Volcanes cubiertos de nieve

Son días en los que conviene quedarse en casa para atajar una epidemia. En estas circunstancias, puede ayudar el recuerdo de las jornadas que san Josemaría vivió escondido en Madrid durante el conflicto civil. Ofrecemos la narración histórica y algunas consideraciones espirituales del santo

Manuel Sainz de los Terreros (izda.), Ricardo Fernández Vallespín e Isidoro Zorzano (dcha.). Madrid, 6 de abril de 1937"

En 1937, durante la Guerra Civil española, san Josemaría pasó cinco meses y medio refugiado en la legación de la República de Honduras en Madrid. Entre mayo y agosto convivió en una pequeña habitación con su hermano Santiago y con cuatro miembros de la Obra: el beato Álvaro del Portillo, Juan Jiménez Vargas, Eduardo Alastrué y José María González Barredo.

Con frecuencia, el fundador del Opus Dei dirigió un rato de oración en voz alta a los que le acompañaban en la habitación, a la que denominaba de forma jocosa la "galguera" porque era mínima y estaba abarrotada.

Recogemos algunos textos de aquellas meditaciones de san Josemaría, publicadas en el libro de José Luis González Gullón,Escondidos. El Opus Dei en la zona republicana durante la Guerra Civil española (1936-1939), Madrid, Rialp, 2018, pp. 209-218.

En este enlace puede adquirirla versión electrónica del libro.

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Escondidos. El Opus Dei en la zona republicana durante la Guerra Civil española (1936-1939) [Fragmento]

José María Escrivá redactó en la legación de Honduras textos de carácter espiritual destinados a los miembros de la Obra. En el mes de mayo explicó: «Algunos ratos me dedico a hacer consideraciones, que cristalizan en cuatro líneas tajantes. Pienso que mis hijos, y los hijos de mis hijos, han de sacar algún provecho de las elucubraciones de mi pobre caletre»[1]. De modo más o menos regular, pasó a Isidoro Zorzano fichas y octavillas sueltas, que llegaron al centenar. Zorzano, Sainz de los Terreros y Albareda las utilizaron durante sus ratos de oración personal. Eran anotaciones que estaban pensadas para que formasen parte, cuando fuera posible, de «otro folleto de consideraciones»[2].

«Mis hijos, y los hijos de mis hijos, han de sacar algún provecho de las elucubraciones de mi pobre caletre»

Otro modo con el que el fundador transmitió las características del Opus Dei fue la predicación. Entre el 6 y el 12 de abril predicó a los que estaban con él, y a quien quisiera, en el hall de la legación, al acabar la Misa o –si no la pudo celebrar– después de que hubiesen comulgado[3]. Luego, dejó de hacerlo porque el cónsul desautorizó las reuniones; temía el diplomático que los guardias que estaban fuera lo escucharan hablar de religión y se comprometiera la inmunidad diplomática de la casa.

Un mes más tarde, cuando ya estaban solos en la “galguera”, don José María retomó la costumbre de dirigir una meditación. En esta ocasión, algunas fueron por la mañana –generalmente, al acabar el desayuno– y otras a última hora del día, aprovechando el silencio que se enseñoreaba de la casa. De modo gráfico, don José María retrató un día la sencillez con la que se situaban para rezar: «La escena, que suele repetirse, es divertida: los peques y el abuelo, en pijama, sentados en sus colchones de evacuados, muy serios, muy... graves»[4].

Eduardo Alastrué, que tenía buena memoria, transcribía las meditaciones que escuchaba. Luego, se las pasaba a Isidoro Zorzano. Una vez que Zorzano las leía, se las daba a los demás de la Obra de Madrid y a José María Albareda, pues así lo había sugerido Escrivá. Después, las enviaba por correo a Valencia, donde eran recogidas por Paco Botella, quien, de nuevo, hacía de mensajero para el resto de hombres del Levante. De este modo, tanto los miembros como los amigos de la Obra meditaron los temas desarrollados por el fundador[5].

Las meditaciones giraron en torno a Jesucristo. Un punto constante de la predicación fue el cultivo del trato o relación con Dios. Escrivá explicó que debían orar con confianza y perseverancia, sabiendo que Dios escucha siempre. Muchas veces, rezó en primera persona: «Hablémosle nosotros mismos en confidencia amorosa, como amigos íntimos, como hermanos, como hijos. ¡Jesús, verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca en la contemplación! ¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor de Ti y, embriagado y sustentado de este amor, no cuidar ya de las cosas del mundo! ¡Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera y quedase amorosamente hundido en tu seno, amándote sin cesar y siendo amado de Ti, y resucitase el encanto de aquella vieja leyenda del monje que pasó los siglos –siglos que no fueron sino un momento– arrobado, en la presencia de tu infinita hermosura!»[6].

