- Humildad: conocer la miseria y la grandeza.
LAS LECTURAS de este domingo ponen de relieve el valor de la humildad. Jesús, en el Evangelio, invita a elegir el último puesto en los banquetes, «porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14,11). La soberbia nos empuja a querer engrandecernos, a rechazar nuestra condición de criaturas. Ese fue el pecado de Adán y Eva: no aceptar los propios límites, desear ser como Dios. «El soberbio es aquel que cree ser mucho más de lo que es en realidad; aquel que se estremece por ser reconocido como superior a los demás, siempre quiere ver reconocidos sus propios méritos y desprecia a los demás considerándolos inferiores»[1].
Por el contrario, la humildad permite mirarnos a nosotros mismos con un sano realismo. San Josemaría la definía como la virtud que «nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza»[2]. Al mismo tiempo que reconocemos nuestros límites y defectos, somos conscientes de nuestras cualidades y de los dones que hemos recibido de Dios. Vernos como somos, ver claramente nuestra propia realidad, puede darnos vértigo. Pensamos que, si los demás vieran nuestras debilidades, dejarían de querernos. Pero solo desde esa verdad –desde ese suelo firme– se puede construir una vida auténtica, libre del peso de aparentar, de fingir ser quien no somos. Necesitamos mirarnos con los ojos de Dios y repetirnos con confianza: «Pues soy como soy, y aun así Dios me ha querido para algo».
«Hazte pequeño en las grandezas humanas –leemos en la primera lectura–, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes» (Si 3,18). La Sagrada Escritura nos muestra que lo que el mundo aplaude –el poder, la riqueza, la influencia–, para el Señor es insignificante. En cambio, aquello que pasa desapercibido, que es discreto, tiene en realidad un valor incalculable. «El ojo humano busca siempre la grandeza y se deslumbra por lo que es ostentoso. Dios, en cambio, no mira las apariencias, Dios mira el corazón (cfr. 1Sam 16,7) y le encanta la humildad»[3].
SAN JOSEMARÍA, en una carta dirigida a sus hijos, anima a no perder la paz ante la experiencia de la propia fragilidad. «No admitáis el desaliento, por vuestras miserias personales o por las mías, por nuestras derrotas. Abrid el corazón, sed sencillos: continuemos andando el camino, con más cariño, con la fuerza que nos da Dios, porque él es nuestra fortaleza»[4]. A menudo, la desesperanza en la lucha interior nace de la soberbia, que ante nuestras caídas nos hace creer que la santidad es inalcanzable y nos cierra a la confianza en la ayuda de Dios y en el apoyo de los demás.
La humildad, en cambio, nos permite combatir con serenidad, especialmente cuando nos sentimos más frágiles. Cuando el deseo más profundo es amar a Dios sobre todas las cosas, volver a empezar tras una caída no se vive como una humillación amarga. «Si el Señor ve que nos consideramos sinceramente siervos pobres e inútiles, que tenemos el corazón contrito y humillado, no nos despreciará, nos unirá a él, a la riqueza y al poder grande de su corazón amabilísimo. Y tendremos el endiosamiento bueno: el endiosamiento de quien sabe que nada tiene de bueno, que no sea de Dios; que él, de sí mismo, nada es, nada puede, nada tiene»[5].
San Josemaría solía decir que se sentía «capaz de todos los errores y de todos los horrores»[6]. Esa conciencia realista de la propia debilidad conduce a buscar la fortaleza en el Señor, no en nuestras cualidades o méritos. La soberbia nos hace ignorar esta capacidad de cometer errores, nos hace creer que somos inmunes al pecado; pero cuando nos topamos con la realidad, cuando nos encontramos con que hemos hecho el mal que no queríamos (cfr. Rm 7,19), nos llena de tristeza y frustración: «¿Cómo es posible que haya hecho una cosa así?». Precisamente entonces es cuando más necesitamos la humildad para recordar la grandeza del corazón misericordioso de Dios y darnos cuenta de que él ha obrado ya la salvación. La lucha no busca conquistar su amor, sino redescubrir que el Señor siempre nos está esperando para levantarnos y fortalecernos. «Todos tenemos errores, aunque llevemos años y años luchando por vencerlos. Cuando de la lucha ascética sacamos desaliento, es que somos soberbios. Hemos de ser humildes, con deseos de ser fieles. Es verdad que servi inutiles sumus. Pero, con estos siervos inútiles, el Señor hará cosas muy grandes en el mundo, si ponemos algo de nuestra parte: el esfuerzo de alzar la mano, para asirnos a la que Dios −con su gracia− nos tiende desde el cielo»[7].
EN MUCHAS ocasiones viviremos momentos que, aunque humillantes, pueden convertirse en auténticas oportunidades de crecimiento. Una corrección por parte de alguien cercano. Pedir perdón a quien se sintió herido –con o sin razón– por nuestras palabras o acciones. Que alguien nos vea llorar, porque nos faltan las fuerzas o no sabemos cómo afrontar una dificultad. Admitir que, por enfermedad o por la edad, ya no podemos realizar las mismas cosas o incluso ya no podemos valernos por nosotros mismos. Reconocer que nos hemos equivocado al opinar o al juzgar una situación.
Es natural que estas experiencias nos duelan, pues dejan al descubierto nuestra fragilidad. Pero, si las acogemos con humildad, también pueden engrandecernos. Porque en lugar de aferrarnos a la propia imagen, a nuestra manera de entender la vida o a nuestras fuerzas, nos abrimos a la gracia de Dios y a la ayuda que nos brindan los demás. «¿Qué importa tropezar, si en el dolor de la caída hallamos la energía que nos endereza de nuevo y nos impulsa a proseguir con renovado aliento? No me olvidéis que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez»[8].
Dios se fijó en la Virgen María precisamente por su humildad. «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador –canta en el Magnificat–: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,47-48). Por eso san Josemaría animaba a dirigirse a ella cuando nos sintamos humillados por nuestros errores. «Si de veras deseas progresar en la vida interior, sé humilde. Acude con constancia, confiadamente, a la ayuda del Señor y de su Madre bendita, que es también Madre tuya. Con serenidad, tranquilo, por mucho que duela la herida aún no restañada de tu último resbalón, abraza de nuevo la cruz y di: Señor, con tu auxilio, lucharé para no detenerme, responderé fielmente a tus invitaciones, sin temor a las cuestas empinadas, ni a la aparente monotonía del trabajo habitual, ni a los cardos y guijos del camino. Me consta que me asiste tu misericordia, y que al final hallaré la felicidad eterna, la alegría y el amor por los siglos infinitos»[9].
[1] Francisco, Audiencia, 6-III-2024.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 94.
[3] Francisco, Ángelus, 15-VIII-2021.
[4] San Josemaría, Carta 2, n. 25.
[5] San Josemaría, Carta 2, n. 29.
[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 162.
[7] San Josemaría, Carta 2, n. 24.
[8] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 131.
[9] Ibíd.