Termina el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, rey de justicia, de amor y de paz, como leeremos dentro de poco en el Prefacio. Todos percibís en vuestras almas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.
¿Por qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta cruel: nolumus hunc regnare super nos, no queremos que éste reine sobre nosotros? En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.
Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare!, conviene que Él reine.
Oposición a Cristo
Muchos no soportan que Cristo reine; se oponen a É de mil formas: en los diseños generales del mundo y de la convivencia humana; en las costumbres, en la ciencia, en el arte. ¡Hasta en la misma vida de la Iglesia! Yo no hablo —escribe S. Agustín— de los malvados que blasfeman de Cristo. Son raros, en efecto, los que lo blasfeman con la lengua, pero son muchos los que lo blasfeman con la propia conducta.
A algunos les molesta incluso la expresión Cristo Rey: por una superficial cuestión de palabras, como si el reinado de Cristo pudiese confundirse con fórmulas políticas; o porque, la confesión de la realeza del Señor, les llevaría a admitir una ley. Y no toleran la ley, ni siquiera la del precepto entrañable de la caridad, porque no desean acercarse al amor de Dios: ambicionan sólo servir al propio egoísmo.
El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré. Que Él nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada —con naturalidad, sin aparato, sin ruido—, en medio de la calle. Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que Él nos ganó.
Cristo, Señor del mundo
Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que —Niño amable— vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por Él fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; Él ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz. Hoy Cristo reina, a la diestra del Padre: declaran aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir.
Por Él reinan los reyes, con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad, su reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación.
El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por Él se mantiene en vida todo lo que vive.
¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo, aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz. Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo.
Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.
Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero, lo único verdaderamente necesario.
La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos: acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros.
Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios. Jesús quiere hechos, no sólo palabras. Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna.
La perfección del reino —el juicio definitivo de salvación o de condenación— no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra, como el crecimiento del grano de mostaza; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que —traída a la arena— serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada.
Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
El reino en el alma
¡Qué grande eres, Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas —¡y qué criaturas!— hechas de barro, no sólo en los pies, también en el corazón y en la cabeza. A lo divino, vibraremos exclusivamente por ti.
Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si Él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey.
Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana, manifestación exterior de una fe que no existiría, utilización fraudulenta del nombre de Dios para las componendas humanas.
Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos. Pero no temas, hija de Sión: mira a tu Rey, que viene sentado sobre un borrico. ¿Lo veis? Jesús se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra, tú me llevas por el ronzal.
Pensad en las características de un asno, ahora que van quedando tan pocos. No en el burro viejo y terco, rencoroso, que se venga con una coz traicionera, sino en el pollino joven: las orejas estiradas como antenas, austero en la comida, duro en el trabajo, con el trote decidido y alegre. Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma.
Reinar sirviendo
Si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por Él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen.
¿Cómo lo mostraremos a las almas? Con el ejemplo: que seamos testimonio suyo, con nuestra voluntaria servidumbre a Jesucristo, en todas nuestras actividades, porque es el Señor de todas las realidades de nuestra vida, porque es la única y la última razón de nuestra existencia. Después, cuando hayamos prestado ese testimonio del ejemplo, seremos capaces de instruir con la palabra, con la doctrina. Así obró Cristo: coepit facere et docere, primero enseñó con obras, luego con su predicación divina.
Servir a los demás, por Cristo, exige ser muy humanos. Si nuestra vida es deshumana, Dios no edificará nada en ella, porque ordinariamente no construye sobre el desorden, sobre el egoísmo, sobre la prepotencia. Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien. Así Cristo reinará en nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean.
Intentan algunos construir la paz en el mundo, sin poner amor de Dios en sus propios corazones, sin servir por amor de Dios a las criaturas. ¿Cómo será posible efectuar, de ese modo, una misión de paz? La paz de Cristo es la del reino de Cristo; y el reino de nuestro Señor ha de cimentarse en el deseo de santidad, en la disposición humilde para recibir la gracia, en una esforzada acción de justicia, en un divino derroche de amor.
Cristo en la cumbre de las actividades humanas
Esto es realizable, no es un sueño inútil. ¡Si los hombres nos decidiésemos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum, si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!