Su plegaria incluyó con frecuencia una petición de más gracia para corresponder a la llamada a la Obra: «No se cansa Jesucristo de enseñarnos. Como una madre amorosa, no cesa en sus recomendaciones. ¡Por qué no nos echaremos entre tus brazos, Dios mío, sobre tu pecho abierto, y no dejaremos que muevas nuestra voluntad con afectos muy hondos y propósitos muy firmes! ¡Dios mío, te amo! ¡Haz que me enamore más y más de tu Obra y que te sirva, cada día, más fielmente en ella! ¡Que mis manos lleven el agua sagrada de tu costado hasta las almas de los que me rodean! ¡Que yo mismo me embriague más y más con esa agua del cielo!»[7]. Y, como sugerencia práctica, recomendó a sus hijos que manifestaran personalmente a Dios sus deseos: «Digámosle a Cristo –digámoselo con afectos encendidos, haciendo callar a la inteligencia, dejando hablar al corazón–: “Yo quiero ser tu esclavo en tu Obra. Aunque yo no fuera un hombre sino cien, aunque tuviera mil vidas, todas las querría dedicar a tu servicio en ella; aunque tuviese la desgracia increíble de quedarme solo, pase lo que pase, yo quiero perseverar en este camino”. Y seguiremos en nuestros afectos: de humildad, por haberme elegido, tan miserable, para [ser] poseedor de este tesoro; de acción de gracias, por haberlo puesto al alcance de mis manos; de gritos de petición de correspondencia, de perseverancia, para mí, para todos los nuestros»[8].

Unido espiritualmente a Cristo, don José María Escrivá rezó también por sus hijos espirituales, acordándose de cada uno: «Yo quiero verme ahora, Dios mío, junto a la herida humeante de tu pecho; quiero pensar junto a ella en todos mis hijos, en todos los que ahora son miembros vivos de este Cuerpo vivo de tu Obra. Nombrándolos, consideraré sus cualidades, sus virtudes, sus defectos, y luego te suplicaré, empujándolos hacia Ti, uno a uno: “¡Adentro!”. Los meteré dentro de tu Corazón. Así quiero hacer con cada uno y con todos los que vendrán después, durante siglos, hasta el fin del mundo, a formar parte de esta familia sobrenatural. Todos, todos unidos en el Corazón de Cristo, todos hechos uno por amor a Él y todos despegados del mundo por la fuerza de este amor acompañado de la mortificación»[9].

«Los meteré dentro de tu Corazón. Así quiero hacer con cada uno y con todos los que vendrán después»

La confianza en Dios era particularmente necesaria frente a los obstáculos que sobrevenían. Eran circunstancias adversas, pero –en palabras de Escrivá– «el Señor [parece que] nos dice: “Hijo mío, la revolución más terrible que registra la Historia; tu interior descompuesto por los miasmas que se han filtrado de fuera; todo eso, es cierto, está pasando sobre ti. Pero nada puede quitarte la paz, a no ser el pecado grave. En cuanto a mi Obra, sabes que se ha de realizar, porque yo lo quiero, contigo, sin ti, o a pesar de ti. ¿Y tú crees que no estimo que en la más florida juventud hayas hecho donación a tu Dios de todo el amor que puede albergar tu corazón de hombre? Tú permanece fiel; lo demás, ¿qué importa?”»[10].

Conjugaba así las tres virtudes teologales, que comienzan por la fe: «¿A qué preocuparse, para qué prisas, para qué desazones? Dios está en medio de nosotros, Dios está con nosotros. No estamos solos, hay que repetirlo»[11]. Y, a la vez, cedía a la esperanza en el futuro y al amor de Dios: «Jesús, Tú eres mi Padre, mi Hermano, mi Amor y mi Todo. ¿Cómo no voy a tener confianza? ¿Por qué no dar vuelos a la esperanza?»[12].

La referencia al fundamento divino de la Obra era constante: «Pensando en una Obra que Tú has bendecido, ¿cuáles serán para ella las consecuencias de todo esto? Parece que esperaste, Señor, a que el grano muriese en el surco, y cuando empezaba a echar raicillas y a apuntar en la superficie un esbozo de tallo, permitiste que se desencadenase el vendaval. Pero luego vendrá la paz y en ella se desarrollará perfectamente»[13]. Por eso, invitaba a rezar con paz: «Estoy plenamente seguro de que Tú, Señor, como en otros tiempos has impulsado otras empresas, quieres ahora esta Obra. Estoy también íntimamente persuadido de que tu voluntad es que te sirva en ella. Cumpliendo esa voluntad, ¿qué me importa todo lo demás?»[14].

