunicación de una enseñanza: es una transmisión que lleva consigo una especie de generación. Por eso, les dice: «Ahora que estáis en Cristo tendréis mil tutores, pero padres no tenéis muchos; por medio del Evangelio soy yo quien os ha engendrado para Cristo Jesús» (1Co 4,15). Lo que está en juego no es una mera transferencia de conocimiento, porque la verdad del cristianismo no son una serie de principios abstractos sino algo tan concreto como una Persona, una Persona que nos comunica su propia vida. Por eso el mismo san Pablo escribe a los gálatas: «Hijos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo se forme en vosotros» (Ga 4,19).
Todo esto no es, en realidad, un modo de decir exclusivo de san Pablo. También san Juan se dirige a los fieles como «hijos míos» (cfr. 1Jn 2,1), y san Pedro habla de ellos como «niños recién nacidos» (1P 2,2). En la existencia cristiana hay un nacimiento a una nueva vida, que pide ser transmitida a otras personas. Es un movimiento que tiene su inicio en el Padre y que se encarna en Jesucristo: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). Cristo no solo revela al Padre, sino que nos entrega lo que ha recibido de él: Jesús se ha hecho hombre y ha venido al mundo para que quienes lo acogen «tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10). Recibir el cristianismo requiere nacer «de lo alto», renacer «del agua y del espíritu» (Jn 3,3.5).
La bendición de un padre
La transmisión de la Alianza es uno de los argumentos clave que recorren el Antiguo Testamento. En la historia de los patriarcas, el momento central de esa transmisión es la bendición del hijo por parte de su padre. Es imposible olvidar la escena en que Jacob se adelanta a su hermano Esaú para recibir la bendición de Isaac (cfr. Gn 27). O aquella otra en que Jacob bendice uno a uno a sus doce hijos, anunciándoles lo que va a ser de ellos (cfr. Gn 49). Es igualmente emocionante el pasaje en que David bendice a su hijo Salomón, prefiriéndolo a todos los demás (cfr. 1R 1-2), y también aquel otro en que Matatías, en un tiempo de idolatría y persecución, bendice a sus hijos, encomendándoles que sean celosos de la ley y den la vida por la Alianza (1M 2,49s).
En todos estos casos, la bendición del padre transmite a su hijo el don que, a su vez, ha recibido de Dios. Hay distintas oraciones de este tipo. Es muy hermosa, por ejemplo, la que Isaac pronuncia sobre Jacob. Cuando este se acerca a su padre y lo besa, Isaac percibe el olor de su traje, y exclama: «El aroma de mi hijo es como el aroma de un campo que bendijo el Señor. Que Dios te conceda el rocío del cielo, la fertilidad de la tierra, abundancia de trigo y de vino. Que te sirvan los pueblos, y se postren ante ti las naciones. Sé señor de tus hermanos, que ellos se postren ante ti. Maldito quien te maldiga, bendito quien te bendiga» (Gn 27,27-29).
Otras oraciones de bendición tienen una estructura similar. El padre reconoce en su hijo a alguien que ha recibido de Dios los dones necesarios para mantener viva la Alianza; ruega a Dios que le conceda su favor, porque intuye que su vida estará expuesta a múltiples dificultades; y finalmente le transmite enteramente el don que recibió, junto con la responsabilidad que le está asociada. Ahora bien, mientras en el caso de los patriarcas y los monarcas la bendición tiene lugar solamente al final de la vida, en otros se adelanta. En el libro de Tobías, por ejemplo, la bendición se da cuando el hijo de Tobit debe hacerse cargo del futuro de la casa familiar. Su padre le transmite esa responsabilidad, y la acompaña de unos consejos que son un ejemplo de sabiduría (cfr. Tb 4).
En el Nuevo Testamento, lo que se comunica no es ya la promesa de la Alianza sino su realidad: el don de la Salvación y la misión de llevarla a todos los rincones de la tierra. La paternidad ya no es la de la sangre, y la transmisión se adelanta en el tiempo. Pablo, por ejemplo, deja en manos de Timoteo y de Tito algunas de las Iglesias que él mismo había fundado. En una de las cartas que escribe al primero, se presenta como apóstol, inmerecidamente elegido: Cristo, escribe, «me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio» (1Tm 1,12). Y eso es lo que transmite al joven: «Timoteo, hijo mío, te confío este encargo, de acuerdo con las profecías pronunciadas anteriormente acerca de ti, para que, apoyado en ellas, combatas el noble combate» (1Tm 1,18). La carta entera tiene un tono de bendición paterna, llena de sabios consejos y también de muestras de ánimo, pues muchos consideraban que Timoteo era demasiado joven para cumplir aquella tarea (cfr. 1Tm 4,12). La lectura de las llamadas «Cartas pastorales» de san Pablo es una fuente continua de inspiración para cualquier persona que alcanza ese momento de transmisión —de tradición— de la propia fe y de la propia misión.