Cristo, Nuestro Señor, sigue empeñado en esta siembra de salvación de los hombres y de la creación entera, de este mundo nuestro, que es bueno, porque salió bueno de las manos de Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana, el que rompió la armonía divina de lo creado.
Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que —por obra del Espíritu Santo— tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus, fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios, liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo, que los ha reconciliado con Dios.
A esto hemos sido llamados los cristianos, ésa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina, de reconstruir la concordia de todo lo creado.
Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención.
Nunca hablo de política. No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa —sería una locura—, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres. Lo que hay que meter en Dios es el corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para que allí donde está —en circunstancias que no dependen sólo de su posición en la Iglesia o en la vida civil, sino del resultado de las cambiantes situaciones históricas—, sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra, de la fe que profesa.
El cristiano vive en el mundo con pleno derecho, por ser hombre. Si acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará —bien fuerte— la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja; porque una cumbre humana puede ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser una cima cristiana, de santidad y de servicio.
La libertad personal
El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras. Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten, como un letrero postizo, un calificativo confesional. Porque me parece, aunque respeto la opinión contraria, que se corre el peligro de usar en vano el nombre santo de nuestra fe, y además porque, en ocasiones, la etiqueta católica se ha utilizado hasta para justificar actitudes y operaciones que no son a veces honradamente humanas.
Si el mundo y todo lo que en él hay —menos el pecado— es bueno, porque es obra de Dios Nuestro Señor, el cristiano, luchando continuamente por evitar las ofensas a Dios —una lucha positiva de amor—, ha de dedicarse a todo lo terreno, codo a codo con los demás ciudadanos; debe defender todos los bienes derivados de la dignidad de la persona.
Y existe un bien que deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal. Sólo si defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya. Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros —para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje— integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad.
El Reino de Cristo es de libertad: aquí no existen más siervos que los que libremente se encadenan, por Amor a Dios. ¡Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres! Sin libertad, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural: porque nos da la gana.
Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante.
Cuando hablo de libertad personal, no me refiero con esta excusa a otros problemas quizá muy legítimos, que no corresponden a mi oficio de sacerdote. Sé que no me corresponde tratar de temas seculares y transitorios, que pertenecen a la esfera temporal y civil, materias que el Señor ha dejado a la libre y serena controversia de los hombres. Sé también que los labios del sacerdote, evitando del todo banderías humanas, han de abrirse sólo para conducir las almas a Dios, a su doctrina espiritual salvadora, a los sacramentos que Jesucristo instituyó, a la vida interior que nos acerca al Señor sabiéndonos sus hijos y, por tanto, hermanos de todos los hombres sin excepción.
Celebramos hoy la fiesta de Cristo Rey. Y no me salgo de mi oficio de sacerdote cuando digo que, si alguno entendiese el reino de Cristo como un programa político, no habría profundizado en la finalidad sobrenatural de la fe y estaría a un paso de gravar las conciencias con pesos que no son los de Jesús, porque su yugo es suave y su carga ligera. Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia.
Serenos, hijos de Dios
Me sugeriréis, quizá: pero pocos quieren oír esto y, menos aún, ponerlo en práctica. Me consta: la libertad es una planta fuerte y sana, que se aclimata mal entre piedras, entre espinas o en los caminos pisoteados por las gentes. Ya nos había sido anunciado, aun antes de que Cristo viniese a la tierra.
Recordad el salmo segundo: ¿por qué se han amotinado las naciones, y los pueblos traman cosas vanas? Se han levantado los reyes de la tierra, y se han reunido los príncipes contra el Señor y contra su Cristo. ¿Lo veis? Nada nuevo. Se oponían a Cristo antes de que naciese; se le opusieron, mientras sus pies pacíficos recorrían los senderos de Palestina; lo persiguieron después y ahora, atacando a los miembros de su Cuerpo místico y real. ¿Por qué tanto odio, por qué este cebarse en la cándida simplicidad, por qué este universal aplastamiento de la libertad de cada conciencia?