Con frecuencia consideró la situación en la que se encontraba la Obra. Sin dejar de poner los pies en la tierra, insistía en que llegarían tiempos de bonanza: «La Obra...; ¿qué es ahora la Obra? Apenas hay nada visible; es verdaderamente el grano de mostaza. Unos pocos hombres, sin prestigio, sin posición económica, sin experiencia, al comienzo de sus vidas casi todos ellos. Pero nosotros sabemos que este grano de mostaza dará lugar en el campo sobrenatural de la Iglesia a un arbusto que cubrirá todo el mundo con su tallo, con sus raíces, con sus ramas, y en el cual buscarán asilo muchas aves viajeras»[15].

También puso en manos de Dios la perseverancia de cada uno de sus miembros: «Señor, Tú sostienes en mí la esperanza. Por Ti creo en el porvenir de esta Obra tuya y, concretamente, espero que darás perseverancia a todos mis hijos, de modo que cuando nos reunamos podamos cantar todos un Te Deum de acción de gracias por esta perseverancia y, quizá, por haber permitido que no solamente perseveren, sino que contagien su ardor a otros»[16].

Ahora bien, esperanza no significaba contentarse con un pacífico “quietismo”, como quien aguarda, sin moverse, hasta que Dios le otorga todo de modo milagroso. Había que pedir, una y otra vez, con empeño: «¿Que el Señor, a primera vista, se nos niega? A insistir. Desde que comenzó este año de revolución, ¡cuántas cosas he pedido y no me han sido concedidas! ¿Me desanimaré por eso? No; seguiré pidiendo, en la seguridad de que si conviene a la gloria de Dios, y por eso lo pido, mi ruego será oído»[17]. Y ponía un ejemplo concreto: «Cuentan de Levante que cuando Paco [Botella] y su primo realizaban una gestión, mientras uno hacía una visita, el otro se quedaba en oración. Ese es el camino. Pero si nuestra oración y nuestra actividad no dan fruto aparente, nada de impacientarnos. A esperar»[18].

En definitiva, buena parte de su predicación estaba orientada a levantar la mirada de sus hijos, de modo que no se quedaran atrapados en la situación del momento: «¿Qué significa este atasco? ¿Un año de inacción? ¿Y qué es un año en la vida de una Obra que ha de durar hasta el fin del mundo? Y, además, ¿no nos resarcirá el Señor, si nuestra buena voluntad persiste, del tiempo perdido? La revolución nos sorprendió absortos en nuestro trabajo, preocupados únicamente por el anhelo de servirle; después, ha habido desorientaciones, pero falta de rectitud, de eso estoy seguro, nunca»[19]. El futuro se abría ante ellos lleno de esperanza: «¿Que sobrevendrán borrascas, quizá tempestades terribles contra la barca de la Obra, contra la de mi alma? Pero ¡qué seguridad con Cristo, qué confianza en su amparo! Y aquí se encienden –y se vierten en Él– nuestros afectos. ¿Cómo han de ser estos afectos? Ayer, hoy, siempre, pase lo que pase, estos afectos no pueden ser sino afectos de confianza»[20].

Otro gran tema sobre el que predicó fue la unidad de todos los que integraban la Obra: «Para que nuestra oración sea verdaderamente fecunda, ¿no debe existir entre nosotros aquel contacto, aquella unión que había entre los Apóstoles, no por la permanencia física en un mismo lugar sino por la identidad de pensamiento, de sentimiento, de voluntad? Sí, querer con la Obra; sentir con el Corazón de Cristo; pensar con aquel que es cabeza entre nosotros. Esta es la unidad verdadera, propia del cuerpo sano, en salud cabal, en plenitud de vida»[21]. La cohesión de unos y otros –«que todos seamos uno en el corazón y en la inteligencia y en la voluntad»[22]– era un don que debían implorar a Dios en la oración y en la mortificación. Les dijo, por ejemplo, que podían ofrecer al Señor las mil pequeñas incomodidades de todos los días: «Acompañar a cada uno de nuestros hermanos en peligro, y velar por ellos; y cada mortificación que dejemos de hacer, el tiempo que quitemos a la oración, es un perjuicio que causamos a nuestros hermanos, es no ayudarles a llevar bien sus penas, a rechazar sus tentaciones. Tened esto siempre muy presente. Que este recuerdo os sirva de estímulo en vuestra vida interior»[23].