Un Padre en el Opus Dei
Cuando san Josemaría afrontó la difícil cuestión de su propia sepultura, pidió que sobre la lápida, muy sencilla, fueran grabadas las palabras: Peccator – Orate pro eo[1]. Aunque, al ver la cara que pusieron los arquitectos, agregó sonriendo: «Si queréis, podéis añadir estas otras palabras: genuit filios et filias»[2]. Si la primera expresión nacía de la conciencia de su propia condición, la segunda tenía que ver con la fecundidad que Dios había dado a su vida, y que contemplaba con maravilla.
Desde muy joven, san Josemaría había tenido la conciencia de estar llamado a ser «padre, maestro y guía de santos»[3]. Ese era el modo en que debía difundir la luz que había recibido del Señor: «aun recogiendo fielmente el espíritu del Opus Dei, el derecho de la Obra sería letra muerta de no haber transmitido el Fundador algo vivo: un estilo, una tradición, una espiritualidad que diese continuidad histórica a ese modo de santificarse»[4]. De ahí el esfuerzo que puso para facilitar que sus hijos fueran incorporando esa vida; y de ahí también su deseo de que muchas personas pudieran pasar por el Colegio Romano, ya desde finales de los años cuarenta. Una sencilla anécdota de esos años lo ilustra. En una tertulia en Roma con un grupo de miembros de la Obra, se comenzó a hablar de libros. Don Álvaro iba a publicar un estudio, y san Josemaría comentó también algunas publicaciones que tenía en mente. De golpe, dio un giro sorprendente a la conversación. Señalando a los que estaban con él, dijo: «¡Mira qué biblioteca! ¡Éstas son mis obras!»[5].
Formaba a sus hijos según el espíritu que había recibido él mismo, y a la vez tenía hacia ellos el gesto paterno de dejar ese don en sus manos. Ya en los primeros años, cuando se vivía en España un clima de persecución religiosa, preguntaba a los jóvenes que le seguían: «Si yo me muero, ¿continuarás con la Obra?»[6]. Era un modo de compartir con ellos la responsabilidad que Dios había puesto sobre sus hombros. Más adelante, al llegar el momento de llevar el carisma de la Obra a nuevos países, enviaría a hijas e hijos suyos con medios muy modestos y canales de comunicación a menudo precarios; es decir, con una enorme confianza en que sabrían llevar a todas partes el mismo espíritu que habían recibido.
Finalmente, es bien conocido cuánto sufrió, durante los últimos años de su vida, ante la crisis en que estaba entrando el mundo, y en especial la Iglesia. Todo se ponía en duda, todo se criticaba, todo se quería dejar atrás. Es significativo que en ese momento histórico quisiera rodearse en Roma de gente joven. A fin de cuentas, ellos habían nacido con ese tiempo: eran quienes mejor podían sintonizar con lo que de bueno había en su época y quienes podrían encauzar del mejor modo los deseos de renovación. Quizá por eso los llamó: porque en ellos descansaba el futuro. Muchos recuerdan el gesto que solía hacer, poniendo sus manos sobre los hombros de algunos de aquellos chicos, mientras les decía: «Me apoyo en ti». Era un modo de decirles que dejaba en sus manos lo que había recibido de Dios. Esto lo expresaba de mil modos, con los directores y las directoras, pero también con personas que estaban recién incorporadas a la Obra[7]. Era una expresión más de la paternidad que Dios le había concedido.
Una paternidad que se transmite
Esta paternidad resulta inolvidable para quienes la experimentaron en primera persona; pero forma parte también de la herencia que san Josemaría quiso dejar a sus hijos. De hecho, cualquier persona que haya alcanzado una cierta madurez, cualquiera que tenga algo que transmitir al mundo, percibe en sí una forma de paternidad. El fundador de la Obra promovió desde muy joven esa conciencia en quienes lo rodeaban. Un ámbito en que lo hizo con particular claridad es la docencia. En Surco, por ejemplo, se recoge un consejo que viene de lejos: «Profesor: que te ilusione hacer comprender a los alumnos, en poco tiempo, lo que a ti te ha costado horas de estudio llegar a ver claro»[8]. Es hermoso, en ese sentido, lo que escribía Álvaro d’Ors, supernumerario, catedrático de Derecho Romano, en unos apuntes personales. A lo largo de su vida había formado a muchos romanistas. Haciendo memoria de sus discípulos, y en particular de quienes ocupaban en ese momento las cátedras que él mismo había detentado, comentaba: «Tener sucesión es siempre un motivo de satisfacción. Morir sin heredero es tan triste o más que no tener qué heredar»[9].
