La luz de la fe (XV): fuerzas invisibles: los ángeles, el demonio y el infierno

Los ángeles aparecen como «espíritus destinados a un servicio» (Hb 1,14) que se puede resumir en dos acciones: alabar incesantemente a Dios y cuidar de los hombres, ejerciendo así una participación en la providencia salvífica de Dios.

Hoy en día nos vemos fácilmente inducidos a pensar que solo existe lo que cae bajo nuestra experiencia, que el mundo verdaderamente real está constituido por lo que se ve y se toca, ya sea directamente o bien virtualmente a través de la pantalla de un dispositivo. A la vez, nos damos cuenta de que hay cosas que suceden en este mundo que es muy difícil que se deban únicamente a causas visibles y experimentables, dada su entidad fuera de lo común. Es decir, suceden cosas visibles y tangibles que tienen su origen en algo que ni se ve ni se toca. Y esto, tanto para lo bueno como para lo malo. En el primer caso comentamos: esto no es humano, es divino, o sea, es súper-humano, demasiado bueno para ser solamente humano (por ejemplo, un milagro); en el otro caso decimos: esto es diabólico, o sea, es demasiado malo para deberse solo y exclusivamente al poder de un individuo (por ejemplo, un asesinato brutal). En ambos casos, pensamos que sin una fuerza sobrehumana no se pueden llevar a cabo determinadas acciones.

Seres puramente espirituales

La creencia en la existencia de fuerzas invisibles ha supuesto desde antiguo un reto para la razón humana. En nuestra sociedad avanzada, cuando parece que se trata de una creencia destinada a desaparecer por su presunto carácter mítico y simbólico, misteriosamente reaparece de modos diversos en la cultura (en el cine o la literatura), e incluso en los testimonios de personas que narran hechos portentosos que atribuyen a seres que están más allá de nuestra percepción sensible (lo cual puede aplicarse tanto a la oración de intercesión como a las prácticas esotéricas o al espiritismo).

Un conocido exegeta del siglo pasado afirmaba, en su intento de desmitificar el Nuevo Testamento para hacerlo más creíble al hombre contemporáneo, que no podía encender la luz eléctrica o escuchar la radio y seguir creyendo en el mundo de los ángeles y de los demonios. ¿Qué diría si hubiera conocido internet, las redes sociales y los smartphones? El avance tecnológico, que nos permite dominar cada vez más nuestros límites espacio-temporales, ¿es algo que nos aleja o tal vez nos acerca al mundo puramente espiritual? ¿Qué dice la fe cristiana de todo esto?

El Nuevo Testamento nos los muestra acompañando los momentos más importantes de la vida de Cristo y de la Iglesia naciente

Ante semejante cuestión, lo primero es admitir con claridad que, mientras es necesario afirmar la existencia de Dios para dar razón de la existencia del mundo, pues Él lo ha creado, no se puede decir lo mismo de otros seres, aunque sean superiores a nosotros. Basado en que solo Dios es Creador, el cristianismo ha descartado desde el principio la idea de divinidades intermedias como si Dios, que es puro espíritu, no pudiera tener ninguna relación con lo que es lejano a él, o sea, lo material.

De todos modos, aunque solo Dios es necesario, el cristianismo, que compartía elementos de otras cosmovisiones, consiguió poco a poco encontrar una explicación racional a la existencia de seres puramente espirituales. En este punto, la reflexión de Santo Tomás fue de gran ayuda, pues en la época patrística suscitó numerosas controversias. Gracias a su metafísica del ser, el Aquinate consiguió explicar que es posible que existan seres creados puramente espirituales[1]. Alguno podría pensar que esto se da ya plenamente en el alma humana, pero el hombre tiene una naturaleza que es también corpórea. Así como en la creación de Dios hay seres puramente materiales, y otros compuestos de materia y espíritu, es muy conveniente, según el principio del orden del universo y de la perfección de la misma creación, que haya seres creados puramente espirituales[2].