Las meditaciones estaban empapadas por su paternidad espiritual: «Yo padezco en aquellos miembros de la Obra, hijos míos, que están ausentes, en la trinchera, en la cárcel, y comprendo perfectísimamente las palabras de San Pablo: “¿Quién de vosotros está triste y yo no estoy triste? ¿Quién de vosotros está enfermo y yo no estoy enfermo?”»[24]. A veces mencionó a quienes estaban en condiciones más duras: «Chiqui –¡con cuánta paz nos cuentan que lleva sus sufrimientos!– tendrá sus cruces interiores, mas también, este y todos, sus consuelos, esos consuelos que Tú sabes dar. Pido también por todos aquellos que están en un trance difícil, sin saberlo nosotros»[25]; «hablo a mi Señor: “Acuérdate de Chiqui, que ha de salir de la prisión; que llegue a un sitio seguro sin contratiempo. Y de aquel cuya vocación se ha conservado, entre tantos obstáculos, tan maravillosamente. Y de aquel cuyo sacrificio es tan admirable. Y de aquel, y de aquel otro. Y en el otro lado, piensa, Dios mío, en ese que ha trabajado por Ti tanto y tan bien; si algo hay en la vida pasada de todos que te ofenda, bórralo y danos ahora fortaleza y perseverancia y luz”»[26].

También les recordó que deseaban «mover a jóvenes intelectuales al apostolado»[27], para difundir el mensaje de la Obra: «¡Dios quiere revivir el apostolado de los primeros cristianos, quiere que el mundo vuelva a la estima y a la práctica de las virtudes que les distinguieron!»[28]. Por eso, rogó por los amigos de los miembros de la Obra, entre los que había algunos que podían pedir la admisión: «Multiplica, por lo menos, por cinco el número de los que ahora formamos parte de esta familia sobrenatural de la Obra. A los de Valencia, que tanto trabajan por acrecentar el número de tus operarios, dales más y más espíritu de proselitismo y pon en su boca palabras eficaces de captación»[29]; «¡Madre nuestra, Regina Apostolorum, Spes! ¿Por qué no haces que los nuestros que están en Levante, en el otro lado, y en el norte y en el sur, logren, concretamente ahora, en estos días, para la Obra, almas nuevas, nuevas, llenas de deseos de santificarse, de servir a Dios?»[30].

«Estamos en el mundo para renovarlo, para traerlo a Cristo; pero somos del mundo y en él vivimos»

En este sentido, volvió a una idea muy repetida en la Residencia DYA, la naturalidad propia de los cristianos corrientes: «Todo lo que sea singularizarnos, chocar con el medio ambiente por hacer las cosas de un modo distinto al usual, debe ser siempre evitado. En la vida pública, en la vida profesional, en los detalles de la vida ordinaria hemos de proceder con absoluta naturalidad. Llamar la atención, adoptar actitudes raras es contrario a nuestro espíritu. Cuando se llegue al otro lado, repetid a los que allí están que sigan el camino que les marcan sus condiciones, su situación, su edad. Obrar, como todos; vivir normalmente, naturalmente. Estamos en el mundo para renovarlo, para traerlo a Cristo; pero somos del mundo y en él vivimos, y en todas sus clases y esferas hemos de confundirnos con los que las constituyen; que no se nos considere nunca cosa aparte, seres extraños. Repetimos, ahora, en estas circunstancias, nuestra recomendación de siempre: singularizarse, no; sencillez, naturalidad en todo momento»[31].

Finalmente, Escrivá –que en una meditación comparaba a sus hijos con los «volcanes cubiertos de nieve que hacen contrastar con el hielo de fuera el fuego que devora sus entrañas»[32]– recordó a menudo que la entraña de la Obra llevaba consigo la búsqueda de la santidad en las cosas pequeñas de una jornada cualquiera: «Espera tu hora y prepárate para ella con la oración, con el escrupuloso y fiel cumplimiento de tus pequeños deberes actuales, con una conducta que atraiga otras almas a la Obra»[33]. Así, utilizó el símil de «aquellos obreros que en tiempos pasados aplicaban su esfuerzo, perseverante y anónimo, al levantamiento de una catedral: del trabajo constante y obscuro surgían un día sillares bien tallados; otro, un pilar esbelto; después, un recio muro; finalmente, una cúpula, donde los adornos en piedra se multiplicaban»[34].