Lo mismo vale para tantas otras profesiones, al menos para las que transmiten algún tipo de herencia cultural, técnica, etc. San Josemaría lo aplicaba también, y de modo especial, a quienes reciben algún encargo de gobierno en la Obra. Pedro Casciaro recordaba cómo les insistía en «que tenían el deber moral de no hacerse insustituibles»[10]. En negativo, solía señalar un ejemplo que había conocido de joven. Lo recogió en la Carta que escribió a los directores: «Recuerdo —como caso pintoresco— el de un cocinero de un seminario, en el que alguna vez tuve que detenerme, durante mis viajes de trabajo sacerdotal por España. Aquel hombre, cuando preparaba algún plato que él consideraba extraordinario —no lo era, en realidad—, echaba a los pinches de la cocina, para que no aprendieran la receta»[11]. En positivo, señalaba que el director debía ser «al mismo tiempo un descubridor, un formador, un distribuidor de hombres»[12].
Pero no solo los directores y directoras: todos estamos llamados a vivir la paternidad que lleva a saberse herederos de un gran don, y al mismo tiempo responsables de transmitirlo, como vida, a la siguiente generación. ¿Cómo hacerlo? Quizá lo primero, porque está en la base de todo lo demás, sea recordar que la Iglesia es una comunión: comunión con la Trinidad y comunión entre personas humanas. El Padre lo ha recordado recientemente respecto de la Obra: «Pensar en comunión de personas es pensar en comunión de libertades, comunión de iniciativas personales que también son “hacer el Opus Dei”, y comunión de generaciones»[13]. Estas libertades, iniciativas y generaciones se encuentran unidas en comunión, y cada una de ellas juega un papel insustituible. Cuando existe un origen, una herencia y una misión común, la comunión da lugar, simultáneamente, a manifestaciones de unidad y de pluralidad[14]. Eso puede llevar a incomprensiones, e incluso a tensiones, que son comunes dentro y fuera de la Iglesia. De hecho, en el plano sociológico se ha señalado recientemente la velocidad con que se están desarrollando en los últimos años las diferencias entre generaciones[15]. Sin embargo, sobre la conciencia de formar parte de una comunión, las diferencias pueden conciliarse por la vía del amor, de la caridad. San Josemaría escribió que «más que en “dar”, la caridad está en “comprender”»[16]. En un reciente encuentro con familias, el Padre comentaba esa enseñanza señalando que la comprensión no consiste, en primer lugar, en disculpar los defectos o aceptar las diferencias, sino en «comprender lo positivo», es decir, ver lo bueno que hay en una persona, el bien del que es capaz, y valorarlo. Y añadía: «lo encontraremos siempre, si nos mueve el amor»[17]. Se descubre así el valor que hay en los demás, y es posible entonces confiar en ellos. En efecto, valorar —afirmar— es el primer modo de amar, y lo es de modo particular para una madre, para un padre.
Como en una gran sinfonía
La asimilación y la encarnación de un carisma no es algo que suceda de manera automática, ni siquiera espontánea. Por eso la Iglesia prevé para las personas periodos más intensos de formación y discernimiento, de maduración. Al mismo tiempo, una vez que se ha verificado la madurez de una persona, es preciso no perder de vista que no está llamada a ser una especie de fotocopia de nadie. Todo carisma verdaderamente vivo se despliega en una sana pluralidad de estilos, como la que había entre los apóstoles o la que hay entre las santas y santos a lo largo de la historia, incluso dentro de un mismo camino vocacional. Lo decisivo es aprender a ver el valor que puede tener cada modo distinto de ver y de vivir, el bien que es cada uno de ellos. Cuando eso sucede en el seno de una comunión de fe, el clima de convivencia entre personas y generaciones se convierte en una común bendición: los jóvenes miran a los mayores con agradecimiento, y los mayores a los jóvenes con serenidad y confianza. Esto último resulta más fácil cuando se ha vivido la paternidad espiritual, porque de hecho el padre no sustituye al hijo; lo genera, lo educa, lo ayuda a crecer… lo acompaña para que florezca y pueda tomar las riendas de la propia vida, y de la vida que uno y otro han recibido.