La mediación para llegar a Dios

En realidad, estas reflexiones tienen su punto de arranque y de llegada en la narración bíblica de la Historia de la Salvación, en la cual aparecen junto a Dios, único Señor y Creador, otros seres cuya fuerza e influjo, positivo o negativo, se hacen notar en este mundo. Los ángeles aparecen como «espíritus destinados a un servicio» (Hb 1,14), que se puede resumir simbólicamente en dos actividades: cantar y volar[3]. Ellos cantan, es decir, alaban incesantemente a Dios, constituyendo los coros celestiales a los que la liturgia de la Iglesia se une de muchos modos. Por eso no es de extrañar que, cuando se devalúa la dimensión litúrgico-sacramental de la fe, la doctrina de los ángeles quede arrinconada. Por otro lado, los ángeles vuelan, es decir, son enviados por Dios para cuidar de los hombres, ejerciendo así una participación en la providencia salvífica de Dios. Así, el Nuevo Testamento nos los muestra acompañando los momentos más importantes de la vida de Cristo y de la Iglesia naciente. De modo análogo, custodian la vida de cada persona e institución, de ahí que la tradición cristiana hable de la existencia de un ángel de la guarda[4]. La visión cristiana, pues, está caracterizada por la mediación: la grandeza del Creador se muestra precisamente en que su proyecto está pensado para cumplirse con el concurso de sus criaturas libres. Y cuanto más elevadas, serán mayormente partícipes de su gobierno sobre la creación. También nosotros experimentamos que es más fácil hacer directamente las cosas que conseguir que otros libremente las hagan, pero esto último es signo de mayor perfección, como muestra, por ejemplo, la experiencia de gobierno en una familia o en instituciones de diverso tipo.

Por todo esto se entiende que también los ángeles, como seres personales y libres, hayan tenido, por así decir, su propia historia, de la que la Biblia nos dice de modo escueto que algunos se han rebelado contra Dios para siempre[5]. En realidad, la existencia del diablo y sus secuaces, afirmada por la Iglesia desde el principio y confirmada en nuestros días en diversas ocasiones por el papa Francisco[6], constituye la cara oculta de un mensaje de esperanza: el mal que todos vemos en el mundo, y no solo el que es producido por otros, sino también el que nosotros mismos cometemos, es algo que nos supera, que en cierto sentido proviene de un principio que está más allá («no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal») y, a la vez, que no es divino y, por tanto, no es originario, no es necesario. Como es sabido, los relatos de tantas tradiciones culturales tratan de explicar el origen del bien y del mal que hay en nuestro mundo –y dentro de nosotros–, y para ello, acuden a una oposición originaria de principios contrarios. Esto significa que el mal es tan radical como el bien, que siempre ha estado, está y estará ahí, y que, en definitiva, no puede ser sanado. Esto aboca ineludiblemente a una visión desesperada del ser humano[7].

Solo el bien es originario, mientras que la existencia del mal es el resultado del uso torcido de la libertad de las criaturas

El cristianismo dice, sin embargo, que solo el bien es originario, y que la existencia del mal, que nadie puede negar, ha sido el resultado del uso torcido de la libertad de las criaturas, en primer lugar, de las angélicas. Por eso experimentamos con fuerza el poder del mal en el mundo y en la Historia, de manera que a veces parece invencible. El anuncio esperanzado cristiano es la afirmación de que Dios ha puesto un remedio, que Dios mismo ha asumido ese mal en su Hijo, encarnado y muerto en una cruz, para que todos aquellos que se unan a él puedan vencerlo, asociándose al triunfo pascual de su resurrección. Ese triunfo, tras la Ascensión de Jesucristo a los cielos, se muestra en la historia tantas veces pequeño y vulnerable, e incluso invisible, pero es real, crece misteriosamente y solo al final se mostrará con todo su esplendor. Dios mismo no deja de ofrecer manifestaciones visibles de su poder en su providencia salvífica en la historia, mediante los sacramentos, la efusión de sus múltiples gracias que actúan de modo más o menos escondido pero real en la vida de las personas, sirviéndose del concurso de los ángeles, de los santos, y de tantas personas.

Misericordia e infierno

Si Dios es tan bueno y misericordioso que toma la iniciativa para curar a sus criaturas, ¿por qué no hace lo mismo con los ángeles caídos? Parece un contrasentido hablar de sanación y sostener, como hace la Iglesia, la existencia del infierno como castigo perpetuo para los demonios y para todos aquellos hombres que mueren alejados de Dios. Parece que el infierno implica eternizar lo que precisamente la fe cristiana dice que no es eterno, sino que tiene un origen en la historia. Si el mal ha comenzado, se supone que también tendrá un término, para que al final, como dice San Pablo, «Dios sea todo en todos» (1Co 15,28). De hecho, ya desde Orígenes, no han faltado dentro de la Iglesia en épocas distintas, también en nuestros días, voces que, inspirándose en esas palabras de San Pablo, se han alzado para sugerir una reconciliación universal al final de los tiempos. Si Dios es misericordioso, ¿cómo puede permitir que haya personas que sean condenadas para siempre lejos de Él?

