Meditaciones: jueves de la 19.ª semana del Tiempo Ordinario

Reflexión para meditar el jueves de la 19.ª semana del Tiempo Ordinario. Los temas propuestos son: dejar atrás la lógica comercial; perdonar las deudas de los demás; acoger la gratuidad del amor

- Dejar atrás la lógica comercial.

- Perdonar las deudas de los demás.

- Acoger la gratuidad del amor.


EN UNA OCASIÓN, Pedro preguntó a Jesús cuántas veces es necesario perdonar las ofensas de un hermano. El Señor entonces respondió con la parábola de un siervo que tenía una deuda de diez mil talentos con su rey. Se trata de una cantidad desorbitada, imposible de restituir: equivale a lo que un empleado ganaría después de trabajar sesenta millones de días, es decir, más de ciento sesenta mil años. «Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies y le suplicaba: “Ten paciencia conmigo y te pagaré todo”. El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda» (Mt 18,27).

El comienzo de esta parábola refleja, en cierto modo, la relación de Dios con los hombres. Como decía san Josemaría: «Tampoco nosotros contamos con qué pagar la deuda inmensa que hemos contraído por tantas bondades divinas, y que hemos acrecentado al son de nuestros personales pecados. Aunque luchemos denodadamente, no lograremos devolver con equidad lo mucho que el Señor nos ha perdonado»[1]. El rey perdonó aquella deuda para que su siervo dejase atrás la lógica comercial y abrazase la de la misericordia; así podrá trabajar no como quien tiene que pagar una deuda, sino para manifestar el amor que mueve su vida. Porque esto es, a fin de cuentas, a lo que Dios nos invita: a que sea el amor y la misericordia lo que marque nuestra relación con él y con los demás, y no el miedo o la justicia a secas.

La misericordia de Dios no tiene límites. «Él nos perdona todos los pecados en cuanto mostramos incluso solo una pequeña señal de arrepentimiento»[2]. No le interesa ninguna contraprestación por su perdón. Desea, eso sí, que su misericordia nos lleve a vivir centrados en lo que es importante para el Señor y a vivir como enamorados, no como siervos. «No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón. ¿Veis? No se satisface compartiendo: lo quiere todo. No anda buscando cosas nuestras, repito: nos quiere a nosotros mismos. De ahí, y solo de ahí, arrancan todos los otros presentes que podemos ofrecer al Señor»[3].


AL SALIR aquel siervo de la presencia del rey, se encontró con un hombre que le debía cien denarios. Era una cantidad no pequeña –el salario de tres meses de trabajo–, pero insignificante con la deuda que le había sido perdonada. «Su compañero se echó a sus pies y se puso a rogarle: “Ten paciencia conmigo y te pagaré”. Pero él no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda». Los presentes, testigos de lo ocurrido, se lo contaron al rey, quien hizo llamar nuevamente a su súbdito: «Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti?». Entonces el señor «lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda» (Mt 18,28-34).

A primera vista, la reacción del rey puede interpretarse como un castigo. Sin embargo, lo que está haciendo es actuar según la manera de funcionar del siervo. Como no quiso salir de la lógica comercial para abrazar la de la misericordia, el rey aplicó los mismos esquemas con los que funcionaba el siervo. De hecho, podría decirse que aquel hombre rechazó la salvación que le ofreció el rey: prefería que sus relaciones estuvieran marcadas por las deudas y las obligaciones, y no por la gratuidad. «No podemos pretender para nosotros el perdón de Dios, si nosotros, a nuestra vez, no concedemos el perdón a nuestro prójimo. Es una condición: piensa en el final, en el perdón de Dios, y deja ya de odiar; echa el rencor, esa molesta mosca que vuelve y regresa. Si no nos esforzamos por perdonar y amar, tampoco seremos perdonados ni amados»[4].

Probablemente en nuestro día a día nos encontremos con personas que nos deben algo: alguien que nos hizo un comentario o una broma que nos ofendió, un amigo que nos dio plantón en el último momento, un compañero que nos interrumpe constantemente en el trabajo… Además de estas situaciones cotidianas, quizá también por nuestra vida hayan pasado personas que tienen una deuda mayor por un sufrimiento casi irreparable que nos hayan causado. En uno y otro caso, el Evangelio nos invita a pensar que, «por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti»[5]. Es más, cada vez que perdonamos a alguien, nos estamos identificando con el Señor. Por eso san Josemaría decía que lo más divino en nuestra vida de cristianos «es perdonar a quienes nos hayan hecho daño»[6], pues Dios se hizo hombre precisamente para perdonarnos.


HOY en día puede resultar difícil dejar atrás la lógica comercial que adoptó el siervo injusto de la parábola. Quizá preferimos estar a iguales con los demás: no deber nada a nadie, que nadie me deba nada. Por eso, tal vez desconfiamos cuando alguien hace algo por nosotros y nos preguntamos qué es lo que espera como contraprestación. No estamos acostumbrados a los regalos. Preferimos muchas veces saber que hemos conseguido algo con nuestras propias fuerzas, porque eso nos hace autónomos, nos permite experimentar cierto poder; no queremos depender de otros.

Sin embargo, quien ha aprendido a dejarse amar está convencido de que «no puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don»[7]. Lo más grande que podemos llegar a ser siempre es fruto de un don previo: «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Quien acoge el amor gratuito de Dios se libera de una vida cristiana reducida a cosas que tengo que hacer y cosas que me están prohibidas. Su vida entonces pasa a estar guiada por el deseo de agradar al Señor en todas sus acciones, como procura hacer un hijo con su padre o un marido con su esposa, y viceversa.

Asomarse a la inmensidad del amor de Dios, que nos quiere con locura, puede ayudarnos a comprender el valor que tiene para Dios lo pequeño, precisamente porque es nuestro. Somos conscientes de que nunca saldaremos la deuda, pero nos entusiasma soñar con contribuir a sostener las cargas familiares. Es su amor el que transforma nuestras baratijas en joyas preciosas. Todo sirve para hacer feliz a Dios. Estas cosas pequeñas liberan al alma porque le ayudan a dejarse amar a cambio de nada. Vividas así, no encorsetan. Por el contrario, no se pueden cuidar con perseverancia si son fruto del afán de controlar, de cancelar la deuda. Se trata, en realidad, de detalles espontáneos y sencillos de quien se sabe mirado con cariño por un Dios todopoderoso y eterno pero, a la vez, un Dios muy casero. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude «a ser cada vez más conscientes de la gratuidad y de la grandeza del perdón recibido de Dios, para convertirnos en misericordiosos como él, Padre bueno, pausado en la ira y grande en el amor»[8].


[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 168.

[2] Francisco, Ángelus, 17-IX-2017.

[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 35.

[4] Francisco, Ángelus, 13-IX-2020.

[5] San Josemaría, Camino, n. 452.

[6] San Josemaría, citado por Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 16-II-2023, n. 7.

[7] Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 7.

[8] Francisco, Ángelus, 17-IX-2017.