Ahora bien, lo pequeño comenzaba en el servicio amable a los demás: «¡Qué difícil y qué importante es tener caridad en los detalles! ¡Cuántas veces se nos escapa, refiriéndonos a nuestro prójimo, la palabra dura, el juicio condenatorio, el gesto ofensivo! ¿Por qué? ¿Nos pide acaso Dios que los juzguemos? ¿No nos exige, al contrario, que cubramos sus miserias con la capa de la caridad? ¿Por qué hemos de hablar crudamente de nadie, aun cuando tengamos razón en nuestras críticas?»[35]. Concretamente, un aspecto de la caridad consistía en saber comprender los defectos de los demás, sin caer en la murmuración: «Evitando la censura, aunque sea justa, de nuestro prójimo, evitaremos también el convertirnos, poco a poco, en unos chinches que se distraen llevando chismes de una parte a otra; y también el ser, entre nosotros, un cardo que hiere a todo el que se le aproxima»[36].

En definitiva, no podían esperar a las grandes ocasiones o a que llegase la paz. Allí donde estaban, en una legación y en medio de una guerra, Dios les llamaba: «Parece, al decir esto, que Jesús nos dice: “¿Oyes, hijo mío? Cuídame las cosas pequeñas, seme fiel en ellas”. No son las circunstancias de ahora, son las de ayer, las de siempre, las que dictan esas pequeñas mortificaciones. Que cada uno se examine acerca de esto y vea en qué puede vencerse»[37].


[1] Carta de José María Escrivá a los miembros de la Obra en Valencia, Madrid, 5-V-1937, en Archivo General de la Prelatura del Opus Dei (en adelante, AGP), serie A.3.4, 254-1, 370505-1.

[2] Diario de Isidoro Zorzano, 25-IV-1937. Consideraciones espirituales era un libro con cuatrocientos cuarenta aforismos espirituales, publicado por el fundador del Opus Dei en 1934. En 1939, Escrivá lo amplió hasta llegar a los novecientos noventa y nueve puntos, y lo publicó con el título de Camino (cf. Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino. Edición crítico-histórica, o. c., pp. 94-102, y 178-181). Pedro Rodríguez ha identificado noventa y ocho puntos de Camino que proceden de la etapa en la que el fundador de la Obra estuvo en legación de Honduras (cf. Ibidem, pp. 94-102, y 178-181).

[3] Los originales se encuentran en la carpeta AGP, serie A.4, 45-3. Son cuarenta y siete meditaciones y pláticas dadas del 6 al 12 de abril y del 11 de mayo al 30 de agosto de 1937. Fueron redactadas por Eduardo Alastrué; en alguna ocasión, el propio José María Escrivá hizo alguna anotación marginal. El fundador comentó que «aunque, muchas veces, no recogen bien lo que les he dicho (otras, sí), procuro que sigan haciendo notas, porque siempre os pueden hacer algún provecho» (Carta de José María Escrivá a Isidoro Zorzano, Madrid, 1-VII-1937, en AGP, serie A.3.4, 254-3, 370701-4).

[4] Carta de José María Escrivá a los miembros de la Obra en Valencia, Madrid, 1-VII-1937, en AGP, serie A.3.4, 254-3, 370701-2.

[5] Cf. Diario de Isidoro Zorzano, 29-VI-1937; y Carta de José María Escrivá a los miembros de la Obra en Madrid, Madrid, 14-VII-1937, en AGP, serie A.3.4, 254-3, 370714-3.

[6] Meditación, 3 al 4-VI-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-16.

[7] Meditación, 30-VIII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-46.

[8] Ibidem.

[9] Meditación, noche del 3 al 4-VI-1937, AGP, serie A.4, 45-3-16.

[10] Meditación, 19-VII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-35.

[11] Meditación, 21-V-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-13.

[12] Meditación, 9-IV-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-4.

[13] Ibidem.

[14] Meditación, 25-VII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-37.

[15] Ibidem.

[16] Meditación, 10-IV-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-5.

[17] Meditación, 11-VII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-33.

[18] Meditación, 24-VIII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-41.

[19] Ibidem.

[20] Meditación, 19-VII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-35.

[21] Meditación, 19-V-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-12.

[22] Meditación, 6-IV-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-1.

[23] Meditación, 8-IV-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-3.

[24] Meditación, 7-IV-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-2. La mención de San Pablo parece es una paráfrasis de 2 Cor 11, 29.

[25] Ibidem.

[26] Meditación, 1-VII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-29.

[27] Meditación, 29-VIII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-45.

[28] Meditación, 26-VII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-38.

[29] Meditación, 1-VII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-29.

[30] Meditación, 26-VII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-38.

[31] Meditación, 23-VI-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-21.

[32] Meditación, 6-VII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-31.

[33] Meditación, 4-VII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-30.

[34] Meditación, 6-VII-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-31.

[35] Meditación, 19-VI-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-18.

[36] Ibidem.

[37] Meditación, 12-IV-1937, en AGP, serie A.4, 45-3-6.