Sin embargo, algo dentro de nosotros nos dice que la vida de las personas, humanas o angélicas, goza de un don inestimable, que es la libertad, un don que Dios mismo ha dado y no puede quitar sin violentar la naturaleza de lo que él mismo ha creado. No puede ser que Dios no se tome en serio la libertad de sus criaturas. Y, a la vez, dentro de nosotros hay un fuerte sentido de la justicia, que clama porque el impenitente mal cometido no quede impune[8]; algo nos dice que no puede suceder que triunfe la inmoralidad, como por desgracia sucede tantas veces en la historia de nuestro mundo, donde no se hace siempre justicia, más aún, se cometen auténticas injusticias que son parte de ese mal del que venimos hablando. Si Dios es realmente Dios, omnipotente y bueno, no puede tratar del mismo modo a quien se ha comportado según el bien y a quien se ha empecinado sin arrepentimiento en cometer males terribles[9]. Esta es una convicción de las grandes tradiciones religiosas de la humanidad: que Dios es remunerador. Ciertamente el castigo tiene en esta tierra una clara finalidad medicinal, pero cuando se acaba el tiempo para entrar en la dimensión definitiva de la existencia, también acaba el tiempo del arrepentimiento, pues la decisión se ha hecho de algún modo eterna: he aquí el enorme poder de la libertad.

El cristianismo, un dualismo de libertades

En efecto, nos encontramos, a fin de cuentas, ante el misterio de la libertad, tanto de Dios como de sus criaturas. Dios ha creado libremente, sin constricciones, de modo que la existencia de las criaturas es fruto de una libre voluntad divina de amar y ser amado. Un filósofo moderno explicaba cómo precisamente la omnipotencia se manifiesta de un modo mayor en la creación de seres libres[10]. Se trata de un riesgo que Dios ha querido correr, como decía san Josemaría[11], pues la libertad de sus criaturas es real, y prueba de ello es que pueden elegir no solo no amar, sino incluso odiar a su Creador, y ello no solo por un espacio de tiempo, sino también para siempre. Por eso, Benedicto XVI hablaba de nuestra libertad como de una «omnipotencia a la inversa»[12]. El hombre es realmente dueño de su libertad, y puede decidir emplearla para el odio y la destrucción.

La existencia de los ángeles es fruto de una libre voluntad divina de amar y ser amado

Por eso, es verdad que el cristianismo, en cierto sentido, es un dualismo, pues sostiene que la Historia es el escenario de un drama, de una lucha entre el bien y el mal, entre la gracia y el pecado. Sin embargo, no dice que ambos poderes sean de igual categoría, sino que más bien uno de ellos permite la existencia del otro sin aniquilarlo. Se trata, como dice Ratzinger, de un dualismo de libertades o existencial, pero de ningún modo de un dualismo ontológico[13]. Solo el bien es originario.

Comenzábamos afirmando que para muchos solo existe lo que se experimenta por medio de los sentidos. También sugeríamos que quizá nuestros avances tecnológicos expresen de alguna manera un acercamiento a una condición de vida que supera los límites espacio-temporales de nuestra condición en este mundo. Como hemos tratado de mostrar, la existencia de fuerzas invisibles nos lleva a considerar que, en virtud de nuestra espiritualidad, que incluye el gran don de la libertad, no estamos necesariamente abocados al mundo de una experiencia visible pero caduca, sino que poseemos un ser abierto a un mundo asimismo real pero más amplio, el mundo de la esperanza. Esta realidad se manifiesta a los ojos de la fe, entremezclada con este mundo, donde bien y mal conviven y crecen juntos –como el trigo y la cizaña de la parábola de Jesús (cfr. Mt 13,24-30)– y que se manifestará plenamente al final de la Historia, cuando llegue el tiempo de la siega y el Señor del mundo juzgue con misericordia a sus criaturas libres.

