El Instituto Madero es una institución educativa con orientación técnica ubicada en Villa Madero, provincia de Buenos Aires. Nace en el año 1992 bajo la inspiración del mensaje de san Josemaría.
MAdero sirve a la comunidad aportando profesionales que sean ciudadanos comprometidos con la sociedad
“Soluciones de justicia y soluciones de caridad, soluciones de cristianos. Una solución inmediata: ser mejor cada día, tú y yo”, decía san Josemaría hace 50 años en Argentina. Con esta visión, el objetivo del instituto es servir a la comunidad aportando profesionales de una alta competencia técnica, que además sean ciudadanos comprometidos con la sociedad.

La historia de Waldo (Argentina) forma parte del multimedia del multimedia «El viaje del viaje», un proyecto por el 50.º aniversario de las catequesis de san Josemaría por América. A continuación reproducimos su historia.
Un comienzo entre dificultades
Cuando era pequeño, antes de entrar al instituto, la vida en casa no era fácil. Mis padres trabajaban desde temprano y no volvían hasta la tarde, así que pasaba casi todo el día solo. Eso me obligó a crecer rápido, a aprender a manejarme por mi cuenta en muchas situaciones.
Vivíamos en el barrio 2 de Abril, una zona bastante precaria. Allí, lamentablemente, era común tener que defenderse a las trompadas. Había que hacerse respetar para no quedar expuesto. El día a día se vivía con tensión, con cierta desconfianza. Era otro tipo de vida, mucho más dura y con pocas oportunidades a la vista.

La soledad y el entorno influyeron mucho en mi forma de ser. No era fácil concentrarse en los estudios o tener proyectos a largo plazo cuando lo urgente era salir adelante. Mis padres hacían lo que podían, y yo intentaba no darles más preocupaciones de las que ya tenían.
Una puerta que no existía
Un día, con el colegio, hicimos una recorrida por el Instituto Madero. La visita me impactó. Fue la primera vez que sentí que podría tener un lugar donde estudiar algo que realmente me gustara. Me llamó la atención el ambiente, los talleres, las herramientas. Era distinto a todo lo que había visto antes.
Afortunadamente, encontramos la forma para que pudiera acceder a una beca. Eso fue fundamental, porque alivió mucho la carga económica para mis padres y les permitió pagar las cuotas. Gracias a eso, pude empezar una nueva etapa en mi vida, una con más esperanza.
El instituto no era solo un lugar para aprender oficios; estaba muy bien organizado, con una estructura clara y muchas oportunidades de formación. Era como si se abrieran de golpe muchas puertas que antes ni sabía que existían.
Tener la posibilidad de hacer una carrera técnica me cambió la perspectiva. Ya no se trataba solo de terminar el colegio, sino de adquirir una preparación que realmente servía para el mundo del trabajo. No era algo básico o limitado, como podría ser simplemente el título de bachiller. Era una herramienta real para salir adelante.
Crecer entre la calle y el instituto
Recuerdo un episodio en particular que marcó un antes y un después. Me había peleado con un compañero y uno de los profesores me apartó para hablar conmigo. Fue una conversación sincera, de esas que te hacen pensar.
Me explicó que la vida en la calle era distinta a la vida dentro del instituto, que no podía seguir reaccionando siempre con violencia. Me dijo que tenía que aprender a bajar los decibeles, a ser más sociable, a escuchar. Aquellas palabras me calaron hondo y me ayudaron a encauzarme.

Además, el instituto contaba con tutores que nos acompañaban no solo en lo académico, sino también en lo personal. Sentí que no estaba solo, que había adultos que se preocupaban de verdad por nosotros y querían vernos crecer, no solo en conocimientos, sino también en valores.
Gracias a ese acompañamiento, empecé a cambiar mi actitud. Me di cuenta de que podía elegir otro camino, y que no tenía por qué repetir las mismas historias que había visto tantas veces en el barrio.
Una decisión valiente
Mis padres tenían una parrilla en el Mercado Central y, como era de esperar, yo también ayudaba allí. Salía del instituto y me iba directamente a trabajar con mi padre. Era una rutina exigente, pero también una forma de estar con él y de colaborar con la economía familiar.
Cuando terminé la formación, le dije a mi padre: “Ya estoy recibido. ¿Qué te parece si sigo mi camino, trabajando de lo que a mí me gusta, de lo que aprendí?”. Fue una conversación importante. Mis padres necesitaban mi ayuda, pero también sabían que había llegado mi momento de volar.
Gracias a Dios, mi padre me entendió. Me apoyó para que pudiera seguir el camino que yo quería, aunque eso significara que ya no estuviera en la parrilla todos los días. Fue un gesto de amor enorme, y siempre voy a estarle agradecido por eso.
El sueño de mis padres
Mi padre no tuvo la posibilidad de terminar ni siquiera la primaria. Sin embargo, siempre insistió para que yo me graduara. Él sabía que la educación era la llave que abre caminos, incluso si él no los había recorrido.
Hoy en día, Waldo estudia Derecho, trabaja en una empresa de alimentación y su hijo mayor estudia en el Instituto Madero. “Quiero para él lo mismo que mis padres soñaron para mí: un futuro mejor, con oportunidades reales y una base sólida. Cuando le pregunté qué quería hacer después de terminar, me dijo que le gustaría estudiar Ingeniería Química. Y yo, con una sonrisa, supe que todo había valido la pena”.