Rompamos sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su yugo. Rompen el yugo suave, arrojan de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia, de amor y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios que renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse. Si el Señor admitiera la componenda, si sacrificase a unos pocos inocentes para satisfacer a una mayoría de culpables, aun podrían intentar un entendimiento con Él. Pero no es ésta la lógica de Dios. Nuestro Padre es verdaderamente padre, y está dispuesto a perdonar a miles de obradores del mal, con tal que haya sólo diez justos. Los que se mueven por el odio no pueden entender esta misericordia, y se refuerzan en su aparente impunidad terrena, alimentándose de la injusticia.
El que habita en los cielos se reirá de ellos, se burlará de ellos el Señor. Entonces les hablará en su indignación y les llenará de terror con su ira. ¡Qué legítima es la ira de Dios y qué justo su furor, qué grande también su clemencia!
Yo he sido por Él constituido Rey sobre Sión, su monte santo, para predicar su Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus.
Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada. ¿Que hay muchos empeñados en comportarse con injusticia? Sí, pero el Señor insiste: pídeme, te daré las naciones en herencia, y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra. Los regirás con vara de hierro y como a vaso de alfarero los romperás. Son promesas fuertes, y son de Dios: no podemos disimularlas. No en vano Cristo es Redentor del mundo, y reina, soberano, a la diestra del Padre. Es el terrible anuncio de lo que aguarda a cada uno, cuando la vida pase, porque pasa; y a todos, cuando la historia acabe, si el corazón se endurece en el mal y en la desesperanza.
Sin embargo Dios, que puede vencer siempre, prefiere convencer: ahora, reyes, gobernantes, entendedlo bien; dejaos instruir, los que juzgáis en la tierra. Servid al Señor con temor y ensalzadle con temblor. Abrazad la buena doctrina, no sea que al fin el Señor se enoje y perezcáis fuera del buen camino, pues se inflama de pronto su ira. Cristo es el Señor, el Rey. Nosotros os anunciamos el cumplimiento de la promesa hecha a nuestros padres: la que Dios ha cumplido delante de nuestros hijos al resucitar a Jesús, según está escrito en el salmo segundo: Tú eres Hijo mío, yo te he engendrado hoy...
Ahora pues, hermanos míos, tened entendido que por medio de Jesús se os ofrece la remisión de los pecados y de todas las manchas de que no habéis podido ser justificados en virtud de la ley mosaica: todo el que cree en Él es justificado. Mirad que no recaiga sobre vosotros lo que se halla dicho en los profetas: reparad, los que despreciáis, llenaos de pavor y quedad desolados; porque voy a realizar en vuestros días una obra, en la que no acabaréis de creer por más que os la cuenten.
Es la obra de la salvación, el reinado de Cristo en las almas, la manifestación de la misericordia de Dios. ¡Venturosos los que a Él se acogen!. Tenemos derecho, los cristianos, a ensalzar la realeza de Cristo: porque, aunque abunde la injusticia, aunque muchos no deseen este reinado de amor, en la misma historia humana que es el escenario del mal, se va tejiendo la obra de la salvación eterna.
Ángeles de Dios
Ego cogito cogitationes pacis et non afflictionis, yo pienso pensamientos de paz y no de tristeza, dice el Señor. Seamos hombres de paz, hombres de justicia, hacedores del bien, y el Señor no será para nosotros Juez, sino amigo, hermano, Amor.
Que en este caminar —¡alegre!— por la tierra, nos acompañen los ángeles de Dios. Antes del nacimiento de nuestro Redentor, escribe San Gregorio Magno, nosotros habíamos perdido la amistad de los ángeles. La culpa original y nuestros pecados cotidianos nos habían alejado de su luminosa pureza,... Pero desde el momento en que nosotros hemos reconocido a nuestro Rey, los ángeles nos han reconocido como conciudadanos.
Y como el Rey de los cielos ha querido tomar nuestra carne terrena, los ángeles ya no se alejan de nuestra miseria. No se atreven a considerar inferior a la suya esta naturaleza que adoran, viéndola ensalzada, por encima de ellos, en la persona del rey del cielo; y no tienen ya inconveniente en considerar al hombre como un compañero.
María, la Madre santa de nuestro Rey, la Reina de nuestro corazón, cuida de nosotros como sólo Ella sabe hacerlo. Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de la caridad, quasi fluvium pacis, como un río de paz. Porque Tú eres mar de inagotable misericordia: los ríos van todos al mar y la mar no se llena.