Santiago Sanz


Lecturas recomendadas

E. Peterson, El libro de los ángeles, Rialp, Madrid 1957.

San Juan Pablo II, Creo en Dios Padre, Palabra, Madrid 1990, pp. 157-170.

Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 30-X-2007.

S.-T. Bonino, Angels and Demons. A Catholic Introduction, The Catholic University of America Press, Washington D.C. 2016.


[1] «Aun cuando en el ángel no haya composición de forma y de materia, sin embargo, sí se da en él el acto y la potencia. Esto resulta evidente si partimos del análisis de las cosas materiales, en las cuales se encuentra una doble composición. La primera, la de la materia y la forma, a partir de las cuales se constituye alguna naturaleza, y la naturaleza compuesta de esta forma no es su propio ser, sino que el ser es su acto. Por eso, la misma naturaleza se relaciona con su ser como la potencia con el acto. Por lo tanto, suprimida la materia, y suponiendo que la forma subsista sin materia, todavía permanece la relación de la forma con su mismo ser, tal como la potencia se relaciona con el acto. Este tipo de composición es el que hay que entender en los ángeles […]. En Dios, sin embargo, el ser y aquello por lo que es no son cosas distintas, como quedó demostrado. Por lo tanto, sólo Dios es acto puro» (Santo Tomás de Aquino, STh, I, q. 50, a.2, ad 3).

[2] Cfr. Santo Tomás de Aquino, STh, I, q. 50, a. 1; q. 51, a. 1.

[3] Estas expresiones se encuentran en J. Ratzinger, Allgemeine Schöpfungslehre, Regensburg 1976, pp. 61-64.

[4] «Nadie podrá negar que cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducir su vida» (San Basilio, Contra Eunomio, 3,1).

[5] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 391-392.

[6] «No aceptaremos la existencia del diablo si nos empeñamos en mirar la vida solo con criterios empíricos y sin sentido sobrenatural. Precisamente, la convicción de que este poder maligno está entre nosotros, es lo que nos permite entender por qué a veces el mal tiene tanta fuerza destructiva. Es verdad que los autores bíblicos tenían un bagaje conceptual limitado para expresar algunas realidades y que en tiempos de Jesús se podía confundir, por ejemplo, una epilepsia con la posesión del demonio. Sin embargo, eso no debe llevarnos a simplificar tanto la realidad diciendo que todos los casos narrados en los evangelios eran enfermedades psíquicas y que en definitiva el demonio no existe o no actúa. Su presencia está en la primera página de las Escrituras, que acaban con la victoria de Dios sobre el demonio(cfr. Papa Francisco, Homilía, 11-X-2013). De hecho, cuando Jesús nos dejó el Padrenuestro quiso que termináramos pidiendo al Padre que nos libere del Malo. La expresión utilizada allí no se refiere al mal en abstracto y su traducción más precisa es “el Malo”. Indica un ser personal que nos acosa. Jesús nos enseñó a pedir cotidianamente esa liberación para que su poder no nos domine» (Papa Francisco, Exhort. Ap., Gaudete et exsultate, 19-III-2018, n. 160).

[7] Cfr. Benedicto XVI, Audiencia general, 3-XII-2008.

[8] «Hay algo en la misma conciencia moral del hombre que reacciona ante la pérdida de una tal perspectiva: ¿El Dios que es Amor no es también Justicia definitiva? ¿Puede Él admitir que estos terribles crímenes pueden quedar impunes? ¿La pena definitiva no es en cierto modo necesaria para obtener el equilibrio moral en la tan intrincada historia de la humanidad? ¿Un infierno no es en cierto sentido “la última tabla de salvación” para la conciencia moral del hombre?» (Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, p. 194).

[9] «Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno» (Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 3-X-2007, n. 46).

[10] Cfr. S. Kierkegaard, Diario, vol. 1, VII A 181 (edición de C. Fabro, Morcelliana, Brescia 1962, pp. 512-513).

[11] «Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 113); cfr. Ídem., «Las riquezas de la fe», en Los domingos de ABC, 2-XI-1969, pp. 4-7.

[12] Benedicto XVI, Mensaje Urbi et orbi, 25-XII-2012.

[13] Cfr. S. Sanz, Joseph Ratzinger y la doctrina de la creación. Los apuntes de Münster de 1964 (II). Algunos temas fundamentales, «Revista Española de Teología» 74 (2014), pp. 201-248 [231].