Finalmente, dentro de esta comunión, cada cual está llamado a descubrir su función propia, como en una gran sinfonía. El papa Francisco suele citar a este respecto las palabras del profeta Joel: «Derramaré mi Espíritu sobre toda carne y sus hijos y sus hijas profetizarán, y sus jóvenes verán visiones y sus ancianos soñarán sueños» (Jl 3,1; cfr. Hch 2,17). En una ocasión lo comentó así: «Si los jóvenes y los viejos se abren al Espíritu Santo, (…) producen una combinación maravillosa»[18] en la que ambos crecen. Unos transmiten el enraizamiento en un pasado en el que ha actuado Dios; los otros, alimentados por esas raíces, abren el futuro. Así, «si caminamos juntos, jóvenes y ancianos, podremos estar bien arraigados en el presente, y desde aquí frecuentar el pasado y el futuro: frecuentar el pasado, para aprender de la historia y para sanar las heridas que a veces nos condicionan; frecuentar el futuro, para alimentar el entusiasmo, hacer germinar sueños, suscitar profecías, hacer florecer esperanzas»[19].
Ante el despliegue de la salvación en la historia, cada generación juega un papel propio e insustituible. Como en una sinfonía: el violín no puede hacer la parte de los timbales, ni los metales pueden sustituir a las maderas. Lo decisivo es que, mientras cada uno interpreta la parte que le corresponde, todos se mantengan unidos en una obra que es común, y en la que cada persona es valiosa. De ahí la importancia de conocerse, de compartir tiempos y lugares, de interesarse por los demás. También entre las distintas generaciones se da lo que indicaba el Padre en una de sus cartas: «La fraternidad, de simple relación fundamentada en la común filiación, se hace amistad por el cariño entre hermanos, con lo que comporta de interés mutuo, comprensión, comunicación, servicio atento y delicado, ayuda material, etc.»[20], y todo esto desde la conciencia de la propia paternidad y de la propia filiación.
* * *
La transmisión —la generación— está en el corazón de la Iglesia. De la misma manera que Jesús vino del Padre y puso en manos de sus discípulos la salvación, a cada generación le corresponde transmitir esa herencia llena de Vida. «El aroma de mi hijo es como el aroma de un campo que bendijo el Señor», decía Isaac al bendecir a su hijo. San Josemaría se haría eco de estas palabras al hablar de la Obra como «un campo cuajado»[21]. Con esta expresión, que repitió muchas veces, y a menudo ante sus hijos más jóvenes, transmitía a todos su confianza y demostraba un sano orgullo paterno[22]. Cuando la relación entre Padre e hijos, y entre generaciones, toma la forma de la bendición, es posible mirar al futuro sin miedo a nada. Brillan entonces la filiación y la fraternidad, desde la conciencia de una misma vocación divina, que se transmite de generación en generación.
[1]. En traducción al español, «pecador – orad por él».
[2]. Traducido, «engendró hijos e hijas». Cfr. P. Urbano, El hombre de Villa Tevere, Barcelona, Plaza & Janés, 1995, p. 200.
[3]. San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 1725, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Madrid, Rialp 1997, p. 554.
[4]. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. III, Madrid, Rialp 2003, p. 396.
[5]. Ibid, pp. 396-397.
[6]. S. Bernal,Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp 1980, 6ª ed., p. 356.
[7]. Mons. Julián Herranz recuerda algunos modos amables que san Josemaría tenía para recordar que él se iba, pero que la Obra continuaría; cfr. J. Herranz, En las afueras de Jericó, Madrid, Rialp 2007, pp. 173-174.
[8]. San Josemaría, Surco, n. 229.
[9]. Texto inédito, citado en G. Pérez Gómez, Álvaro d’Ors. Sinfonía de una vida, Madrid, Rialp 2020, p. 539.
[10]. P. Casciaro, Soñad y os quedaréis cortos, Rialp, Madrid 1994, pp. 172-173.
[11]. San Josemaría, Carta 27, n. 52; cit. en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. III, Madrid: Rialp 2003, p. 304, nota 158.
[12]. San Josemaría, Instrucción 31-V-1936, n. 20, cit. en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. III, Madrid, Rialp 2003, p. 303.
[13]. F. Ocáriz, Carta pastoral, 10-02-2024, n. 13.
[14]. Cfr. Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis Notio, 28-05-1992, n. 15.
[15]. Por ejemplo, un estudio reciente ha identificado hasta seis generaciones, que conviven en la actualidad; cfr. J. Twenge, Generations, New York, Atria Books 2023.
[16]. San Josemaría, Camino, n. 463.
[17]. F. Ocáriz, Encuentro con familias, 16-07-2024.
[18]. Francisco, Ex. ap. Christus vivit, 25-03-2019, n. 192.
[19]. Ibíd., n. 199.
[20]. F. Ocáriz, Carta pastoral, 1-11-2019, n. 14.
[21]. San Josemaría, Carta 29, n. 9, precisamente con referencia al texto de Gn 27,27.
[22]. Cfr. por ejemplo, la homilía «Los sueños se han hecho realidad», pronunciada el 9 de enero de 1968 ante los jóvenes del Colegio Romano y recogida en En diálogo con el Señor, n. 1.