Me llamo Pablo López, soy sacerdote del Opus Dei y vivo en Madrid, España. Llevo ya ocho años como sacerdote.
Cuando comencé a estudiar en el seminario me ocurrió algo curioso. Me fui a Pamplona, a la Universidad de Navarra, y como me encanta el deporte, un día fui a escalar a la Ciudadela, que es una muralla horizontal donde se puede escalar de lado. Mientras escalaba, me puse a hablar con una persona que estaba allí, del mundo de la escalada, fumando marihuana.
Después de un rato charlando, sin saber quién era yo ni por qué estaba en Pamplona, me dice: “Aquí en Navarra tienes que tener cuidado con dos tipos de personas: los etarras —porque en ese momento ETA seguía activo— y los del Opus Dei”. Le respondí: “Bueno, entonces solo tengo que tener cuidado con uno de los dos tipos”. Me preguntó si era etarra, le dije que no, que era del Opus Dei. Se sorprendió muchísimo: “¿Tú? ¿Una persona del Opus? ¡Para mí eso es rarísimo!”. Le expliqué que muchas veces pensamos que los del Opus son raros, pero simplemente no los conocemos. Cuando los conoces, ves que son personas normales.
Más adelante, ya siendo diácono, tras seis años de estudios y trabajando en mi tesis, ayudaba en una asociación juvenil llamada Noray. Solíamos ir con los chavales a hacer skate. Una vez, en un skate park, después de un rato, me puse a hablar con un chico. Estaba trabajando en un banco, era una persona totalmente normal. Me pidió una herramienta para ajustar los ejes de su monopatín.
Le dije: “Vamos a mi furgoneta, allí tengo herramientas”. Cuando abrí el maletero, colgaba mi traje de sacerdote. Él soltó un taco y me dijo: “Esto es lo más fuerte que me ha pasado en la vida”. Yo le respondí: “Para mí también lo más fuerte que me ha pasado es que Dios me haya elegido para ser su representante. Aunque sea indigno, lleno de defectos, Dios cuenta con todos”.
Me ordené sacerdote en 2016 en Torreciudad. No he tenido una conversión espectacular ni milagros. Dios me regaló una madre buenísima que me ayudó a estar cerca de Él desde pequeño. Mis tardes eran muy tranquilas: jugaba al fútbol, pero todo el mundo sabía que a las 19:30 íbamos a misa. Mi padre, en ese entonces, no practicaba, pero ahora sí: misa diaria, rosario, una fe muy viva.
Un día, con solo 8 años, en misa, mirando al Señor en la cruz, sentí que Él me pedía ser sacerdote. No lo conté a nadie, pero le dije: “Si es tuyo, Señor, adelante”.
Crecí en un barrio obrero en Leganés, fui a un colegio público y luego pasé a Retamar, un colegio obra corporativa del Opus Dei en Pozuelo, gracias a una beca. Allí, lo que yo ya vivía —rezar, ir a misa— era algo natural. Empecé a hacer oración diaria, a rezar el rosario, a tener lectura espiritual. Vi claro que Dios me pedía seguirle en el Opus Dei como agregado.
Más tarde, con 16 años, noté otro empujón del Señor: me pedía ser sacerdote del Opus Dei. Lo hablé con mis directores. Me dijeron que primero debía estudiar una carrera y trabajar, como quería san Josemaría. Estudié Magisterio en Educación Física, luego Psicopedagogía, trabajé cuatro años como profesor, y con 25 años me fui a Pamplona a estudiar Teología.
Viví años maravillosos allí, disfrutando de la universidad, los amigos, el deporte. Tras ordenarme sacerdote, regresé a Madrid y me he dedicado sobre todo a los jóvenes. He visto muchísimos frutos, muchas conversiones.
Recuerdo que un 24 de diciembre, después de un retiro en Bilbao, quedé para hacer surf con un amigo médico. Estábamos preparando las tablas cuando se acercó otro hombre. Charlamos y me dijo: “A ti te pega más ser bombero que sacerdote”. Le contesté: “En el fondo nos dedicamos a lo mismo: tú evitas que la gente se queme en esta vida, y yo, en la eternidad”.
Muchas veces me he encontrado con gente que se sorprende al ver a un cura. Un día, al salir de un río tras hacer paddle surf, me paró un guardia civil porque no llevaba las luces del coche encendidas. Al verme de cerca, me dijo: “Anda, si es usted un pater”. Le sonreí y le dije que sí. Me respondió: “Ya quedan pocos como usted”. Los sacerdotes tenemos la suerte que mucha gente, como ven que estamos representando a Jesucristo, te miran bien o te cuentan su historia.
Otro día, con un grupo de chavales en un skate park, uno me preguntó si era su monitor. Le dije que sí, pero también sacerdote. Me dijo: “¿Tú has dedicado tu vida a decir misa para abuelas?”. Le contesté: “Igual que tú estudias farmacia para dar calidad de vida y que la gente sea feliz, yo ayudo a que la gente encuentre la mayor felicidad a Dios”.
Recuerdo también una anécdota impactante. En un bar, tres chicos que venían de fiesta nos vieron entrar a mí y a dos amigos sacerdotes. Uno se acercó y nos pidió una bendición para su amigo, que estaba muy mal, tosiendo sangre. Salimos y vi que era un chico que conocía del equipo de mi hermano. Estaba destrozado por las drogas, me miró, me reconoció y dijo: “Qué malos caminos he escogido yo y qué buenos has tomado tú”. Le animé a volver a Dios.
Mucha gente me pregunta: “¿Cómo sabes que Dios existe para dedicarle tu vida?”. Les digo que los milagros existen, pero también la conciencia: ese altavoz que todos llevamos dentro y que nos avisa cuando hacemos mal. Si Dios no existiese, todo valdría.
En estos años como sacerdote he vivido mil historias. Me siento un instrumento: ni el más listo, ni el mejor en nada, pero Dios actúa con lo poco que le ofrecemos. Muchos jóvenes me cuentan que pierden horas al día en redes sociales o juegos. Vi claro que debía estar presente ahí también.
Durante la pandemia creamos el canal Rezar Hoy, con audios diarios de oración. Después lo unimos con Jóvenes Católicos, que tiene más de 400.000 seguidores en todas sus redes sociales. Entre todos, hemos visto muchos frutos.
Una chica de 17 años, embarazada, empezó a rezar con nuestros audios. Decidió no abortar, se acercó a Dios y vino con su bebé a Madrid para agradecérnoslo. Otra joven con anorexia, tras siete años sufriendo, encontró la paz al rezar. Ahora es novicia en Iesu Communio.
También recuerdo a un antiguo alumno, lleno de tatuajes, que me escribió diciendo que quería volver a Dios. Había tocado fondo. Hoy es un ejemplo: misa diaria, rosario, formación. Le digo que podría ser el primer santo con tatuajes de la historia.
A veces subimos contenido a redes y no tiene muchas visualizaciones. Pero si una sola persona se convierte, ya ha valido la pena. No hacemos esto por “likes”, sino por almas.
Ahora también colaboro con la aplicación Hallow, donde subo audios diarios. Una mujer venezolana me escribió tras escuchar uno: llevaba 12 años sin confesarse, alejada de su madre y de la Iglesia. Gracias al audio, pidió perdón, se confesó y ha cambiado su vida.
Ojalá todos intentemos ser instrumentos de Dios. En nuestra familia, en nuestro trabajo, donde estemos. Dios es quien multiplica lo poco que hacemos. Él es quien nos hace verdaderamente felices.